Desespero.

1401 Words
Luego de la muerte del viejo, Max parecía haber envejecido. El azul de sus ojos se opacaba por la ausencia absoluta de la sonrisa y su rostro había adquirido un aspecto quejumbroso. A veces, parecía que su espíritu se envolvía en un manto de quietud pasmosa, pero ante cualquier indicio de peligro la pasividad desaparecía y estallaba en una cólera enardecida. Se mantenía alejado de Frank y evitaba su cercanía. Iba ceñudo y sombrío, riñendo consigo mismo por los pasillos, mirando con gesto receloso a todo el que se cruzaba por su camino. El miedo y la tristeza lo habían despojado de su carácter visceral, y solo le quedaba una extraña docilidad. En cambio, Frank se veía más maduro como si la presencia del peligro lo hubiese robustecido. Pero aquello no era más que una burda careta, pues por dentro estaba destruido. Asumía que debía mostrarse sereno, entero, para poder acallar la tristeza que llevaba por dentro y calmar sus peores miedos. Sentía que la muerte lo perseguía como un ave de presa y que no lograba librarse de ella, por más que lo quisiera. Llevaba el alma colmada de ansiedad, de desazón, pero él lo disfrazaba bajo una máscara de serena exaltación. Nunca antes había sospechado de los hombres que lo rodeaban, ni había sentido el calvario de abrazarse a una profunda desconfianza. Desde siempre el orgullo que le caracterizaba le había hecho pensar que nada escapaba a su mirada sagaz, que tenía todo bajo control y que nada se movería sin que él lo pudiese notar. Pero ahora suponía que cualquiera podía confabular en su contra y que la traición podía ocultarse bajo cualquier gesto conciliador. La inesperada visita del viejo Caputo y la conversación que había mantenido con Santino le habían provocado una angustia frenética, que no lograba controlar. Llevaba más de cinco días sin ver a Emily, aunque la llamaba todos los días. La extrañaba, claro que sí, pero era más fuerte su deseo de protegerla. Ahora, más que nunca, la voz de su padre cobraba fuerza y cada una de sus palabras le hacía eco en la cabeza. Trataba de mantenerse ocupado todo el día, para así no pensar en ella. Todos pensaban que se había volcado en los negocios, tal como su viejo padre lo hubiese deseado, pero nadie sospechaba que Frank necesitaba el trabajo incesante para vencer la tentación de ir por ella. El recuerdo de Emily lo avasallaba como una fuerza vertiginosa. Quería volver a tocarla, palpar la suavidad de su espalda. Anhelaba besar esa boca, sentir los labios de ella y empaparse con el néctar que encontraba entre su lengua. Ansiaba desnudarla nuevamente, palpar su carne desnuda y sentir bajo su pecho la turgencia placentera de sus pequeños senos. Necesitaba sentir que el fuego del deseo volvía a calcinarlo por dentro para morir en lo más hondo de ella, y así sentirse vivo por un momento. ººº Frank se tomó la pastilla para dormir, cerró los ojos y esperó a que el sueño llegara para liberarlo de la dolorosa tortura que le imponían sus recuerdos. Pero el maldito sueño tardaba y la ansiedad que eso le provocaba lo hacía revolcarse entre las sábanas. Pensaba en Emily, en sus padres y en la pobre mujer que había asesinado. Los sentimientos contrariados reñían entre sí, alzándose los unos contra los otros. Estaba en guerra consigo mismo, luchando contra un pasado que necesitaba olvidar y aferrándose al infortunio de un futuro desconocido. Se sentía solo, enfrentado a un mundo que creía ajeno, pero que la venganza lo había empujado a abrazarlo como propio. Siempre había sido un hombre respetado: lo habían galardonado por su rendimiento académico, por resaltar en los deportes, por su desempeño en la firma. Nunca se había sentido avergonzado de su conducta, ni siquiera cuando despertaba al lado de mujeres que no conocía. Él, que se jactaba de su conducta irreprochable y que juzgaba a su padre con una superioridad moral intachable, se había transformado en un hombre despreciable. Podía negárselo al mundo, incluso podía ocultar las evidencias echando mano al cinismo, pero