Una semana atrás
—Mis amigos del club dicen que un diamante es carbón al que le fue bien bajo presión —dijo Tarver Kaufman cuando le colocó el collar en el cuello y lo enganchó en la nuca—. Para mí, un diamante es el mejor adorno que una mujer debe llevar en su cuello, pero en el tuyo, un diamante es solo un pedazo de carbón.
Sierra tensó el cuello y aguantó la respiración. Sus pulmones escocieron cuando lo enganchó y sus ojos se abrieron cuando sus dedos le tocaron la tierna piel de la nuca. Tragó saliva gruesa y finalmente respiró y soltó el aire entre sus dientes. Los pequeños diamantes redondeados, eran apenas ocultados en el círculo de oro y flores de diamantes. Tenía un dije en forma de gota con un diamante del color del zafiro, y las hojas se reducían hacia la nuca. Pesaba un poco, y el valor era cuantificado con el deseo que hervía en las manos de Tarver por poseer el cuerpo de Sierra.
—Un regalo de cumpleaños anticipado —dijo en su oreja.
Ella se tocó el collar que no podía ver, y bajo el tacto, con sus huellas, podía distinguir el corte del carbón y lo pulido de las joyas. Su padre la perfeccionó en el mundo de las joyas, y le dijo que algún día tendrían tantas, que necesitaría una habitación para todas. El día había llegado, y los diamantes estaban por todas partes. El imperio de su padre finalmente se había erigido.
—Es hermoso —dijo cuando pasó los dedos sobre las hojas de oro blanco y los pequeños diamantes—. No debiste molestarte.
—Tonterías —dijo cuando usó la punta de su índice para tocar el centro de su nuca y apenas descenderlo sobre el collar y el comienzo de su espalda. Sierra se tensó y él sonrió orgulloso—. Serás mi esposa, y llenaré tu cuello de diamantes cada día.
El dedo de Tarver llegó hasta el borde de su vestido plateado, y tocó el hermoso bordado. Tenía dos tirantes de tul y seda que colgaban de sus hombros, y el escote en corazón aumentaba el tamaño de su pecho. El cabello plateado caía sobre su hombro derecho, y Sierra volvió a cerrar los ojos cuando sintió el cálido aliento de Tarver en su nuca y oreja. El hombre la acechaba como si fuera su presa, y sus palmas sudaban cuando estaba cerca. Le aterraba estar a solas con él, porque le aterraba el sexo. Era virginal, pura, blanca. Su padre mantuvo su pureza para su matrimonio, y el aroma que brotaba de los poros de Sierra, eran feromonas para Tarver cada tarde que la visitaba en la mansión.
—Ansío el día que seas mía —susurró cuando pasó el dedo por el borde de la nuca y su aliento la erizó—. Solo mía.
Sierra apretó sus manos sobre su estómago tembloroso y despegó sus labios para botar el aire. Estaba nerviosa, y no buscó ayuda con la mirada. Sabía que algún día, dejaría de ser virgen, y que sería en las manos de Tarver Kaufman, su novio de diez años.
—Si algo amaré de nuestro matrimonio, será la noche de bodas.
Unos zapatos derby rasparon el mármol del piso, y una mirada penetrante se posó sobre la mano que tenía Tarver en su cuello.
—No olvides donde estás, Tarver —dijo el señor de la mansión.
Tarver quitó su mano del cuello de Sierra, y ella respiró.
—Disculpe, señor Lacroux —soltó cuando carraspeó su garganta y guardó una mano en el bolsillo del pantalón—. Sé lo importante que es Sierra para usted, y por eso le agradezco haberme elegido como su futuro esposo. Estoy en deuda con usted.
Cassio Lacroux le entregó su portafolio a uno de sus hombres para que lo dejara en su despacho, y recibió su copa de coñac de la mano de una de las empleadas. Otra recibió su saco y lo estiró con las manos a medida que subía las escaleras. Cassio imponía carácter, su apellido tenía poder, y su mansión seguí aun orden específico que no debía alterarse. Cena a las ocho, todos dormidos a las diez, desayuno a las ocho, almuerzo a las tres. Tenis, golf y equitación los fines de semana, y una cena cada domingo con Sierra. Su agenda era inquebrantable, e incluso las visitas de Tarver eran bajo la supervisión de los ojos de Cassio.
