—No le cortará los dedos —dijo Cassio cuando se reunió con su equipo, después de saber que el secuestrador era un Caronte—. No lo hará. Es una amenaza vacía, de un hombre vacío.
El coronel con el que se reunió esa mañana, contaba con un grupo de mercenarios dispuestos a casi cualquier cosa por dinero. Era un escuadrón de ocho hombres, anteriormente militares de fuerzas especiales, que dejaron esa parte de su vida atrás para elegir el dinero sobre el lema de cuidar al prójimo. Los hombres podrían encontrar a Sierra pronto, y por ello, Cassio le aseguró al coronel que la amenaza de Styx era mentira, y que eso jamás sucedería. Su hija no perdería una extremidad bajo su guardia.
—Señor…
—Sé que no lo hará —aseguró Cassio cuando cortó el bistec y la hemoglobina escurrió bajo el pedazo de carne roja—. Styx Caronte no tiene la fortaleza para hacerlo. Es igual de cobarde que su padre cuando suplicó como bastardo antes de matar a su hijo.
Cassio hundió el tenedor en la carne y la masticó.
—Esto no es más que una estrategia para hacerme ver débil —agregó cuando bebió un poco de Cabernet Sauvignon—. Si cedo, le daré la razón, y le daré lo que quiere, y no pierdo jamás.
El coronel miró su filete jugoso, y como masticaba la carne.
—Él no quiere a mi hija —dijo—. Quiere mi destrucción.
El coronel era un hombre de armas tomar, y aunque su trabajo era importarle solo el dinero que entraba en sus cuentas fantasmas, su familia importaba. La seguridad de Cassio sobre la vida de su hija, sobre su integridad, era tanta, que el hombre dudó de si su manera de hacer las cosas era por el ego, o por confianza en que el equipo del coronel podría conseguir a su hija intacta.
—Debería replantearlo —dijo—. Es la vida de la señorita.
Los cubiertos sonaron sobre la mesa.
—¿Y la mía no importa? —preguntó mirándolo por un momento, antes de continuar cortando la carne—. Los Lacroux no nos entregamos en bandejas, ni colocamos la cabeza en la guillotina.
Cassio deslizó el pedazo de carne sobre la salsa y masticó.
—Me pidió verlo en la Torre de Londres donde decapitaron mujeres desde mil sesenta y seis —agregó, contándole un poco de la historia sangrienta de Londres—. No es fortuito, ni una casualidad. Lo pidió por una razón, y es que desea mi muerte.
El coronel lo entendía.
—Y si no matará a la señorita.
—Por eso la encontraremos antes.
Cassio terminó su copa y un sirviente rellenó.
—Necesitamos un poco más de tiempo, y algo de motivación —dijo cuando lo apuntó con el cuchillo—. Haré una llamada. Mientras, movilice a sus hombres. Quiero a mi hija esta noche, y la cabeza del último Caronte colgando de una de mis paredes.
En definitiva, lo que pedía era simple, si encontrarla no fuese complicado. Las pistas que había los metían a las montañas del norte. Era terreno no explorado. Sus hombres podrían hacerlo, pero temía que el hombre que se llevó a su hija, colocase trampas en los bosques para matarlos. Desconocían la mentalidad de Styx, y mientras ellos pensaban en la mejor manera, incluyendo un helicóptero o usando paracaídas, Styx abrió la puerta de la habitación de Sierra con un balde de agua fría en las manos de uno de sus hombres. No durmió en la cama. Durmió en el piso, cerca de la puerta, para estar alerta ante cualquier movimiento.
Sus ojos fallaron, el cansancio la doblegó, y acabó rendida. Lucía apacible, angelical, cuando Styx movió la cabeza hacia ella. Su hombre dio un paso, solo uno, y vació el balde en su cuerpo. Sierra gritó por lo helado del agua, y su cuerpo se sacudió aterrado. El cabello se pegó a sus mejillas, y el vestido mojado mostró partes de su cuerpo que estuvieron ocultas hasta ese momento.
—Buenos días, princesa —dijo Styx.
Sierra pestañeó varias veces, se quitó el agua del rostro con ambas manos, y trastabilló para colocarse de pie.
—¿Qué…? ¿Qué haces? —preguntó escupiendo agua.
—Te despierto —dijo cuando otro de sus hombres pasó a su lado con una bandeja de comida—. Servicio a la habitación.
Sierra respiró agitada y dejaron la bandeja sobre la cama.
—No es un Fry up —dijo Styx—. Mi chef no llegó esta mañana.
