5 | Apellido maldito

2170 Words
—¡Busquen a Sierra por cielo, mar y tierra si es necesario! —gritó Cassio cuando se quitó la corbata—. ¿Dónde esta la policía? El poder de Cassio era tan grande, que podía movilizar al ministro del Reino Unido para que moviera la flotilla y las fuerzas armadas por él, y lo haría. Sierra ocupaba un lugar importante en su vida. Fuera de que su matrimonio era necesario para consolidar negocios que se tejieron con los años entre la familia Kauffman y los Lacroux, era su única hija; aquella por la que hizo lo que hizo. —¿Cómo pudo pasar esto? —gritó Cassio cuando estampó el trago en el pilar de mármol en la sala de reuniones—. ¿Cómo? Cassio cuidaba de Sierra mejor de lo que cuidaba de él mismo. Evitaba malas compañías, aun cuando su amiga era una mala influencia. Evitaba que saliera de casa sin escoltas, que aprendiera lo que una dama debía ser, y por supuesto sus leyes. Cassio era un hombre dispuesto a matar porque su hija llegara con vida al matrimonio, y que de pronto se la arrebataran, era impensable. —No sabemos cómo salió —dijo el jefe de vigilancia—. Le juro que custodiamos bien la mansión para la fiesta de la señorita. Cassio azotó la boca y parte de la mejilla del hombre con el dorso de su mano. El anillo en el dedo corazón rasgó su labio, y la sangre manchó su mentón. El pecho de Casio subía y bajaba. Estaba agitado, molesto, y preocupado de quien la tenía. —p**o demasiado en vigilancia para que me digas que no tienes idea de dónde esta mi hija —gruñó cuando apretó los dedos en puños—. ¿Cómo pudo salir de mi fortaleza? El hombre bajó la cabeza y se soltó la herida en el labio. La sangre roja manchaba su piel pálida, y fue el perro obediente que Cassio necesitaba. Perdieron a su hijo, lo más importante en esa mansión, y sufrirían las consecuencias de tal acto. Perdieron aquello por lo que Cassio colocó rastreadores en las camionetas, cámaras de seguridad por todas partes, y gorilas en las entradas para evitarlo. ¿Cómo uno de sus enemigos consiguió entrar? Y la mejor pregunta ¿quién era tan osado para quitársela? —La buscaremos, señor. Cassio apretó más la mano y sus fosas nasales se ensancharon. —No es buscarla —dijo pasivo agresivo—. ¡La hallarán! Cassio volvió a golpearlo, esa vez con el puño, y caminó en grandes zancadas a las escaleras. Subió despavorido hasta el estudio y azotó la puerta. Miró el escritorio, y pensó que si era un secuestro por rescate, lo pagaría por ella, pero si era uno de los múltiples enemigos que hizo a lo largo de los años, no lo soportaría. Su hija tenía mucho valor en su sangre, en su apellido, en su rostro. Era una jodida Lacroux; una de las familias más grandes e imponentes de Reino Unido. Estaban por debajo de la corona británica, y eso lo ganaron por los tratados sangrientos que avanzó de generación en generación. Cassio no era el primer asesino en los Lacroux. Solo era el más reciente en el linaje. La incógnita, la espera, la agonía, era la peor parte. Se emitieron boletines, se cerraron carreteras, se bloqueó la mitad de Londres. Cassio impuso que rastrearan a su hija igual que un niño desaparecido, y hasta usaran los perros para olfatear en las zonas boscosas. Una parte de él pensó que si nadie había llamado en horas, no lo harían. Lo peor llegó a su mente cuando pensó que podían haberla asesinado. Más allá de necesitarla para los lazos entre familias, se creó un vínculo padre e hija que no podía romper. Cassio no se lo perdonaría, cuando hizo mucho por ella, para darle la vida que tenía, y el estatus que portaba sobre su cabeza. Sierra era su debilidad, y sus enemigos lo sabían. —Señor Lacroux —llamó Tarver cuando se asomó en la puerta—. El capitán informó que no han encontrado nada. Las cámaras de vigilancia fueron desactivadas, y la camioneta que se la llevó perdió el rastro. Dicen que el que la raptó es un