jamás, aunque tratara, podría negárselo a sí mismo. Nunca había sido mejor que su padre, aunque a su maldito orgullo le costara asumirlo. Era igual a él, quizás mucho peor. Pero ¿qué podía hacer para truncarle la mano al destino? ¿Qué podía hacer si, por más que lo negara, ya se había transformado en un asesino? Por más que lo intentaba no lograba dormir. Al parecer, la pastilla ya no le hacía el mismo efecto o, tal vez, la ansiedad que le sacudía el cuerpo no le permitía abrazarse a un estado de relajación que lo indujera al sueño. Se negaba a aceptar que era presa del desespero, una gruesa armadura forjada con la rigidez de la desazón y el angustiante ímpetu del desespero. Indiferentes a su desesperación, las horas se sucedían unas tras otras mientras él seguía abrazado al desvelo. El recuerdo de su padre no le abandonaba nunca y la forma en la que había muerto lo inundaba de un enorme sentimiento de culpa. Después de todo, las balas llevaban su nombre y el revólver había sido dirigido en su dirección. Era él quien debía estar bajo tierra y no el viejo. Era él quien debía estar muerto. La rabia que sentía le alimentaba el odio que le brotaba del corazón y la fragua crecía incesante, reclamando venganza por la muerte de su padre. Una parte de él ansiaba reclamarla, pero la otra estaba contrita. Ya no quería seguir manchándose las manos de sangre, pero sentía que era un destino inevitable. La única que calmaba esa fragua que lo asfixiaba era Emily, pero ahora la dolorosa ausencia de ella la azuzaba. Sin que lo pudiese evitar se le vino a la mente el recuerdo del viejo Fabricio. ¿Por qué no lo había matado cuando lo vio ingresar? Quizás, el impulso asesino no lo había dominado del todo y todavía no sentía la necesidad de matar. Aunque, reconocía que por un momento se planteó la idea de asesinarlo, pero al ver la extrema debilidad del viejo desechó la idea por completo. ¿En qué clase de hombre se hubiese convertido si le hubiese dado muerte en el despacho? En uno cobarde y desleal, que rompía acuerdos previos y que se aprovechaba de la debilidad de su contrincante. Sin embargo, sabía que el viejo era esa clase de hombre, al igual que todos aquellos que compartían su sangre. Para él la familia Caputo no era más que un nido de ratas inmundas que se alimentaban de la podredumbre humana. Todos eran iguales; desde el más viejo hasta el más crío. Y esa mujer, la hija del viejo Caputo, debía ser igual a todos los demás. Pero ¿y el niño? ¿Sería igual a su abuelo y sus tíos? ¿Qué pasaría cuando creciera? ¿Se transformaría en otro ser despreciable? Quizás, Max tenía razón y había que terminar con todos para impedir que la plaga de su inmundicia se siguiera expandiendo. Apretó los párpados con fuerza y sacudió la cabeza como si quisiera eliminar de su mente aquellas macabras ideas. El solo hecho de pensar en hacerle daño a un crío lo hacía sentir un miserable. Ya no quería pensar, tampoco quería lidiar con ese maldito sueño que tardaba en llegar, pues sabía que el desvelo lo transformaba en una frágil presa de esos malditos sentimientos que no lo dejaban en paz. La culpa, la nostalgia, la ira y la desazón eran como unas aves rapaces que planeaban todo el día sobre su cabeza, esperando el momento propicio para atacarlo como una débil presa. Sin esperar a qué otro pensamiento, tal vez, más agresivo que el anterior comenzara a rondarle, se levantó de la cama y salió de la habitación. Rápidamente, cruzó las escaleras y se encaminó por el pasillo que daba al exterior. Una vez afuera el aire, frío como la escarcha, le pareció conmovedor. Echó mano a la cajetilla que llevaba en el bolsillo, sacó un cigarro y lo encendió. Inhaló una profunda bocanada de humo, bajó la cabeza y se echó andar por alrededor. Entonces se vio como su padre; caminando a oscuras por el patio, aspirando incesantemente el humo de un cigarrillo, enfrentado a sus peores fantasmas, lidiando con el dolor de la soledad y con el flagelo del frío. ººº
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