Y no porque no hubiera disfrutado de sus viajes. Había cruzado Europa a lo largo
y ancho, había surcado las deliciosas aguas azules del Mediterráneo y se había perdido
en los misterios del norte de África. De allí fue a Tierra Santa y luego, cuando sus
informaciones le revelaron que todavía no había llegado el momento de volver a casa,
cruzó el Atlántico y se fue a explorar las Indias Occidentales. Llegados a ese punto,
pensó en instalarse en los Estados Unidos de América, pero la joven nación estaba a
punto de entrar en conflicto con Gran Bretaña, así que Simon se mantuvo alejado de
aquellas tierras. Además, fue por aquel entonces cuando recibió la noticia de que su
padre, después de una larga enfermedad, había muerto.
Realmente irónico. Simon no cambiaría sus años de exploración por el mundo por
nada. Un hombre tenía mucho tiempo para pensar en seis años, mucho tiempo para
aprender lo qué significaba ser un hombre. Y, aun así, la única razón que lo había
empujado a marcharse a los veintidós años fue el repentino deseo de su padre de,
finalmente, aceptar a su hijo.
Sin embargo, Simon no tenía ningún deseo de aceptar a su padre, así que se limitó
a hacer las maletas y marcharse del país, prefiriendo el exilio a las repentinas e
hipócritas muestras de afecto del duque.
Todo empezó cuando acabó en Oxford. Al principio, el duque no quería pagarle
una educación a su hijo; un día, Simon vio una carta que su padre había enviado a su
tutor diciéndole que no quería que el idiota de su hijo dejara en ridículo a los Basset en
Eton. Sin embargo, era muy testarudo, así que ordenó que prepararan un carruaje y se
fue a Eton, se presentó en el despacho del director y anunció su presencia.
Aquello fue lo más espantoso que había hecho en su vida pero, de alguna manera,
consiguió convencer al director de que la confusión había sido culpa de la escuela, que
seguramente había traspapelado su solicitud y el dinero de la matrícula. Copió todos los
gestos de su padre; levantó una arrogante ceja, alzó la barbilla, miró por encima de la
nariz y, en general, transmitió la sensación de que el mundo era suyo.
Sin embargo, la procesión iba por dentro. Se había pasado todo el rato temblando,
sufriendo por si empezaba a tartamudear y, en lugar de «Soy el conde de Clyvedon, y he
venido a empezar mis clases», decía «Soy el conde de Clyvedon y he v-v-v-v-v-v...».
Pero no había pasado nada y el director, que ya llevaba muchos años educando a
la elite de la sociedad inglesa, reconoció a Simon como m*****o de la familia Basset, y
lo aceptó inmediatamente sin hacer preguntas. El duque, que siempre estaba muy
ocupado en sus negocios, tardó varios meses en enterarse de la nueva situación y
residencia de su hijo. Y cuando lo hizo, Simon ya estaba totalmente instalado en Eton y
si decidía sacar al chico del colegio sin ningún motivo estaría mal visto.
Y al duque no le gustaba estar mal visto.
Simon siempre se había preguntado por qué el duque no se acercó a él en esa
época. Obviamente, a Simon las cosas le iban muy bien en Eton; si no hubiera podido
seguir el ritmo de los estudios, el director se lo habría comunicado al duque. En
ocasiones, todavía se encallaba en alguna palabra, pero había desarrollado la suficiente
habilidad para disimularlo con una oportuna tos o, si estaba comiendo, con un sorbo de
leche o té.
Pero el duque jamás le escribió una carta. Simon supuso que ya estaba tan
acostumbrado a ignorarlo que ni siquiera importaba que estuviera demostrando que él
no era ninguna vergüenza para la familia Basset.
Después de Eton, Simon continuó la progresión natural hacia Oxford, donde se
ganó la reputación de empollón y vividor. Para ser totalmente honestos, no se merecía la
etiqueta de vividor más que cualquier otro de los chicos jóvenes de la universidad, pero
el carácter distante de Simon alimentó la leyenda.