fantasma. Cassio llevaba la camisa desaliñada, la corbata estaba en el piso y llevaba un trago a medio tomar en la mano. Ni siquiera miró a Tarver cuando le dijo que la policía estaba revisando los caminos y pusieron alertas en las fronteras y en los retenes, que revisaban los automóviles y mostraban el rostro de Sierra. Abrieron líneas para que el que supiera algo de ella se comunicara. Incluso ofrecieron una cuantiosa cantidad de euros por información, pero pasadas las cinco de la madrugada, lo único que tenían era silencio. —¿Teme que sea en venganza? —preguntó Tarver. Cassio miró la estantería donde estaban todos esos libros que se obligó a leer. Miró las letras doradas y rojas en los lomos negros, y soltó un suspiro. El trago estaba tan caliente como su cabeza, y apenas tocó su muela con la punta de la lengua cuando habló. —No tengo enemigos vivos, Tarver —confesó cuando pestañeó dos veces y volvió a suspirar—. Me encargué de borrarlos a todos por ella, por Sierra, por mi niña. Limpié el camino para ella. No hay más que sangre y escombros, y quizá uno que otro fantasma. Tarver carraspeó la garganta y dio un paso dentro. —Nadie ha pedido rescate. Esperamos por horas y no hay respuestas. —Hizo una pausa—. ¿No cree qué? —Mi hija no esta muerta —aseguró cuando Tarver arrastró la silla de cuero para sentarse y Cassio alzó un dedo—. No te invité a sentarte. No te invité a mi despacho. Te invité a la vida de mi hija, pero no me has demostrado que vale la pena tenerte aquí. Tarver tragó y sus pies se arrastraron lejos de la silla. —Hago lo mejor que puedo. Cassio arrojó el vaso vacío contra el filo de la puerta, y el cristal le rozó la oreja izquierda a Tarver. Tarver era un gusano frente al poder de Cassio, y cuando el hombre colocó los dedos en el escritorio y se levantó, vio como Lucifer emergió del infierno. —Sal y tráeme a Sierra —exigió entre dientes—. No me importa si debes arrastrarte como el gusano insignificante que eres, o si te arrodillarás y la olfatearás. Regrésame a mi hija y prueba tu temple, o no me temblará la mano para destruir a tu familia. Sabes que lo hago. Tengo más muertos que alma en el cuerpo. Tarver frotó sus labios y los mojó con saliva, y asintió con la cabeza. El estallido del vidrio contra la madera del umbral continuaba resonando en sus tímpanos, pero caminó sobre los vidrios y salió. Cassio se desplomó de nuevo en la silla y recibió una llamada de un teniente que aseguró tener una pista. Al parecer la camioneta que raptó a Sierra fue vista cruzando Nottingham un par de horas atrás. Fue captada por una cámara de vigilancia en la carretera, y el ejército enviaría drones para que exploraran las montañas. El norte de Inglaterra era rico en montañas, cordilleras y zonas boscosas recónditas. Si el secuestrador la internó en el bosque, la armada la encontraría. Rayando el sol, el jefe de seguridad; aquel al que golpeó tan fuerte que le rompió el labio, apareció en la puerta con temor. Todos los que lo conocían sabían el carácter del hombre. Era bueno cuando quería algo, pero un demonio cuando le arrebataban algo que le pertenecía. Con Sierra no solo se fue la mejor alza de la bolsa de valores en mucho tiempo, sino que se fue la única parte humana que tenía. Con Sierra se fue su corazón. —Tenemos noticias. Cassio lo miró. El morado en donde recibió el golpe se amorató y se enverdeció, pero eso era lo menos importante. —¿Encontraron a mi hija? —No, señor, pero tiene una llamada —dijo cuando llevó a su escritorio uno de los teléfonos que apartaron para la información importante que los demás tuvieran—. Es quien la tiene. La espalda de Cassio se enderezó cuando la verdadera señal de que ella estaba bien llegó. No sabía cómo lo sabía, pero podía sentir a su hija viva cuando sujetó el teléfono. No escuchó más que una pesada respiración al otro lado, y un silencio tenebroso. Él