Tom alzó la vista del escritorio y miró al hombre que lo contemplaba desde la puerta. Tragó saliva de forma convulsiva e instintivamente echó el cuerpo hacia atrás. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos latía el temor.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con un hilo de voz—. Pensé que el contacto solo sería por teléfono.
El hombre, con el rostro congestionado por la furia, dio un cauto paso hacia él. Bajo la nariz respingona, el vello rubio se le encrespaba de ira.
—Así que era cierto que casi te fracturan la mandíbula— le dijo, mirando con malicia la hinchazón que le deformaba el lado derecho del rostro—. Me parece muy bien que te hayan deformado el rostro a trompadas, a ver si así logras controlarte un poco. ¿No podías disimular tu nerviosismo, maldito estúpido?
Tom, presagiando lo peor, se puso de pie.
—¿De qué hablas?
El hombre se tomó un momento para encender un cigarrillo. Luego alzó el rostro lentamente hacia él y lo miró sin parpadear y sin soltarlo.
—El malnacido de Frank ya confirmó sus sospechas, y tiene la plena seguridad de que tú estuviste involucrado en la muerte del viejo. — Tom lo miró con incomprensión. El hombre alzó una ceja y añadió—: No me mires así, como si no entendieras nada. Sabes muy bien que por eso casi te reventó la cara a golpes.
Tom, cada vez más nervioso, parpadeó como si no lo hubiese escuchado.
—Imposible. Yo no dije…
—Cállate—le interrumpió el hombre con un gruñido—. Ya me enteré de tu patética actuación. ¿Era necesario que miraras el reloj a cada rato? ¿Tenías que retrasar la declaración? —Meneó la cabeza en un gesto de negación y bajó la voz—: Debí haber contactado a un oficial de bajo rango. Estoy seguro que no hubiese sido tan estúpido como tú.
Tom sintió que el hombre le había propinado un puñetazo en pleno rostro. Entonces el temor anterior mutó en una rabia mucho mayor. Con el rostro enrojecido, dio un paso hacia el hombre y alzó el brazo con ademán violento, la mano tiesa, el índice recto.
—Ten mucho cuidado. No olvides quien soy.
El hombre sonrió con un gesto delirante, dilató las fosas nasales y distendió los labios sobre los dientes con un gesto feroz. Rápido como una exhalación se abalanzó sobre él, lo tomó por el cuello y lo empujó hacia la pared convirtiéndolo en su rehén.
—¿Y quién eres, maldito desgraciado? ¿Un asqueroso oficial corrupto?
Tom sintió que unos ganchos de fierro le comprimían la garganta. Apretó firmemente la quijada y rabió entre dientes:
—Suéltame, o juro por Dios que testificaré en tu contra.
El hombre dio un paso atrás y lo miró con odio puro. Antes de que Tom pudiese reaccionar, el hombre se le fue encima y le dio un brusco bofetón con los nudillos. Tom aguantó la embestida a pie firme. Solo su ondulado pelo castaño se movió, sacudido por la fuerza del golpe. Con un gesto de asombro, se llevó una mano a la mejilla herida. El grueso anillo de oro que el hombre llevaba en su anular, le había rasgado el pómulo y un hilillo de sangre le escurría por la mejilla.
El hombre se sorbió los mocos con un gesto asqueroso y dio un paso atrás.
—Eso no fue nada más que una pequeña demostración de lo que te espera, si es que osas abrir tu puta boca— le dijo con una sonrisa. Tom, mudo, lo miró. El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo y se le ofreció—. Toma esto—le dijo con evidente sorna—. Creo que tienes un poco de sangre en la mejilla.
Tom se quedó inmóvil. Luego de unos segundos, cogió el pañuelo que se le ofrecía y se limpió la mejilla. El hombre, indiferente, caminó hacia una silla. Con un gesto descuidado, separó la silla de la mesa y se echó sobre ella. Entonces inhaló una bocanada de tabaco mientras colocaba los pies cruzados sobre la mesa. Tom, mudo, se sentó enfrente.
—Si vamos a continuar con nuestro trato, nunca más vuelvas a ponerme la mano encima—le dijo con mal disimulado enojo.
El hombre soltó una risotada que reprimió enseguida.
—Ah, ¿no? ¿Y qué me harás si vuelvo a hacerlo? ¿Me matarás? Ni siquiera fuiste capaz de levantar cargos contra Frank. Pensaste que si lo hacías podían descubrir tus líos con la mafia, ¿verdad? — Rio un poco más—. No eres más que un maldito cobarde, Tom, así que guarda tu discurso para otro.
Tom sintió un vaho caliente de ira intolerable, que logró disimular centrando su atención en algo más.
—Tu padre solía tratarme con respeto—dijo mirando hacia el ventanal.
El hombre rio estridentemente, como si la ira anterior se hubiese disipado en una alegría feroz.
—¿Gino?... El hombre ya está muerto y yo no soy él. Además, yo solo fui su bastardo y nunca lo reconocí cómo mi padre.
Tom lo estudió con el ojo izquierdo inclinando la cabeza como un pájaro hacia el costado.
—¿Cómo te enteraste de lo que sucedió en la declaración del viejo? ¿Frank te dijo algo al respecto?