Sin saber muy bien cómo, se fue dando cuenta de que sus compañeros ansiaban su
aprobación. Era inteligente y atlético pero, al parecer, lo que provocaba tanta
admiración era su forma de ser. Como no le gustaba hablar si no era necesario, la gente
creía que era arrogante como debía ser un futuro duque. Como prefería rodearse sólo de
aquellos amigos con los que realmente se sentía cómodo, la gente dijo que era
excesivamente selecto a la hora de elegir compañía, como debía ser un futuro duque.
No era muy hablador, pero cuando decía algo, solía ser directo y, a veces, irónico,
algo que le aseguraba la atención de todos a cada una de sus palabras. Y como no estaba
siempre hablando, como era habitual en los círculos sociales en que se movía, la gente
se obsesionaba todavía más con lo que decía.
Lo tacharon de «sumamente seguro de sí mismo», «tan guapo que quitaba el
aliento» y «el espécimen perfecto de la r**a inglesa». Los hombres le pedían su opinión
sobre todo tipo de temas.
Y las mujeres se desmayaban a su paso.
Simon nunca llegó a creerse todo aquello, pero disfrutada de su situación,
aceptando todo lo que le ofrecían, haciendo locuras con sus amigos y degustando la
compañía de jóvenes viudas y cantantes de ópera que llamaban su atención. Y cada
aventura era más deliciosa a saber que su padre las desaprobaría todas.
Sin embargo, resultó que su padre no desaprobaba del todo su comportamiento.
Sin que Simon se enterara, el duque de Hastings se había empezado a interesar por el
progreso de su único hijo. Empezó a pedir informes académicos a la universidad y
contrató a un detective de Bow Street para que lo mantuviera informado de las
actividades ociosas de Simon. Y, al final, dejó de esperar que cada carta que recibía
detallara episodios de la estupidez de su hijo.
Sería imposible establecer con exactitud cuándo se produjo el cambio, pero un día
el duque se dio cuenta de que, después de todo, su hijo no había salido tan mal.
El duque se hinchó de orgullo. Como siempre, al final la sangre que corría por la
venas había acabado triunfando. Debería haber sabido que nadie de su sangre podía ser
imbécil.
Cuando acabó la universidad con mención honorífica en matemáticas, Simon
volvió a Londres con sus amigos. Obviamente, se instaló en sus aposentos de soltero,
porque lo último que le apetecía era vivir bajo el mismo techo que su padre. Cuando
empezó a acudir a fiestas, cada vez más gente malinterpretó sus pausas como arrogancia
y su reducido círculo de amigos como carácter exclusivo.
Sin embargo, acabó de sellar su reputación el día que Beu Brummel, el que en
aquella época era el líder de la alta sociedad, le hizo una pregunta bastante complicada
sobre alguna nueva y trivial moda. Brummel utilizó un tono bastante condescendiente y
su intención era, obviamente, dejar en ridículo al joven conde. Como todo Londres
sabía, la afición de Brummel era ridiculizar a la elite británica. Y así lo había intentado
con Simon, pidiéndole su opinión al terminar la pregunta con un «¿No cree, milord?»
Mientras a su alrededor se reunía una multitud de curiosos que no se atrevían ni a
respirar, Simon, que no podía haber estado menos interesado en el nuevo nudo de la
corbata del príncipe de Gales, simplemente clavó su azul mirada en Brummel y dijo:
—No.
Sin dar más explicaciones, sin más elaboraciones; sencillamente «No».
Y se fue.
Al día siguiente, Simon ya se habría podido convertir en el rey de la sociedad, si
hubiera querido. La ironía era bastante desconcertante. A Simon no le importaba
Brummel o su tono, y seguramente le habría dado una respuesta más extensa si hubiera
estado seguro de hacerlo sin tartamudear. Y, sin embargo, en esa situación menos había resultado ser más, y la escueta respuesta de Simon resultó ser más letal que cualquier
elaborado discurso que hubiera pronunciado.
