Lágrima de esperanza

1678 Words
El día sigue nublado y con pronóstico de volver a llover, al igual que ayer, lo cual es raro teniendo en cuenta de que es plena temporada de primavera. Caminar por las tranquilas calles del vecindario es una de las únicas cosas que me relajan, respirar aire puro, ver pasar a las personas y a los vehículos uno tras otro, sumergidos en su mundo… Es una buena forma de conectar unos instantes con la realidad, con la naturaleza que nos rodea, y con esta sensación tan extraña en mí, esa paz y quietud inquebrantable que envuelve el espacio-tiempo en el que uno cierra los ojos y tan sólo respira, inhalando y exhalando con tranquilidad, sin el apuro de la vida diaria. La High School New Rochelle queda a unas cinco cuadras de mi casa, por lo que siempre iba caminando y disfrutando estos veinte minutos de calma. Derek me envió un mensaje de texto antes de salir de mi casa, diciendo que me quería ver en la entrada de la escuela antes de las clases, y como inevitablemente debo pasar por allí, no me queda opción. A una cuadra antes de llegar al gran terreno que cubre la escuela secundaria más linda que jamás vi ‒y por la que mis padres pagan echándome en cara que mi futuro a ellos les cuesta el doble para que sea bueno y no me junte con los “vagos y maleantes muchachos” que asisten a la secundaria pública‒, diviso el nuevo coche deportivo de mi novio. Una risa se escapa de mis labios al recordar de qué lugar ilegal vino el dinero para aquel carro tan costoso, y claro, su madre hizo todo el trabajo para darle a “su bebito”, como suele llamarle, el mejor carro para que lo envidien y pueda subir a muchas chicas. Y allí está, apoyado de brazos cruzados, en el árbol en donde nos dimos nuestro primer beso hace casi dos años. De perfil sigue siendo tan perfecto como en aquellos años, con ese aire jovial y despreocupado, y con esa esperanza en los ojos; una que, al alzar la mirada y conectarse sus ojos con los míos, ya no tiene… —Hola —musito al llegar a su lado, él me da una pequeña sonrisa de lado, intentando acercarse para envolverme en sus brazos, pero lo aparto, poniendo mi mano sobre su pecho con la mirada clavada en mis pies. —Enserio lo lamento tanto, bebé —distingo angustia en su voz, y el brillo de sus ojos me dice que es honesto, y que en verdad lo siente… Pero el dolor en mis costillas sigue estando, y de nuevo, el hueco de soledad se abre en mi pecho, ahogándome. —Lo sé… Te creo, pero lo que pasó… —toma mis manos y las acuna en su pecho, en donde puedo sentir el bello latido de su corazón, ese sonido con el que siempre me calma como un suave arrullo. —No lo digas, ¿sí? Sólo… Sólo déjame arreglarlo, déjame hacer algo, lo que sea, para compensar mi horrible actitud —su voz es un susurro ya cerca de mi oído, y sé que, si sigo aquí, con él, dejaré que me abrace y que todo vuelva a ser como antes. Una parte de mí quiere eso con todas las fuerzas, aferrándose a lo único que conoce como bueno y anhelante, pero, por primera vez, otra parte de mí, quizás una leve y difusa voz en mi cabeza, dice que no, que esto no va a dejar de ser doloroso; porque por más que me haga feliz, también me hace sufrir, y ya el dolor superó el límite, cruzando la delgada línea entre el deseo, y el tan básico y primitivo instinto de supervivencia. Algo tengo que hacer para salvar lo poco que queda de mí, de la Coraline Frank que un día fui. —¿Podemos hablar luego, por favor? Y sin esperar respuesta corro hacia la escuela, entre la multitud amontonada en la entrada. Corro sin dirección, llegando por instinto al baño de chicas, y me encierro en uno de los cubículos dejando salir todo ese llanto atorado de hace tanto en mi garganta. No soy consciente de cuánto tiempo pasa, hasta que la puerta se abre de un portazo y mi amiga me abraza fuertemente, sosteniéndome y dejándome ver que ya no tengo fuerzas ni para sostenerme en pie sola. Pasan unos minutos más, y ya fuera del baño sólo se escucha un silencio sepulcral, que parece resonar como pitido en mis oídos. —Nos perdimos la bendita clase de historia —balbuceo limpiándome la cara con el agua del lavamanos. —Debes parar con todo esto, Cora —sus mejillas tienen surcos de lágrimas secas, y comprendo que estuvo llorando en silencio conmigo—. Algo debemos hacer para cortar con todo esto, ya no lo soporto. —Lo único que podría sacarnos de esto, es escapar y tener una nueva vida lejos de aquí —susurro recostándome en la fría pared de azulejos del baño, y cerrando