Peligro.

2413 Words
El carro se abrió camino por las estrechas calles envueltas en una densa capa de niebla. Nick iba manejando, Frank permanecía sentado a su lado, fumando. Estaba pálido, desmelado, con los ojos rojizos y los párpados levemente hinchados. Los halos oscuros que le rodeaban los ojos y la barba incipiente que le cubría la barbilla confirmaban que se sentía cansado. No había dormido y el cuerpo ya había comenzado a reclamarle la falta de sueño. Nick, con la vista fija en el camino, apenas hablaba mientras Frank le señalaba el rumbo a seguir con escuetas palabras. Nick, ceñudo, miraba de soslayo el rostro de Frank y se preguntaba en qué momento caería rendido ante el sueño. No podía saber que Frank estaba tan exaltado que no solo no tenía sueño, sino que iba en alerta, con los ojos fijos en las calles, tratando de descubrir cualquier indicio de peligro. Si tenía un aspecto fatigado no era por la falta de sueño, sino por los sentimientos contrariados que llegaban junto al desvelo. Conforme se aproximaban al departamento de Emily, el nerviosismo de Frank iba en aumento. No sabía si lo seguían o si el ojo enemigo ya estaba puesto sobre ella. Recordaba la tarde en la que fue a buscarla a la librería, la sospechosa actitud del hombre de abrigo gris y la extraña conexión que había entre ese tipo y el conductor del lujoso carro n***o. Estaba seguro de que eran hombres de los Caputo, pero no sabía si habían estado allí esperando por la llegada de él o por la inesperada salida de ella. Todavía no estaba seguro de que su decisión había sido la correcta. Lo había decidido en la mañana, después de pasar la noche en vela. Una parte de él le susurraba que aquello era una impertinencia, pero la otra lo empujaba hacia ella con la excusa de su inmensa necesidad de verla. Cuando llegaron a unas cuadras del departamento, Frank se cubrió la cabeza con la capucha del polerón, apagó el cigarro en el cenicero y dijo: —Déjame aquí. Nick miró por el retrovisor y aparcó cerca de la calzada, a unos metros de una esquina. Antes de poner el auto en neutro, miró de soslayo a Frank y murmuró: —Pensé que irías a correr. Frank se inclinó sobre sus zapatillas y se las ató. Luego movió el cuello de lado a lado, meneó los hombros y replicó: — Eso haré, por algo estoy vestido así. Nick alzó una ceja. —Puedes engañar al bruto de Santino, pero no a mí. En este corto trayecto te has fumado más de tres cigarros. ¿Quién en su sano juicio haría eso? —Hizo una pausa y miró a Frank fijamente—. Mi trabajo es protegerte, pero no puedo hacerlo si no me dices donde irás y con quién. Frank miró alrededor. —¿Crees que me siguen? Con la frialdad que lo caracterizaba, Nick le lanzó una apática mirada y replicó: —Estoy seguro. Frank soltó un ruidito de fastidio. Por más que trataba de mantener su relación con Emily en secreto, algo se empeñaba en revelarla. Pero no confiaba en nadie, y temía ponerla en peligro si depositaba su confianza en el hombre equivocado. Miró a Nick con atención. ¿Podía ser él el hombre a quien Santino buscaba? ¿Cómo podía asegurarse de que él no era el bastardo de Gino Caputo?... ¿Hace cuánto tiempo lo conocía? ¿Diez años? ¿Quince? No lo sabía con exactitud, pero si sabía que con su padre siempre se había mostrado como un hombre leal. Tragó saliva y miró hacia afuera a través del vidrio. ¿Qué podía hacer para apartar las dudas que le carcomían la mente y confiar en él? Como si Frank hubiese revelado sus cuestionamientos en voz alta, Nick se quitó el cinturón de seguridad, se giró hacia él y le dijo. —Sé que no confías en mí y entiendo el porqué. Comprendo que el hecho de no saber la identidad del Vikingo te mantenga intranquilo, pero no creas todo lo que te dice Santino. Frank bajó peligrosamente las cejas. —¿Por qué lo dices? —Porque te llena la cabeza de supuestos que no viven más que en su imaginación. El hijo bastardo de Gino existe y ,quizás, se oculte entre nosotros. Pero no puedes desconfiar de los hombres que te rodean, a menos que tengas pruebas. Es mejor esperar a que la rata salga de su madriguera, pues tarde o temprano lo hará. Y en ese momento, hay que dispararle a matar. Frank lo miró buscando en sus ojos la sombra de la mentira o algún indicio de doblez. Pero no encontró nada más que un gesto apático, que ocultaba tal vez una inmensa timidez. Entonces apartó las sospechas de su mente y decidió confiar en él: —No iré a correr. Nick asintió con un gesto seco. —Ya