—Tomo en consideración lo que piense y quiera mi hija, pero nuestras familias deben unirse —dijo cuando acarició la mejilla de Sierra y ella sonrió ante el suave contacto del cariño genuino de su padre—. Esta escrito en nuestros libros sagrados.
Sierra sintió la ausencia cuando su padre usó la misma mano con la que la acarició, en su cuello para aflojar su corbata.
—Pronto será el cumpleaños de Sierra, y una semana después será la fusión de familias —dijo Cassio cuando miró a Sierra y sus ojos cayeron en el collar brillante—. ¿No estás emocionada?
Sierra estaba encerrada dentro de su propio cuerpo. Siempre le dijeron que sobrevivió a ese accidente por una razón: complacer a su padre; aquel que daría la vida por ella. Después de la muerte de su madre, solo ella quedaba en la vida de Cassio, y su deber como la primogénita y única, era asegurar el linaje Lacroux dándole tantos herederos varones como su padre quisiera.
—Más de lo que puedo expresar en palabras —susurró al final.
El pecho de Tarver se abombó como globo de helio. En su mente retorcida pensaba que ella lo amaba, que lo deseaba y que ese matrimonio era lo único que Sierra deseaba para su vida. Y cuando ella lo miró con esos ojitos de conejito feliz, él le sonrió y miró su reloj para comprobar que se hacía tarde para volver.
—Te veré pronto, Sierra —dijo cuando besó su mejilla—. Pido cada noche porque llegue el día en el que no debamos separarnos.
Tarver se despidió de Cassio y el hombre asintió una vez. Una de las empleadas lo acompañó a la puerta, y Sierra sintió el peso de los diamantes. Eran solo unos pocos gramos, pero cada vez que le colocaba una joya en el cuello, en las muñecas o ese anillo de diamantes en su dedo, se sentía igual que los grilletes de prisión.
Su padre terminó su trago y le colocaron uno nuevo en la mano. Ella se acercó al espejo de metal sobre una pequeña mesa de flores, y miró la joya. Cada una era más hermosa que la anterior, y era un p**o por el cuerpo que sería entregado a Tarver pronto.
—Es hermoso —dijo su padre cuando tragó el coñac y movió los hielos en el vaso de cristal—. Cuídalo. Costó mucho conseguirlo.
Ella enfocó los ojos oscuros de su padre.
—¿Sabías de este regalo?
Cassio se acercó de nuevo a ella, y le quitó el cabello del rostro.
—Yo lo sugerí, preciosa —corrigió—. Alístate para cenar.
Sierra quiso preguntar algo más, pero el teléfono de Cassio sonó y se alejó para responder. Ella se miró una vez más, y no vio diamantes, vio un collar de metal con ocho balas de escopeta, que se dispararían si se rehusaba a casarse con Tarver. Sierra soltó el aliento. Muchas veces pensó en hablar con su padre, pero fue su padre quien escogió a Tarver para ser su esposo. Lo escogió cuando solo eran niños, cuando jugaban en el campo de golf y cuando se metían juntos alas piscinas del club. Los unió antes de toda la sangre, antes de la muerte, antes de sentenciarla.
Sierra se lavó las manos, se refrescó, y se quitó el collar que dejó en manos de su sirvienta especial para que la guardase junto al resto. Su cuello delgado y esculpido no necesitaba nada.
Sierra bajó de nuevo las escaleras para encontrarse con su padre en el comedor amplio y elegante, pero su padre llevaba de nuevo su maletín y el saco sobre sus hombros.
—¿Saldrás? —preguntó consternada de que rompiera la tradición—. Cenamos todas las noches juntos. Es tradición.
Cassio le sonrió con ese cariño desmedido.
—Tengo trabajo, pero estaré en la mesa en la mañana —dijo cuando lo prometió con la mirada—. Lo prometo.
Cassio dejó a Sierra comer sola, y dormir sin su protección en ese enorme lugar, mientras él celebraba la caída de los Caronte. Estaba sentado alrededor de una mesa de póker, jugando con los mismos hombres que lo ayudaron a terminar con la familia. Bajo sus relojes costosos, sus anillos de oro y sus gemelas de diamantes, estaba la sangre de los Caronte: la familia que los hacía celebrar. Las risas en eco, las fichas, el sonido de las copas, la pulsación de su sangre y el corte de las cartas hizo que Cassio mirase a los cinco hombres en la mesa, entre ellos, su consuegro de matrimonio. Cassio lo dijo: sus destinos estaban marcados en el gran libro.