los ojos concentrándome en el tacto helado. —Bien —la escucho limpiarse la nariz y aclarándose la garganta, como cuando quiere decir algo importante—, hagámoslo. —¿Hacer qué? ¿De qué hablas? —pregunto totalmente confundida, y viendo que saca su celular del bolsillo. Teclea con decisión unas cosas que no logro ver, y luego de sonreírle a la pantalla, me enseña lo que hay en ella. Muestra una ciudad cercana, el Bronx, en donde se puede apreciar un enorme parque desde el GPS del mapa satelital. Enarco una ceja, boquiabierta ante la idea de Vane, y mi mente se vuelve en blanco. ¿Qué pasaría si realmente nos vamos de aquí? ¿Podríamos salir adelante solas frente al mundo cruel, que bien sabemos, es la realidad? Dentro de lo que nos costó llegar hasta aquí, en nuestra vida cotidiana e impuesta por las familias y el entorno que nos tocó, no se me hace tan descabellado. Incluso, podría decir que hasta suena más real que seguir soportando y esperando a que aquí, en New Rochelle, las cosas para nosotras cambien a mejor. Pero hay un problema mayor… —Aún somos menores de edad —ella me da una amplia sonrisa, y sé que algo se le ocurrió. —Ven, sígueme —toma mi mano y me jala con prisa por los vacíos pasillos de la escuela. No tengo ni idea de a dónde pretende llevarme, pero no encuentro nada lógico, ya que hablábamos sobre nuestro impedimento de la edad para poder irnos. Lo más seguro será planear marcharnos de aquí cuando cumplamos la mayoría de edad dentro de dos años, sin dejar posibilidad a que nuestros padres arruinen algo más en nuestras vidas; sin que nos prohíban la libertad. Salimos de la escuela por la puerta junto a los vestidores de mujeres en el ala Este, que da directo a la cancha deportiva al pie del lago Huguenot Lage, que regala una vista impresionante y hermosa, sublime ante el entorno en el que uno está acostumbrado a vivir. La realidad parece cambiar junto al compás del tranquilo movimiento de su agua de un verde casi traslúcido, y los frondosos árboles que rodean la orilla le aportan una belleza natural. Pero lo que en verdad da ese aire a película de ensueño, es el puente que lo cruza de lado a lado, recubierto por unas inmensas enredaderas. Atravesamos corriendo el resto del campus, hasta la cerca que delimita la cancha con el Museo de Arte y Cultura, que se alza imponente con la amplitud de su estructura de ladrillos vistos rojizos, y su pequeño invernadero a un lado de la entrada, repleto de plantas vivas y coloridas. El chico de cabello castaño está recostado sobre el césped, con su mochila tirada en el suelo a un lado suyo. Cubre sus ojos con el pliegue de su codo, y en la otra mano estirada sobre el suelo sostiene un cigarrillo a medio fumar, algo típico en él. —Oye, Logan —mi amiga se sienta a su lado, quitándole el cigarrillo y dándole una calada. —Qué quieren, mis niñatas favoritas —sonríe algo adormilado, sentándose y estirando la espalda—. ¿Qué hacen aquí tan temprano? ¿No deberían estar en clase de historia con ese aburrido vejete? —Claro, igual que tú —respondo sentándome junto a ellos, mientras Vane me lo pasa y lleno mis pulmones de ese humo que cosquillea por unos segundos, hasta largarlo junto con un pellizco de la tensión que cargo. —¿Qué no podemos pasar tan sólo a ver a nuestro querido amigo? —ella imita un falso tono de ofensa, a lo que él le empuja el hombro con cariño. —Todos aquí sabemos que no hacen nada sin un motivo jugoso —le devuelvo el cigarrillo, y él quita la ceniza con unos toques con el dedo pulgar en la colilla—. Viniendo de ustedes, siempre es un misterio, nada es una banal caridad. —Uh, justo en mi corazón —llevo una mano a mi pecho agachando la cabeza y escucho la risa de ellos que me saca una sonrisa. —Necesitamos pedirte un favor —larga ella, y la observo con una latente incógnita y total atención—. Haremos un pequeño viaje de última hora, y necesitamos documentos “ligeramente” modificados —ella se muerde los labios reteniendo inútilmente una sonrisa, y él suelta una risotada entusiasta. —¡Lo sabía! Logan O’Connell jamás se equivoca —saca su celular y con actitud de oficinista nos observa atento—. Ahora, bien, define “ligeramente”, aunque… puedo darme una idea a lo que te refieres. Una sonrisa con falsa inocencia ilumina el rostro de Vanessa, mientras en sus ojos veo el destello de una macabra idea que, conociéndola tan bien, me encantará a pesar del nerviosismo que se acentúa en mi pecho.
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