Los pies desnudos de Sierra raspaban el sucio del piso. Sus uñas se rompieron cuando forcejeó, y el sudor salpicó su frente y pecho. La empujaron contra la mesa, la aplastaron a la madera corroída, y su mejilla se presionó contra su brazo extendido. Separaron sus dedos y Styx afiló su daga en un cuadro de metal que colgaba de la pared. Los ojos de Sierra estaban cubiertos de lágrimas, su corazón bombeaba tan fuerte que su pecho dolía, y usando una vela, uno de los hombres le acercó el fuego para quemar la hoja. —Soy un caballero, princesa —dijo cuando lamió la hoja afilada con la pequeña llama y cambió de color—. No te causaré un daño irremediable. Mataremos cualquier microbio antes. Sierra gritó y dos de los hombres de Styx recibieron un par de patadas. No importaba el que no le hubiera