Hace diez años, Londres, Inglaterra...
—¡Lo siento, Alexander, debo irme! ¡Mi madre me llama! —exclamó Ivanka, su voz llena de temor y aprehensión.
—Pero, Ivanka, quédate un rato más. Si quieres, dile a tu madre dónde estás para que se quede tranquila. —La sujetaba del brazo, desesperado por retenerla—. Por favor.
Sin prestar atención a los llamados de la madre de Ivanka, Amanda, el aristócrata y hábil jinete profesional Alexander se aferraba a no dejarla escapar. Desde el primer momento en que sus ojos se encontraron, sintió un destello de amor a primera vista que lo dejó sin aliento. Cada fibra de su ser le gritaba que no podía dejarla marchar fácilmente, pues en ella había encontrado la plenitud que siempre había anhelado. Entonces, Ivanka, al ver la tristeza en los ojos del joven, nerviosamente le dijo:
—Oye, si quieres, dame tu número de teléfono. Te llamaré en cuanto me desocupe y nos veremos pronto, la próxima vez que venga a este país.
—¿En serio me llamarás? —preguntó Alexander, con los ojos llenos de enamoramiento.
—Claro que sí, dame tu número. —Me encantaría volver a verte, Ivanka. Eres simplemente hermosa.
Lleno de alegría y emoción, Alexander logró conseguir el número de teléfono de la encantadora rubia. Sentía que todo el mundo se iluminaba ante la posibilidad de escuchar su voz y estar cerca de ella de nuevo. Sin embargo, un infortunado e inesperado contratiempo impidió que ella pudiera llamarlo de nuevo.
Diez años después, tiempo actual...
—Oh... no te vengas todavía, te lo ruego, por favor—, supliqué entre jadeos.
—Date la vuelta —, ordenó Alexander con una autoridad implacable.
Las gotas de sudor resbalaban por mi rostro y espalda, testigos del ardor que nuestras embestidas habían desatado. En medio de la fogosidad del momento, apenas podía recordar el nombre de la mujer con la que estaba compartiendo esta apasionada experiencia. ¿Sofía? ¿Olivia? Su identidad no era relevante para mí, lo único que me cautivaban eran sus prominentes pechos que se escapaban insinuantes de su vestido rojo, prendiendo en mí desde el instante en que la vi adentrarse en la fiesta de inauguración de uno de mis majestuosos hipódromos. Y tambien porque... era rubia y se parecia a... esta tal Ivanka que no sale aun de mi cabeza a pesar de haber pasado ya diez años.
A esta rubia que ni le se el nombre la tenía tumbada de costado, pero anhelaba colocarme sobre ella para contemplar su rostro mientras alcanzaba el clímax. No sé si se trata de un fetiche, pero me gusta percibir las expresiones que cada mujer expresa mientras hacemos el amor. Aunque en ese instante, ninguna de ellas se asemejaba ella, la tal Ivanka de la que me pregunto dónde estará ahora.
—¡Date la vuelta! —ordené con una respiración entrecortada, todavía completamente erecto. Ansiaba alcanzar mi propio clímax, pero debía contenerme y observarla llegar al suyo.
—¡Sí, por supuesto! —respondió obediente.
Siento una atracción especial por las extranjeras, creo que es por Ivanka porque su acento era norteamericano, pero bueno por ahora me gustan especialmente las de Europa del Este, su exótica belleza mezclada con una sensualidad irresistible me fascina. Ucranianas, rusas, polacas, lituanas, todas son igual de cautivadoras, mi mejor amigo me dice que es porque son rubias y me recuerdan a ella pero no lo sé, a lo mejor… es por eso.
Pero bueno, las europeas del este son hermosas y, lo más importante, fáciles de conquistar. Basta con hablarles en mi acento británico y mencionar mis prestigiosos hipódromos para tenerlas rendidas a mis pies. No tengo que esforzarme mucho. Desconozco la procedencia exacta de esta chica, pero esa información carece de importancia para mí, lo único que importa es el momento presente. Ella abre sus piernas invitándome una vez más a penetrarla con intensidad. Me arrodillo en la cama y, con una mano firme, guío mi virilidad hacia su interior. Disfruto de la sensación de su humedad, no necesito usar saliva, todo fluye con naturalidad.
—Mmmm, qué deliciosa estás —la halago mientras me sumerjo en ella, permitiéndome ser rudo en nuestras embestidas.
—¡Ah, Alexander, me excitas demasiado! —me exalta entre gemidos, mirándome de manera seductora, anhelando que continúe con la misma intensidad.