Naturalmente, la inteligencia y el éxito del heredero de Hastings llegó a oídos del
duque. Y, aunque no fue a buscar a su hijo inmediatamente, Simon empezó a escuchar
rumores sobre que la distante relación con su padre podría cambiar. El duque soltó una
carcajada cuando se enteró del incidente con Brummel y dijo:
—Naturalmente. Es un Basset.
Alguien incluso comentó que el duque iba presumiendo de la mención honorífica
de su hijo en Oxford.
Y llegó el día que los dos se vieron las caras en un baile en Londres.
El duque no iba a permitir que Simon le plantara cara.
Aunque Simon lo intentó. Lo intentó de veras. Pero nadie tenía la capacidad para
mermar su confianza como su padre, y cuando lo miró, y vio su propio reflejo, aunque
más mayor, no pudo moverse ni hablar.
Notó la lengua pesada, tenía una sensación extraña en la boca, como si el
tartamudeo no sólo le hubiera invadido la boca, sino también todo el cuerpo.
El duque aprovechó aquella situación y lo abrazó pronunciando un sentido
«Hijo».
Al día siguiente, Simon abandonó el país.
Sabía que sería imposible evitar del todo a su padre si se quedaba en Inglaterra. Y
se negó a jugar el papel de hijo después de haberle negado durante tantos años un padre.
Además, últimamente se estaba empezando a cansar de la vida salvaje que llevaba
en Londres. Dejando aparte la reputación de vividor, realmente Simon no tenía
temperamento para ser un auténtico libertino. Había disfrutado de las fiestas nocturnas
de la ciudad tanto como cualquiera de sus amigos, pero después de tres años en Oxford
y uno en Londres empezaba a estar, bueno, algo cansado.
Y se fue.
Sin embargo, ahora se alegraba de haber vuelto. Estar en casa lo tranquilizaba. Y
después de viajar solo por el mundo durante seis años, era fantástico reencontrase con
amigos.
Avanzó en silencio por los pasillos en dirección al baile. Quería evitar que lo
anunciaran; lo último que deseaba era un pregón público anunciando su presencia. La
conversación de aquella tarde con Anthony Bridgerton había reafirmado su idea de no
participar de forma activa en la vida social de Londres.
No quería casarse. Nunca. Y no tenía sentido frecuentar los bailes si no buscaba
esposa.
Aún así, pensó que le debía cierta lealtad a lady Danbury después de lo bien que
se había portado con él de pequeño y, para ser honesto, tenía que reconocer que sentía
un gran cariño por aquella señora que hablaba sin tapujos. Rechazar su invitación habría
sido de muy mala educación, sobre todo teniendo en cuenta que había llegado
acompañada de una nota personal dándole la bienvenida a casa.
Como conocía la casa, entró por la puerta lateral. Si todo iba bien, podría acercase
a lady Danbury tranquilamente, saludarla y marcharse.
Sin embargo, al girar una esquina, escuchó voces y se detuvo en seco.
Contuvo un gemido. Había interrumpido un encuentro de enamorados. Maldita
sea. ¿Cómo escabullirse sin ser visto? Si lo descubrían, la consiguiente escena estaría
llena de histrionismo, vergüenzas y un sin fin de emociones aburridas que no podría
resistir. Sería mejor quedarse allí escondido entre las sombras y dejar que los amantes
siguieran su camino.
Sin embargo, cuando se disponía a retroceder pausadamente, escuchó algo que le
llamó la atención.
—No.
¿No? ¿Alguien había llevado a una dama a un solitario pasillo en contra de su
voluntad?
Simon no tenía grandes deseos de ser el héroe de nadie, pero ni siquiera él podía
permitir tal insulto a una dama. Estiró el cuello y ladeó la cabeza, para escuchar mejor.
Al fin y al cabo, a lo mejor no lo había escuchado bien. Si nadie estaba en apuros, lo
que no iba a hacer era entrometerse.
—Nigel —dijo la chica—, no deberías haberme seguido hasta aquí.
— ¡Pero yo te quiero! —Exclamó el hombre, muy apasionado—. Sólo quiero que
seas mi esposa.