era el gran Cassio Lacroux, y nadie lo disminuía ni lo aterraba. —No me interesa quién eres, ni lo que quieres, pero explotaré tu maldita cabeza si no me entregas a mi hija. Styx sonrió. —Así no negocia un Caronte —dijo tosco, americano, voraz. La confianza de Cassio se derrumbó como un castillo de arenas cuando escuchó la voz del último Caronte al otro lado. Podía saborear la sangre de su madre en sus dedos y boca, y ver cuando colgaron a su padre para fingir suicidio. Podía escuchar los huesos de su hermano crujir por los golpes del mazo de acero, y también podía escuchar la voz del hombre que dejó vivo por un error. —Ese apellido maldito —escupió Cassio. Styx alzó el mentón. —Un apellido inolvidable. Cassio respiró profundo y se levantó de la silla. —Regrésame a mi hija. Tu guerra no es con ella. —Mi guerra es con todos los Lacroux, y en el cuerpo de tu feroz hija, hay mucha sangre Lacroux —respondió Styx. Cassio apretó más fuerte el teléfono y sus dientes. —Si le haces daño… —¿Qué me quitarás? ¿la vida? —preguntó Styx sin darle tregua—. Mi vida se acabó cuando mataste a mi familia. Styx tragó la furia en su lengua, y respiró profundo. Llamó por negocios. Un trueque, un cambio, un sacrificio devastador. —Llamé para que supieras en manos de quien esta tu pequeña, y para negociar —dijo Styx—. Sé que te encantan los negocios cuando ganas, pero esta vez tengo algo que tu quieres, y tu tienes algo que yo quiero. Negociemos para salvar la vida de tu niña. Cassio miró las gemelas de diamante en sus muñecas. —No tengo nada tuyo —mintió cuando resplandecieron. Styx no necesitaba verlo para imaginar su expresión. Era asco lo que sentía por los Caronte; el mismo asco que sentía por su hija cuando la veía en el piso de su nuevo hogar. —Tienes algo que te mantiene caminando y destruyendo personas —agregó Styx cuando sacó una daga de metal forjada por uno de los diseñadores mejor pagados de las joyerías de su padre. Una daga de titanio, con incrustaciones de diamantes incoloros de veinte kilates, un mango de oro sólido, y con el filo de diez mil espadas—. Te daré a tu hija a cambio de tu corazón. Cassio enmudeció ante el ofrecimiento, y Styx continuó. —Ofrécete como sacrificio por la muerte de mi familia, y te entregaré a tu hija —aseguró cuando movió el mango en su mano—. Un corazón vivo, por los que mataste. Cassio quedó estupefacto al principio, pero luego rio; rio tan alto que su risa capturó la atención de sus hombres. ¿Cómo podía reír cuando un posible destripador tenía a su hija? La risa de Cassio no era por su hija. Era por lo absurdo que sonaba lo que Styx le pedía. No le pedía el dinero que les robó, las reservas en las minas de Botsuana, ni sus tratados con la mafia rusa. Quería su corazón en una bandeja, como la de Juan el Bautista. —Destruí a toda tu familia, pero los Caronte son cucarachas que sobreviven —dijo Cassio con desprecio—. Debí pedir que buscaran al hijo pródigo y le arrancaran la lengua. De haberte matado, no tendría este problema ahora. Un error nada más. —Un error que tendrá graves consecuencias. Cassio volvió a sonreír porque Styx era el hijo descarriado, la oveja negra, la decepción de los Caronte. Pensó que su familia no le importaba, y de pronto le arrebataba la suya por venganza. El odio hacia los Caronte se multiplicó, y Cassio mordió su lengua. —Creí que los había exterminado. Styx miró la mesa de madera. —Las cucarachas sobrevivimos —dijo clavando el puñal en la mesa—. Escucha esto muy bien, Cassio Lacroux. Cassio respiró como toro embravecido. —Te quiero en la Torre de Londres esta noche a las ocho —dijo—. Si no tienes las agallas de dar la vida por tu hija, sufrirá. Styx achinó los ojos. —Por cada día que pase, enviaré un dedo de tu hija como recordatorio —dijo sacando el puñal—. Tu eliges cuántos cortaré.
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