El hombre se lamió los labios con un gesto viperino.
—En esa casa todo se sabe, mi amigo; las paredes tienen ojos y oídos. —Sacó los pies de la mesa y echó el cuerpo hacia adelante con un gesto amenazante—. ¿En algún momento no pensaste que tu comportamiento era demasiado evidente? ¿Tenías que dar la orden de detenerlos?
Tom no parpadeó y miró el relámpago de rencor que surcaba esas claras pupilas.
—Me dijiste que ganara tiempo—replicó modulando las palabras con cuidado como si no soportara el dolor.
El hombre colocó los ojos en blanco.
—Te dije que ganaras tiempo, no que te acusaras.
Tom nuevamente se palpó la mejilla. Le dolía todo el lado derecho como si Frank le hubiese vuelto a dislocar la mandíbula.
—Si no los hubiese detenido, se habría provocado un tiroteo—replicó, y un gesto de dolor le surcó la cara hasta ese momento desfigurada por la rabia.
El hombre echó la cabeza hacia atrás y apoyó la espalda contra el respaldo de la silla. Nuevamente inhaló el humo del cigarro.
—¿Y qué? Unos muertos más, unos muertos menos... ¿Qué más da?
Tom se llevó la mano a la quijada. Entonces abrió y cerró la boca con sumo cuidado.
—No podía permitir un tiroteo de mafiosos cerca de la estación.
El hombre soltó un bufido de fastidio.
—Entonces los hubieses detenido a todos. ¿No pensaste un poco antes de actuar? —Sin esperar la respuesta de Tom, prosiguió—: Ahora ya te delataste y no me sorprendería que Frank viniera por tu cabeza.
Tom lo miró como si no lo hubiese escuchado. Palideció y el asombro le hizo bajar la mano.
—Frank no se atrevería a…
— ¿Matarte? —le interrumpió el hombre con notoria voz burlona—. ¿Por qué no? ¿Piensas que eres un hombre intocable? ¿Qué tu ridículo uniforme te brinda algún tipo de protección? —Meneó la cabeza, inhaló otra bocanada de humo y carraspeó—: Si te matan, al otro día aparecerá la noticia en los periódicos de que no eras más que un oficial corrupto, involucrado hasta el cuello con la mafia.
Tom echó la espalda contra la silla y lo miró con atención. El rostro del hombre era duro, inexpresivo. Tenía los pómulos sobresalientes, la nariz respingona, la boca delgada. Una sonrisa forzada le estiraba los rígidos labios y en el fondo azul de sus ojos latía un fogonazo feroz.
—Sé que Frank no me matará— replicó luego de unos segundos—. Y no lo hará porque no tenga los cojones para hacerlo. Simplemente sabe que te conozco y querrá saber tu identidad.
El hombre asintió con un rápido movimiento de cabeza y esbozó una amplia sonrisa.
—Claro, los muertos no pueden hablar. Pero eso te deja a ti en una situación muy peligrosa: si no hablas te matará Frank, pero si lo haces lo haré yo. ¿Te das cuenta que de todas formas acabarás muerto?
Tom frunció las cejas.
—¿Me estás amenazando? —le preguntó con un dejo de ira en la voz.
El hombre lo miró por unos segundos y luego, indiferente a su colérica reacción, le rehuyó la vista. Ignorándolo por completo movió el cuello de lado a lado y estiró los brazos. Enseguida giró el torso hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cuando terminó de elongar se volvió hacia él con una sonrisa. Tom, desde el asiento y con el rostro pálido, esperaba sobresaltado por su respuesta. El hombre volvió a echarse en la silla y replicó con una escalofriante indiferencia:
—Por supuesto que es una amenaza. Lo único que puede salvarte es la muerte de Frank, así que tendrás que seguir prestándome tus servicios, si es que quieres mantenerte con vida.
Tom, pálido como un muerto, entreabrió la boca con un gesto de estupor y asintió torpemente. Entonces bajó la mirada y descubrió que los dedos le temblaban. ¿De ira contenida? ¿De temor?
Luego de unos segundos alzó la mirada y empuñó las manos, tratando de disimular el temblor que las agitaba.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con voz tan temblorosa como sus manos.
El hombre, con la barbilla alzada, se tomó un momento antes de contestar sopesando todo con suma cautela:
—Llegado el momento te lo diré. Por ahora solo necesito que averigües el paradero de la hija del viejo Caputo.
Tom lo miró en silencio y aceptó su orden con un leve movimiento de cabeza. El hombre sonrió y se inclinó en una extraña reverencia que tenía algo de burla. Luego se irguió nuevamente, giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta. Antes de salir volvió la vista atrás, miró detenidamente el hinchado rostro de Tom y murmuró:
—Ponte hielo en esa mejilla, te ayudará a desinflamar la zona. — Se llevó el anular a la boca y besó el anillo. Luego, sin más, se alejó.
Tom, palidísimo, lo miró alejarse. Con el ceño fruncido, lo estudió bajo la luz desvaída de la lámpara. Cuando comprobó que el hombre había desaparecido de su vista, se dejó caer sobre el escritorio con la cabeza entre las manos y el corazón en la garganta.