Eran judías de latas, con rodajas de tomate, una rueda de pan y un huevo más cercano al carbón que al agua como a ella le gustaba. El estómago de Sierra gruñó un poco cuando lo vio, y cuando olfateó algo frito en el plato. Era una dama, una dama hambrienta, pero sobre todo, una dama que no comería esa porquería.
—No comeré nada que provenga de ti. No sé qué tiene.
Styx metió las manos en sus bolsillos.
—Si quisiera matarte, no lo haría con judías de lata. No soy un animal. Dejé el veneno de las ratas, para las ratas —respondió con ese tono mordaz e irónico que a ella le resultaba irritante—. Tienes que comer para que puedas ver la muerte de tu padre.
El corazón de Sierra pulsó una vez.
—¿Qué?
Styx no tenía secretos con la chica. No le importaba lo que pensase de él, ni que lo creyera un animal. Pensaba en hacer todo el daño posible, antes de que sus caminos se separaran.
—Pedí su corazón a cambio de tu vida.
Sierra trastabilló y hundió los dedos en las judías. Era asqueroso, pero no tanto como las náuseas que le provocaba lo que Styx quería de su padre. Su padre no lo merecía, ni ella tampoco.
—¿Por…? ¿Por qué hiciste eso? —preguntó tartamudeando.
—Porque pedir la cabeza hubiera sido excesivamente informativo, y quiero sorprenderlo —respondió Styx gracioso.
Ella achinó los ojos y sacudió la cabeza. Styx era una porquería.
—Eres un… Un…
Styx agrandó los ojos para esperar su respuesta. Ella tartamudeó varias veces, y al final no supo que decir que no fuera hiriente, que aunque lo merecía, no podía pronunciarlo.
—Pobre niña, no puedes pronunciar lo que realmente piensas —dijo Styx cuando miró el vaso de cristal que le dieron en la misma bandeja, con los cubiertos de metal—. ¿Qué soy, niñita? ¿Un déspota? ¿Un hombre despiadado al que no le importan tus derechos? ¿Un neandertal que te raptó de su fiesta bañada en sangre? ¿Un desquiciado que busca venganza? ¿El hombre que quiere la cabeza de tu padre como los guerreros?
Styx dio un paso hacia ella.
—Sí. Eso soy.
Nunca sintió tanta repulsión por una persona, como lo sentía por él. Solo quería acabar con la tortura, y salvar a su padre, por supuesto.
—Eres un animal —dijo al final.
Styx miró el techo y luego a ella.
—Ya sabes lo que dicen de los animales. Somos peligrosos.
Sierra desvió la mirada de Styx al resto de la habitación. Toda la noche, bajo la luz de la luna, buscó algo con lo cual lastimarlo. Pensó, pensó, pensó, y buscó mucho, y cuando miró la bandeja, con la cucharilla y el vaso de cristal, sujetó el vaso. Styx sabía que lo haría, y era una especie de prueba para ver de qué era capaz.
—No dejaré que mates a mi padre —dijo segura, y defendiéndose como nunca en su vida lo hizo—. No te dejaré.
Styx miró el vaso que sostenía en las manos, con un poco de leche. No era bueno darle leche, pero en el fondo, él la veía como una niña; una niña no tan lista, ni tan fuerte como se esperaba.
—¿Qué harás? —le preguntó—. Eres tan frágil como un vaso.
Era cierto. Sierra nunca se defendió. Nunca hizo nada para librarse de Tarver. Cuando la tocó inapropiadamente, no pudo defenderse, y se odiaba por eso. Se odiaba por no tener la fuerza suficiente, y se odiaría aun más si permitía que lastimasen a su padre. Con ella podía hacer lo que quisiera, pero no con su padre. De ahí provenía su fuerza, y estampando el vaso contra la pared, recogió uno de los trozos de cristal y lo apuntó hacia Styx.
—Aléjate de mí, y aléjate de mi padre —ordenó enojada.
Styx miraba como la leche goteaba de su mano.
—Baja eso. Te cortarás, y herida no me sirves.
Sierra no retrocedería. No le daría el placer de acabar con su familia por algo que era mentira. Ella sabía que su padre no le había hecho daño a nadie, y que eso era un secuestro estúpido.
—Dilo —ordenó Sierra—. Di que te alejarás de mi padre.
Las gotas de agua caían de su cabello, su rostro estaba húmedo, y como sujetaba el cristal, se dañaría la delicada piel de la mano.
—¿A cambio de qué? —preguntó—. ¿Qué me darás por Cassio?
Sierra no tenía mucho que ofrecer. Además del dinero, era una chica con pocas opciones. Solo estaba ella. La pregunta era si ella bastaba para que cesase.
—A mí —susurró—. Me tendrás a mí.