Mis manos se aferran a sus caderas mientras la miro fijamente a los ojos, luciendo una sonrisa cargada de malicia. Mi mirada recorre esos sensuales labios que tan bien me dieron placer con una buena felación momentos antes de llegar aquí. Estoy dentro de ella, observando cómo su cuerpo se tensa y cómo su boca se abre cada vez más. Es curioso que ella sepa mi nombre y yo no el suyo, pero eso no importa en este momento de pura pasión. Al principio, me muevo lentamente, atrayéndola hacia mí con las manos en sus caderas, mientras observo cómo gime sin control. Pero ahora, deseo aumentar el ritmo, quiero que sus gemidos resuenen aún más, que se vuelva loca, que me recuerde.
—¡Ah... ära tule, ära tule! —me dice, entre gemidos y embistes, pronunciando palabras que no logro comprender del todo.
—Por favor, en mi idioma —le ordeno, sin dejar de arremeter contra ella.
—Oh, lo siento, aún no... no te vengas —responde, traduciéndome, aunque desconozco qué idioma sea.
Domino tres idiomas, pero los del este de Europa no están entre ellos, simplemente no son relevantes para mí. La observo, excitado, mientras su cuerpo se vuelve aún más húmedo y disfruto del movimiento de sus caderas en perfecta armonía con el mío.
—¡Sí, continúa así! —la animo, deseando recibir aún más placer.
He estado sometido a un gran estrés últimamente y he descubierto que intimar con una mujer es la única forma en la que puedo encontrar la calma. En mi adolescencia, el alcohol o una pequeña línea de polvo mágico tenían ese efecto tranquilizador, pero esos tiempos han quedado atrás. Ahora, a mis casi treinta años, encuentro más satisfacción en hacer el amor con mis conquistas de turno. En este momento sudoroso y jadeante, me inclino hacia ella, siento cómo mi cuerpo se acelera y desea alcanzar el clímax.
Mi pecho aplasta sus generosas tetas y, con mi espalda húmeda, experimento el incisivo contacto de sus largas uñas rojas sobre mi piel. La miro fijamente, esperando capturar su rostro en el momento cumbre del éxtasis. Ese es mi fetiche: presenciar su expresión mientras llega al clímax e imaginarme que es… Ivanka. Veo cómo sus ojos se vuelven blancos y cómo clava sus uñas más profundamente en mí, gimiendo con una voz aguda y descontrolada. Continúo embistiéndola tres veces más antes de alcanzar mi propio clímax, liberando toda la fuerza acumulada con un estruendoso gemido de placer.
—¡Oh!... ¡Mierda! —exclamo, llegando al climax junto a ella.
—¡Ah! —escucho su gemido, mientras me mira con una mezcla de dolor y deleite, algo que realmente me complace.
Adoro esa mirada en las mujeres, se convierte en una especie de anhelante aprobación de mi desempeño. Ambos temblamos, luchando por recobrar el aliento, y me separo bruscamente de ella para descansar boca arriba, rechazando la idea de establecer cualquier tipo de conexión. No sé por qué, pero la mayoría de las mujeres no me importan y debo reconocer que es por esa obsesión por esa tal Ivanka lo cual es absurdo porque ni siquiera intimamos. Mi corazón palpita aceleradamente, como si hubiera corrido una maratón extenuante.
Necesito recuperarme un poco. Sin embargo, de pronto escucho un sollozo en susurros que me desagrada, parece que está a punto de llorar. En silencio, todavía jadeante, volteo mi rostro y la observo, coloca sus manos temblorosas sobre su rostro y las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos. Frunzo el ceño, descontento. Esta es una de esas mujeres que después del orgasmo se derrumban emocionalmente.
—¿Qué sucede? —le pregunto, hipócrita, aunque conozco la respuesta.
Para no comportarme como un completo imbécil y demostrar un falso gesto de caballerosidad, permito que se acerque y que recueste su cabeza sobre mi pecho. No puedo evitar sentirme incómodo, deseo escapar de esta cama, de mi cama.
—Ay, lo siento. Siempre me pongo un poco sentimental después de terminar
—Oh, claro.—digo con hipocrecía.
La rubia seca sus lágrimas y luego, con esa misma mano, comienza a acariciar mi abdomen, descendiendo lentamente hasta llegar a mi miembr0 aún cubierto por el condón. Siento repulsión ante sus caricias, especialmente porque ella asume que busca una segunda ronda.