Simon contuvo una carcajada. Pobrecillo. Era doloroso escucharlo hablar así.
—Nigel —repitió ella, con una voz sorprendentemente amable y paciente—. Mi
hermano ya te ha dicho que no me puedo casar contigo. Espero que podamos seguir
siendo amigos.
— ¡Pero tu hermano no lo entiende!
—Sí —dijo ella, con tono firme—. Sí que lo entiende.
— ¡Maldita sea! Si no te casas conmigo, ¿quién lo hará?
Simon parpadeó, sorprendido. Dentro del abanico de proposiciones, ésta no
entraría en el apartado de las románticas.
Al parecer, a la chica tampoco le gustó.
—Bueno —dijo, algo contrariada—. No es que sea la única chica en el baile de
lady Danbury. Estoy segura de que alguna estaría encantada de casarse contigo.
Simon se inclinó un poco para intentar ver algo de la escena. La chica estaba en la
sombra, pero pudo ver al hombre bastante bien. Parecía abatido, con los brazos
colgándole a los lados. Despacio, agitó la cabeza.
—No —dijo, muy triste—. No es verdad. ¿No lo ves? Ellas... ellas...
Simon sufría en silencio mientras Nigel intentaba encontrar las palabras
adecuadas. Su titubeo era debido a la emoción, pero nunca era agradable ver a alguien
que no conseguía acabar una frase.
—Ninguna es tan agradable como tú —dijo Nigel, por fin—. Eres la única que me
sonríe.
—Oh, Nigel —dijo la chica, suspirando profundamente—. Estoy segura de que
eso no es verdad.
Pero Simon sabía que sólo lo decía por ser amable. Y, cuando ella volvió a
suspirar, le quedó claro que no necesitaba que la rescataran. Parecía tener la situación
bajo control y, aunque Simon sentía lástima por e pobre Nigel, sabía que no podía hacer
nada.
Además, empezaba a sentirse como un voyeur.
Empezó a retroceder, con la mirada fija en una puerta que sabía daba a la
biblioteca. Al otro lado de la biblioteca había otra puerta que comunicaba con el jardín
de invierno. De allí, podría ir a la entrada principal y volver al baile. No sería tan
discreto como el atajo de los pasillos traseros pero, al menos, el pobre Nigel no sabría
que alguien más había presenciado su humillación.
Pero entonces, aun paso de la huida, oyó gritar a la chica.
— ¡Tienes que casarte conmigo! —Gritó Nigel—. ¡Tienes que hacerlo! Nunca
encontraré a nadie...
— ¡Nigel, basta!
Simon dio media vuelta, refunfuñando. Al parecer, al final tendría que acudir al
rescate de la chica. Regresó hasta la esquina, respiró hondo y adoptó una expresión
seria, ducal. Tenía las palabras «Creo que la dama le ha pedido que la dejara en paz» en
la punta de la lengua y estaba a punto de pronunciarlas pero, al parecer, aquella no era la
noche para ser un héroe porque antes de que pudiera decir nada, la joven levantó el
brazo derecho y le dio un sorprendentemente y efectivo puñetazo a Nigel en la
mandíbula.
Nigel cayó al suelo, agitando los brazos en el aire mientras caía. Simon se quedó
ahí, de pie, observando incrédulo cómo la chica se arrodillaba junto a él.
—Dios mío —dijo, con voz temblorosa—. Nigel, ¿estás bien? No quería golpearte
tan fuerte.
Simon se rió. No pudo evitarlo.
La chica levantó la mirada, sorprendida.
Simon contuvo la respiración. No la había visto hasta ahora, y lo miraba fijamente
con unos enormes y oscuros ojos. Tenía la boca más grande y exuberante que Simon
había visto en la vida, y tenía la cara triangular. Según los estrictos estándares sociales,
no podía considerarse guapa, pero tenía algo que lo dejó sin respiración.
Lo miraba con el ceño fruncido.
— ¿Quién es usted? —preguntó, demostrando que no se alegraba lo más mínimo
de verlo.