Styx mantuvo su rostro inexpresivo. Intentaba entenderla. Le temía, pero era tanto el amor por Cassio, que era capaz de entregarse por él. ¿Existía realmente esa clase de amor? Y si existía. Styx no tenía tiempo para él.
—Seguro imaginaste que soy un pervertido que te encerrará para torturarte y abusar de ese cuerpo delgado y sin gracia. La verdad, princesa, es que no me provocas nada —confesó cuando se acercó un poco y ella apretó más el vidrio—. Mi venganza no es contigo. Es con tu padre, y violarte no ayuda en nada.
Ella tembló cuando escuchó la palabra violación.
—Tu no me importas —aseguró Styx.
Ella apretó los dedos del pie al suelo, y sintió la humedad del agua que lanzaron sobre ella. No había deseo por ella, no había nada hacia ella, más que verla como moneda de cambio.
—¿Cómo sé que no me mientes para que baje la guardia?
Styx dio otro paso.
—Porque de querer violarte, lo hubiera hecho —aseguró—. Eres bonita, pero no lo suficiente para tentarme a tocarte.
La palabra bonita se escondió y se quebró entre todo lo que dijo. Su apellido era lo único que veía en ella, y si no le importaba su cuerpo de manera s****l, tampoco le importaría su vida.
—¿Y si me corto el cuello? —preguntó cuando lo colocó en su yugular—. ¿Qué harás si me desangro frente a ti?
Styx no movió un músculo.
—Te quedaría una horrible cicatriz.
Era increíble que no tuviera miedo. ¿Sería igual con él?
—¿Y si corto la tuya? —preguntó cuando rozó su cuello.
Sus hombres se alertaron, pero Styx no se inmutó. Por más saltones que tuviera los ojos, por más desesperada que estuviese, Sierra era una jovencita sin las agallas para derramar sangre. Estaba desesperada, y era la desesperación la que hablaba. No estaba ni remotamente dispuesta a cortarlo y sacarle una gota de sangre, y por eso Styx estaba tan seguro sobre ella.
—Adelante —animó cuando alzó las manos para que ella viese que no intentaría detenerla—. Probemos qué tanto temple tiene la princesa. Probemos si puedes cortarme un poco.
La mano de Sierra tembló, y sus ojos se encontraron.
—¿Eres solo un rostro bonito o hay algo más debajo?
Sierra dudó. Siempre fue solo algo bonito. Eso era para Tarver, la chica bonita que era su prometida. Nunca fue una persona como tal. Nunca tuvo nada que ofrecer, y cuando miró a Styx, se preguntó quién era ella en verdad. ¿Quién era Sierra Lacroux?
—Suficiente —dijo Styx al empujar sus muslos, quitarse el vidrio del cuello y verla caerse—. Ya sé qué eres.
Sierra miró cuando él movió el vidrio en su mano, y sus ojos se llenaron de lágrimas. No tenía fuerzas para quitarse la vida, ni para lastimar a su secuestrador. No era valiente como imaginó.
—El restaurante cerró —dijo cuando uno de sus hombres levantó la bandeja y se llevó la comida—. Feliz día.
Todos salieron de la habitación, y Sierra se quedó sentada en el suelo mojado. Se apretó los brazos, y lloró. Lloró porque su padre hizo de ella una princesa. No podía hacer nada por sí misma. Era una inútil, una cobarde, y el costo de una vida de privilegios le estaba cobrando factura. Estaba cansada de solo llorar, de estar encerrada, pero no tenía las fuerzas necesarias para salir. Veía como todo avanzaba al otro lado del balcón, y ella estaba encerrada en esa torre sin posibilidad de escape. Solo podía saltar, pero tampoco tenía la fuerza. Estaba hambrienta, sedienta, agotada, y cuando llegó la noche, su estómago dolía de hambre.
Una llave sonó en la cerradura y ella se levantó. El rostro de Styx no era amigable. Había una tormenta en sus ojos, una presión dolorosa en su mandíbula, y una daga afilada en sus manos. El corazón de Sierra se desbocó y Styx respiraba agitado. La miró seca, a oscuras en la habitación, y lo único que sintió fue el deseo de vengarse por el descaro y la avaricia de Cassio.
—Ahora comprendo esto del amor —dijo Styx cuando crujió el piso con sus botas—. Solo funciona la mitad del tiempo.
Los hombres de Styx sujetaron a Sierra y ella gritó preguntando qué sucedía. Llevaron su cuerpo hasta la única mesa sucia que había en la habitación, y colocaron su mano abierta en la madera.
—Demostrémosle a tu padre que no se juega con un Caronte.