—Fue un placer conocerte —comenta ella, mientras traza círculos con una de sus uñas sobre mi pecho; pero cada vez me siento más irritado.
—Qué bueno —respondo de forma cortante, deseando evitar una estúpida y fastidiosa charla post-coito.
Con sutileza, aparto su mano, me levanto de la cama y me siento en el borde.
—Lo siento, tengo asuntos que atender... Sofia. No puedo tener una segunda ronda —invento un nombre porque, si en algún momento me dijo su nombre, no logré retenerlo.
No soy el tipo de hombre que tiene múltiples encuentros con mujeres de una sola vez, no quiero que piensen que son mis novias. Ya tengo suficiente con el fastidio de mi ex, como para lidiar con estas mujeres que buscan algo más después del sexo casual.
—No me llamo Sofia... soy Annika —responde, algo decepcionada, pero no me importa, su nombre me parece más propio de una mascota.
Para no parecer demasiado desconsiderado y evitar que se sienta aún peor de lo que ya está seguramente, le respondo de manera hipócrita antes de levantarme.
—Oh, perdón. No soy muy bueno con los nombres
—¿Te vas ya? —me pregunta con la voz ligeramente quebrada mientras me sigue con la mirada.
—Sí, debo darme una ducha. Tengo muchas cosas que hacer. Muchos apostadores se han inscrito hoy, y tengo otra fiesta esta noche además de numerosas carreras a las que debo supervisar, asegurándome de que mis caballos y jinetes estén en condiciones —respondo con sequedad, deseando que se vaya.
—Oh... pensé que tendrías el día libre —dice, con una expresión de decepción que me hace apartar la vista, aunque me resulta incómodo.
—Nunca tengo días libres. Y... lo siento, Annika —respondo con autoridad, para dejar en claro que no somos nada más que dos extraños que acabaron compartiendo un momento de placer.
Luego, para que no se sienta tan usada camino hacia mi gran closet y abro un pequeño cajón. En su interior, hay un pequeño reloj de oro con pequeñas incrustaciones de diamantes que vale más de cinco mil libras, sé que le gustará a quien no.
—Oye... Sofia, toma este regalo —le ofrezco, aunque nuevamente confunda su nombre, sin perder la oportunidad de mostrar cierta hipocresía. Lanzo el reloj sobre la cama, mientras me dirijo al baño.
—¿Es enserio, me… vas a dar un reloj casi que como p**o? —pregunta, con voz quebrada, siguiéndome con la mirada.
—Sí, voy a tomar una ducha. Te dije que tengo muchas cosas que hacer. Muchos apostadores se han inscrito hoy, tengo otra fiesta esta noche y muchas carreras por supervisar. Por favor, avísale a Magda si deseas algo que beber —respondo con una expresión cortante, deseando alejarme.
—Oh, creí que... estariamos juntos y tendrías el día libre —responde con una expresión decepcionada, sin importarme en lo más mínimo.
Me dirijo al baño, respondiéndole con sequedad:
—Nunca tengo días libres. Y... lo siento, Sofia.
—¡Ah, imbécil, me llamo Anikka!—exclama ella lanzandome el reloj al suelo.
—Como quieras —contesto con indiferencia, antes de cerrar la puerta del baño y dejarla atrás, decepcionada pero no me importa. Mi hermano Antonio me dice que tal vez con la actitud que tengo con las mujeres tal vez los cielos me castiguen, pero no lo creo jeje.
Alexander Wallas era un atractivo millonario de veintinueve años, primogenito de los condes Henry y Rosa María Wallas. Su tez era blanca, y tenía unos grandes ojos verdes hipnotizantes, los cuales atraian a todas las mujeres y a su vez, su físico atlético debido a la pasión por la equitación desde temprana edad. Poseía una impresionante fortuna heredada de su tatarabuela, lo cual le permitió crear varios hipódromos y centros de equitación en diferentes países de Europa.
Era considerado uno de los mejores jinetes menores de cuarenta años en todo el continente. Aunque era cariñoso con los animales, su actitud hacia las personas era algo arrogante debido a su crianza mimada y su creencia de que el mundo giraba en torno a él. Aunque tuvo relaciones sentimentales, ninguna duró mucho, ya que su amor por los caballos superaba a cualquier otra persona y también por aquella pequeña obsesión de recordar a Ivanka aquella mujer que hasta ahora nunca lo había llamado y desapareció de su vida misteriosamente, pero por cosas de la vida muy pronto la volvería a encontrar.