lo sabía. No hay nadie que fume de esa manera antes de correr. Debiste haber inventado otra mentira. Frank sonrió y lo miró, esperando ver en el rígido rostro del hombre alguna mueca parecida a una sonrisa. Como siempre eso no sucedió, por lo que Frank se puso serio y carraspeó: —Creo que a ella también la siguen y tengo miedo de que puedan hacerle daño. Hace una semana fui a buscarla y descubrí a unos tipos cerca de su trabajo. Supongo que la observan a la distancia, esperando que me acerque a ella para confirmar lo que ya sospechan. Nick se pasó una mano por la trenza que le recogía el pelo y replicó: —Es lo más probable. Deben estar a la espera de que te acerques a tu chica. Y una vez que tengan la certeza de su relación, podrían dejarse caer sobre ella. —Miró por el retrovisor unos segundos y luego sus ojos se movieron hacia los vidrios laterales. Cuando comprobó que no había ni una sola alma alrededor, volvió la mirada hacia Frank y le aseguró—: Tranquilo, nadie nos siguió. Pero mantén los ojos bien abiertos y llámame ante cualquier cosa. Te estaré esperando aquí, junto a mi amiga. —Se abrió el sacó y mostró el revólver que llevaba pegado al costado derecho. Frank asintió con un leve movimiento de cabeza y sin más abrió la puerta. Al salir del carro el relente helado lo hizo temblar, pero le quitó de la cara el olor al humo del cigarro. Respiró hondo, metió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza. Entonces se echó a andar, decidido a ir en busca de ella. Las calles se veían vacías, excepto por un par de chicas que corrían en dirección al parque. La niebla se había disipado dando paso a una tenue llovizna que le mantenía la ropa húmeda. A una cuadra del departamento, detuvo el paso. Frente a él se encontraba un amplio estacionamiento repleto de carros. Su bruñida mirada recorrió todo y volvió a uno de los autos que se mantenía aparcado en sentido contrario. Frunció el ceño y aguzó la visión. Era el mismo auto de la vez anterior; el lujoso carro n***o de llantas lujosas y vidrios poralizados. El estómago se le encogió y un soplo de pavor le cortó la respiración. Retrocedió con una ahogada exclamación y chocó con un perro que ladraba incesantemente detrás de él. El perro le gruñó, pero Frank volvió la vista hacia el estacionamiento y lo ignoró. Apuró el paso, apremiado por el evidente peligro de la situación. En la salida del edificio apareció un hombre alto, rubio y delgado. Frank, todavía con la cabeza cubierta por la capucha, lo miró por debajo de sus espesas cejas. El hombre desvió la vista hacia él y sus miradas se cruzaron por un leve segundo. El desconocido tenía los ojos muy claros, coronados por unas cejas rubias y rectas. Llevaba la cara media cubierta por una gruesa bufanda negra y el pelo rasurado a los costados. Iba arrebujado en una chaqueta de cuero negra y escondía las manos en unos bolsillos achiporrados. Frank miró la gruesa bufanda que mantenía oculto los rasgos faciales del hombre y sintió que el pulso se le aceleraba. Era el hombre del abrigo gris, el mismo que había visto rondar por el callejón. ¿Qué mierda hacía allí? El corazón le quedó a medio latido. Tuvo la misma sensación que cuando mataron a su padre cerca de la estación: estaba bajo peligro, lidiando con las maliciosas tretas del enemigo. Antes de que pudiese reaccionar, vio que el hombre subía rápidamente al carro para luego alejarse del lugar. Temió lo peor. Desesperado, se echó a correr hacia la entrada del edificio y abrió las puertas con un brusco empujón. El conserje levantó la vista del periódico y lo vio pasar a gran velocidad, pero no tuvo tiempo de detenerle. Frank, con el corazón en la garganta, no esperó por el ascensor y corrió escaleras arriba hacia el piso seis. El cansancio no existía, pues una descarga de adrenalina le repletaba los músculos de energía. Mientras corría por esos eternos escalones de piedra sentía el pulso en los oídos y en la espalda un molesto sudor frío. La culpa le comprimía la garganta: ¿había traído hasta Emily la furia desatada de su enemigo? ¿Se había cumplido la profecía del viejo y la había expuesto al peligro? Quizás, su maldita tozudez había desatado la catástrofe y ahora Emily estaba muerta por culpa de él. El último tramo lo recorrió con desesperación. El sudor le escurría por la espalda y el miedo, que a esas alturas se le había transformado en pavor, le cortaba la respiración. No solo temía por ella, sino que también