Cayendo en el vacío…, otra vez

2030 Words
El despertador suena sobresaltándome como todos los días, vivir con los nervios de punta constantemente ya me es natural. Anoche no recuerdo a qué hora me quedé dormida, luego de recibir más gritos de mis padres por no verme “estudiando para la escuela o estudiando la Biblia y rezando” como ellos quieren. Los exámenes en la escuela son dentro de una semana y, sinceramente, es en lo que menos pienso. Con pesadez, me levanto de la cama estirando mi dolorido cuerpo. Hoy debería volver a verle la cara a Derek, y actuar como siempre, como si nada pasara. Muchas veces mi mejor y única amiga Vanessa me ha preguntado el porqué de seguir con él, de seguir soportando su drama y su forma de ser… Pero estar con él, esos pequeños momentos de felicidad plena que me hace sentir, es lo mejor que me ha pasado en años. No todo es oscuro, a la vez que no siempre fue todo amargo. Hace casi dos años que somos novios, y un año antes fuimos buenos amigos. Y escaparme con él era mi momento de paz mental en los días en los que no podía soportar más toda la carga. Con una sonrisa nostálgica en el rostro me observo en el espejo, y noto el peso de esos años y de la realidad en la que vivo. Tengo dieciséis años, pero aparento más edad. Mi cuerpo es delgado por mi bajo peso, y mis pómulos se marcan huesudos, recubiertos con mi piel frágil y con varias manchas desparramadas aquí y allá. Mis ojos celestes son opacos, casi grises, cuando en mi primera infancia solían ser celestes como el cielo, brillosos y resplandecientes de alegría; ahora de ellos, sólo quedan fotografías. Mi cabello marrón cae sin gracia hasta mis hombros, y me río amargamente, recordando cuando de niña lo llevaba hasta la cintura, luminoso y lleno de vida, con un intenso color idéntico al chocolate más delicioso que haya probado. Levanto un extremo de mi amplia camiseta negra viendo mis costillas inflamadas por los moratones, y mi labio inferior se ve más deshinchado luego de aplicarme hielo por media hora anoche antes de quedarme dormida. Lavo mis dientes y mi cara con desgana, para luego vestirme con las primeras prendas que tomo del armario. Las únicas veces que me arreglo son para las fiestas, ya sea de la Iglesia, eventos familiares o de la escuela, y sólo porque me obligan a asistir. No me siento bonita, incluso cuando Vane y Derek me lo repiten todo el tiempo. Si me veo al espejo, sólo veo un títere que se mueve por inercia, uno que manejan como quieren, a su placer y beneficio. El timbre de la casa suena como molestas campañillas, y bajo de prisa sabiendo quién podría ser. Mi padre está sentado junto a la mesa de la amplia cocina, leyendo el periódico con una taza de café; una imagen tan típica, con mi madre detrás terminando de servir el desayuno para nosotras. —Buenos días, hija —el reproche inunda la gruesa y potente voz de mi padre, y mi madre agacha la mirada al suelo, frunciendo los labios en una línea fina—. Espero que hoy sí te sientes a desayunar en familia, como corresponde. —Sí, padre. Buenos días a ustedes —respondo con una sonrisa fingida y un leve asentimiento de cabeza, para luego pasar directo al living hacia el recibidor, y tomar la llave junto al perchero de la entrada, para abrir la puerta. Una sombría Vanessa con profundas ojeras y sus marrones ojos vidriosos me espera en el porche, con la espalda recostada en una de las columnas ostentosas que adornan la entrada de la casa. Cierro con cuidado y en silencio la puerta para que no se escuche que salí. —Hola —susurro con un nudo creciente en mi garganta, sabiendo el porqué de su estado tan demacrado. —Hola —contesta abrazándome con fuerza y aferrándose con las manos temblando. Ayer, luego del aborto espontáneo que tuve, ella estuvo al borde de colapsar del shock que le causó la situación. Y no es por ser fría, pero no pude reaccionar de la misma manera, no pude exteriorizar ‒ni puedo aun‒ el dolor y la angustia tan macabramente enorme que crece dentro de mi pecho, calándome cada parte de mi ser… No termino, incluso ahora, de caer en esa pérdida, ni de comprender siquiera por completo el sentimiento que pude haber vivido. Hace un mes, recuerdo bien que fue un lunes temprano ‒en el que un profesor faltó a clases y pudimos quedarnos en su casa ya que sus padres salen todos los días al trabajo a la misma hora que ella a la escuela‒, en el que, hechas un manojo de nervios, leímos las instrucciones de ese test de embarazo, en el que salió un angustiante positivo. Mi primera reacción no fue tan alegre como la de ella, me costó dos semanas hacerme a la idea, hasta que soñé por primera vez con aquella bebé, una inmensa esperanza me consumió por completo toda negatividad que cargaba, dándome algo porqué luchar, algo para impulsarme a querer tener un buen futuro. Incluso ella se veía de madrina, añorando también ese vívido futuro. Y ahora, de vuelta en la realidad, el dolor nos vuelve a consumir a ambas. Vanessa también pasó muchas tristezas en su infancia, situaciones y hechos que la marcaron de por vida, sentenciando su paz a convertirse en un infierno de pesadillas. Creo que por eso siempre nos apoyamos, el tenernos la una a la otra nos contiene, nos saca de esos pensamientos oscuros que muchas veces nos llevaron a parar al hospital. Pero ahora, la culpa de que este desastre lo pude haber provocado yo, me sobrepasa. —¿Cómo has estado? —se sorbe la nariz apartándose de mí con una risa cortada por un sollozo contenido— Lo