Gustav Kaufman estaba sentado frente a él, con un full en las manos y dos dedos golpeteando la mesa de madera pulida. La unión de las familias fue algo que siempre esperó, que deseaba con ansias, y que de cierta manera era una alegoría a que si nunca pudo tener a la esposa de Cassio, tendría a la hija.
—La venta de tu hija se concretará en una semana —dijo Alfred cuando giró una ficha sobre la mesa—. Casi llega el día.
Cassio miró los ceniceros llenos, dos mujeres bailando al fondo del salón, y una barra privada donde solo alzaban el dedo y un hombre rellenaba su vaso o le cambiaba el licor. El humor olía a habanos de mil dólares y a whisky muy bien añejado.
—Nunca lo haría. Sierra fue lo único bueno que me dejó mi esposa, y no la pierdo, gano con ella —dijo cuando pasó el pulgar por sus cartas—. La protegeré de la muerte si es necesario.
Gustav alzó una ceja.
—¿Y si la muerte toca a tu puerta pronto? —preguntó.
—Estoy preparado —aseguró mirándolo—. Conozco las consecuencias de lo que hice, solo que no habrá consecuencias. No queda nadie de los Caronte que pueda enfrentarme.
Cassio desplomó las cartas sobre la mesa. Una flor imperial.
—Hoy, mañana y siempre, los Lacroux conseguimos lo que queremos —dijo sonriendo—. La casa siempre gana.
El humo de los habanos, así como el perfume, siempre dejaba un rastro que solo un buen rastreador encontraba. Cassio dio por terminado el problema cuando acabó con la familia, y en lugar de negociar, asesinó al hijo menor de la familia, luego colgó al padre para que simulase un suicidio, y llevó a la madre a la tumba. Destruyó todo lo que era el apellido Caronte. Pensó que era todo, que no quedaba nada, pero incluso bajo las rocas, se escondían las serpientes más grandes. Cometió un error, uno mortal.
—Señor —llamó uno de los pocos hombres que escaparon de la masacre—. Esto es todo lo que su padre dejó antes de colgarse.
Styx Caronte miró las ruinas de la mansión donde creció, arder en las últimas llamas que la derribaron. Vio la edificación de la vida de su padre convertida en cenizas, y el humo escalar hasta el cielo. Eran pasadas las nueve de la noche cuando recibió la carta que su padre dejó, y miró al hombre que se la entregó.
—¿Y mi madre?
—Enterrada en el mismo cementerio que su padre y su hermano —dijo cuando bajó un poco la cabeza—. Lo lamento.
Styx guardó la carta en el bolsillo de su gabardina.
—Llévame con ellos —ordenó cuando el relámpago rompió.
Lo subieron a una camioneta y lo llevaron a la tierra movida y mojada, y las pocas flores que pudieron colocarle. Había un lomo en la tierra por los cadáveres, los tres apilados como animales. ¿En qué momento su familia se convirtió en el foco de un asesino?
—No importa si no estábamos juntos. No importa si estaba reacio a mi lugar en el negocio familiar. No importa los años que tenía sin hablar con ustedes —dijo Styx con un grueso tono de voz que chocaba con los relámpagos en el cielo oscurecido—. En un cementerio oscuro, solo importa una cosa: venganza.
El cielo se abrió como una represa, y los escoltas fueron por un paraguas a la camioneta. El cabello oscuro de Styx cubrió su frente, e inclinándose por última vez, tomó un puño de tierra y barro y lo apretó con tanta fuerza, que escurrió mojado de entre sus dedos.
—Juro por esta tierra maldita, que los Lacroux pagarán con su sangre por aquella que derramaron por poder —aseguró cuando soltó el barro y hundió los dedos en la tierra mojada hasta ocultar toda su mano, y su visión se nubló por la tormenta que caía sobre su cuerpo—. Vengaré su muerte, hasta mi último aliento.
Styx sintió la tierra, y como si le diera fuerza, cerró los ojos y escuchó como el cielo reventaba por la tormenta.
—Y sé exactamente donde comenzar.