temía por la vida del niño. A medida que se aproximaba al pasillo que daba al departamento de ella, el miedo fue sustituido por una furia mucho mayor. Si esos bastardos le habían hecho algo a Emily, si hubiesen osado tocarla, se dejaría llevar por esa alma negra que habitaba dentro de él y arremetería contra todos, incluso contra el crío de esa mujer. Al llegar al departamento de Emily vio que la puerta estaba entreabierta. Palideció. La luz de la entrada estaba apagada y todo estaba envuelto en un escalofriante silencio. No se oían risas ni murmullos de voces. Era como si, de un segundo a otro, el pequeño nido tibio que había conocido en un principio se hubiese transformado en una tumba enorme y fría. Azuzado por el pavor, gimió y se dobló sobre sí mismo en una arcada violenta y seca. Al erguirse tragó saliva convulsivamente y sujetó el pomo de la puerta con dedos sudorosos. Los ojos se le repletaron de lágrimas No sabía con qué se iba a encontrar, por lo que entrecerró los ojos y abrió. ººº El estómago se le encogió y un soplo de pavor le cortó la respiración. Retrocedió con una ahogada exclamación y chocó con un perro que ladraba incesantemente detrás de él. El perro le gruñó, pero Frank volvió la vista hacia el estacionamiento y lo ignoró. Apuró el paso, apremiado por el evidente peligro de la situación. En la salida del edificio apareció un hombre alto, rubio y delgado. Frank, todavía con la cabeza cubierta por la capucha, lo miró por debajo de sus espesas cejas. El hombre desvió la vista hacia él y sus miradas se cruzaron por un leve segundo. El desconocido tenía los ojos muy claros coronados por unas cejas rubias y rectas. Llevaba la cara media cubierta por una gruesa bufanda negra y el pelo rasurado a los costados. Iba arrebujado en una chaqueta de cuero negra y escondía las manos en unos bolsillos achiporrados. Frank miró la gruesa bufanda que mantenía oculto los rasgos faciales del hombre y sintió que el pulso se le aceleraba. Era el hombre del abrigo gris, el mismo que había visto rondar por el callejón. ¿Qué mierda hacía él allí? El corazón le quedó a medio latido. Tuvo la misma sensación que cuando mataron a su padre cerca de la estación: estaba bajo peligro, lidiando con las maliciosas tretas del enemigo. Antes de que pudiese reaccionar, vio que el hombre subía rápidamente al carro para luego alejarse del lugar. Temió lo peor. Desesperado se echó a correr hacia la entrada del edificio y abrió las puertas con un brusco empujón. El conserje levantó la vista del periódico y lo vio pasar a gran velocidad, pero no tuvo tiempo de detenerle. Frank, con el corazón en la garganta, no esperó por el ascensor y corrió escaleras arriba hacia el piso seis. El cansancio no existía, pues una descarga de adrenalina le repletaba los músculos de energía. Mientras corría por esos eternos escalones de piedra sentía el pulso en los oídos y en la espalda un molesto sudor frío. La culpa le comprimía la garganta: ¿había traído hasta Emily la furia desatada de su enemigo? ¿Se había cumplido la profecía del viejo y la había expuesto al peligro? Quizás, su maldita tozudez había desatado la catástrofe y ahora Emily estaba muerta por culpa de él. El último tramo lo recorrió con desesperación. El sudor le escurría por la espalda y el miedo, que a esas alturas se le había transformado en pavor, le cortaba la respiración. No solo temía por ella, sino que también temía por la vida del niño. A medida que se aproximaba al pasillo que daba al departamento de ella, el miedo fue sustituido por una furia mucho mayor. Si esos bastardos le habían hecho algo a Emily, si hubiesen osado tocarla, se dejaría llevar por esa alma negra que habitaba dentro de él y arremetería contra todos, incluso contra el crío de Vanesa. Al llegar al departamento de Emily vio que la puerta estaba entreabierta. Palideció. La luz de la entrada estaba apagada y todo estaba envuelto en un escalofriante silencio. No se oían risas ni murmullos de voces. Era como si, de un segundo a otro, el pequeño nido tibio que había conocido en un principio se hubiese transformado en una tumba enorme y helada. Gimió y se dobló sobre sí mismo en una arcada violenta y seca. Al erguirse tragó saliva convulsivamente y sujetó el pomo de la puerta con dedos sudorosos. Los ojos se le repletaron de lágrimas No sabía con qué se iba a encontrar, por lo que entrecerró los ojos y abrió. ººº

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