siento, ya sé, pregunta estúpida. Pero sabes a lo que me refiero, si has podido dormir algo al menos. —Sí, algo dormí. Pero tú no, al parecer —se encoje de hombros y nos sentamos en la cantera que separa el camino de baldosas de piedra del colorido jardín—. Enserio lamento hacerte pasar por esto, no creí que pudiera pasar, ni siquiera debí haber quedado… —ella me da una mirada cargada de tristeza y saca de su mochila una bolsita de pañuelitos descartables— Tú sabes, tomé la pastilla del día después, nunca debió dar positivo… —Oye, basta idiota —me interrumpe tomando mis manos entre las suyas que están algo frías—. No te culpes, ya habíamos averiguado que esa pastilla no tendría efectos de aborto, a muchas mujeres les pasa, más que nada con el primer embarazo. —¿Estuviste buscando respuestas en Google otra vez? —enarco una ceja conteniendo una risa, y ella sonríe también, haciéndose el ambiente más ligero. —Sabes que sí, pero… —su voz vuelve a caer, y aprieta más fuerte mis manos— Debes ir al médico, si quedó algo del… —No —me levanto con brusquedad dándole la espalda, y dejándola con los ojos abiertos, inyectados en preocupación—. No logré ir a una primera consulta antes, ni siquiera pude ver una maldita ecografía. No. No iré al hospital, si se fue, si me dejó… Me detiene aferrándome en un abrazo que me remueve el pecho haciendo que unas lágrimas caigan de mis ojos, pero se escuchan unos pasos acercándose desde dentro de la casa, y con rapidez nos separamos y nos limpiamos las caras. Ella toma su mochila y para cuando mi madre abre la puerta, es como si nunca hubiésemos hablado de nada serio. —Buenos días, señora Frank —saluda respetuosamente mi amiga ajustándose las tiras de la mochila en sus hombros. —Buenos días, querida Vanessa. ¿Quieres pasar? Estamos por desayunar, puedo servirte algo de beber —mi madre sonríe radiante con su típica expresión de madre perfecta, como si hace tan sólo dos minutos no hubiese estado peleando con mi padre otra vez. Mis padres y los de Vane, el señor y la señora Leclerc, son parte de los allegados a la Iglesia Saint John the Baptist, y los que ayudan con la organización de las festividades, las colectas quincenales y los talleres recreativos que la Iglesia ofrece. También son un matrimonio defectuoso, pero a diferencia de mis padres, ellos sí le suelen prestar atención a sus hijos, aunque no siempre fue así. —¡Me encantaría! Pero debo irme a la biblioteca a por unos apuntes que nos pidieron para la clase de historia —se excusa dando torpes paso hacia atrás para huir antes de que le insistan—. Muchas gracias de igual forma. —¿Tú no debes buscarlos también? —curiosea mi madre con un dejo de advertencia en sus ojos. —No, madre, quedamos en que ella los retiraba, y son para usarlos durante la clase hoy —ella asiente y con una sonrisa despide agitando la mano a mi amiga quien hace lo mismo ya caminando calle abajo. Mi madre me deja pasar primero para luego cerrar la puerta con llave, y guiarme hasta la cocina en donde mi padre ya terminó su café y me observa con enojo. —Y preferiste quedarte afuera antes que desayunar con nosotros —deja lentamente el periódico bien doblado sobre la mesa, y vuelve a verme con sus ojos irritados, reflejando que anoche estuvo bebiendo de más otra vez—. ¿Cuántos días más piensas actuar de esta manera tan desobediente? ¿Acaso no recuerdas el cuarto Mandamiento? ¿Tan poco te importan los valores ahora? —Claro que lo recuerdo, padre —agacho la cabeza, conteniendo la inmensa ira que se acrecienta en mi pecho, y que siempre es secundada por el agotamiento—. “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” —él asiente con el mentón tenso, y vuelve a tomar el periódico, ignorándome—. Lo siento… —Vete a tu habitación, debes terminar tus tareas —me ordena mi madre mientras deja un repasador colgado en la manija del horno y alisa su falda del uniforme de su trabajo—. Ya me voy a la oficina, hazme el favor de comprar la cena —mi padre levanta la mirada con molestia y sus típicos celos en cuanto escucha que ella me pide ese favor, y deja de un manotazo el periódico de nuevo en la mesa, con un ruido bastante fuerte. —¡¿Y por qué razón no harás las compras como todos los días?! ¡¿Llegarás más tarde, saldrás más tarde de la oficina, como siempre decías cuando te ibas por ahí con otros tipos?! —mi madre se achica en su lugar, con sus manos temblando y su semblante pálido, sin atreverse a siquiera mirar a mi padre. —Claro que no, querido. Sabes que jamás te fui infiel… —el estruendo del golpe en la mesa retumba en la casa que parece estar vacía por el eco, y mi padre se levanta de la silla con lentitud. —Yo lo sé, y Dios también, que me castiga con una mal nacida como mujer… Corro escaleras arriba, apretando mis puños e intentando dejar de escuchar los gritos que cada vez aumentan más. Debería de estar acostumbrada, y de alguna retorcida forma lo estoy, pero siempre esta impotencia me invade y no sé manejarla. Los odio a los dos, por obligarme a vivir todos los malditos días estas situaciones, este odio y supuesto amor que se tienen. Siempre discutieron delante de mí, incluso con violencia física constante. Y lo peor de todo, es que cuando Derek y yo peleamos, nos veo exactamente igual que mis padres, sintiendo en mi propia carne que eso que hacemos está bien, que es la forma correcta de desquitarnos los problemas o las inseguridades que cargamos. Ojalá y todo fuera diferente…
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD