Desazón.

2116 Words
Max, todavía sorprendido por la fría reacción de su hermano, entró en el restaurant y se encaminó hacia el luminoso comedor. El corazón le batía contra las costillas. Tenía el rostro pálido, la espalda sudada, las manos frías. Sentía el estómago revuelto, la garganta apretada, las piernas de espuma. Impulsado por el nerviosismo y la tensión, el mundo le daba vuelta alrededor. Intuía que en cualquier momento las rodillas le cederían y, sin que pudiese evitarlo, caería. Temblando como un crío desvalido, detuvo el paso e inhaló profundo: el aire tibio, oloroso a comida, que percibió le pareció conmovedor. Sacudió la cabeza los costados y se pasó una mano por la frente para quitarse el sudor. Entonces echó los hombros hacia atrás y retomó su típica postura altiva. Rígido como una espada y con las manos sudadas, avanzó. En el lugar sonaba una canción a alto volumen, tal como él lo había pedido. Después de todo, el sonido de la música debía ocultar el estruendo que provocaran los tiros. Con un gesto inescrutable se abrió paso por un amplio pasillo. Al llegar al comedor, un camarero lo saludó con una leve inclinación de cabeza y Max le respondió con una tosca sonrisa sin fuerza. El que lo había saludado era un hombre bajo y corpulento, con el rostro requemado por el sol y los ojos diminutos. Tenía la cabeza rapada a los costados y llevaba el poco pelo que le quedaba recogido en una trenza. Era Nick, un asesino a sueldo, uno de sus hombres de confianza. Max avanzó hacia el piano de cola y volvió a detenerse. Con la mirada media oculta por un mechón de pelo, miró alrededor: Frank ya estaba allí, sentado junto a las chicas, tal como lo habían acordado. Sin más tragó saliva, se reacomodó el abrigo y se acercó hacia ellos. Al verlo llegar, Frank levantó la mirada del plato y le sonrió amablemente. Max le dedicó una sonrisa aceitosa mientras las mujeres reían y hablaban entre sí. —No te esperamos y empezamos sin ti—le dijo Frank con impostada voz tranquila—. Espero que no te moleste. Por cierto, ¿quién te llamó? Max se sentó a la mesa y replicó: —Un cliente. —Su voz sonó débil, sin fuerza. Una de las mujeres lo miró alzando una ceja con escepticismo. Frank notó el gesto y, astuto como un felino, murmuró: —No mientas, Max. Ningún cliente te llamaría a estas horas. Apostaría mi mano derecha a que hablabas con otra chica. Max parpadeó como si no lo hubiese escuchado. ¿Qué pretendía? ¿Dejarlo en evidencia frente a esas chicas? Sin entender muy bien la escena que estaba montando su hermano, decidió ser parte de ello. Entonces sonrió abiertamente y replicó: —Me declaro culpable. Pero ¿Qué puedo hacer si ellas me buscan? La mujer, a su lado, sonrió con falsa emoción. Max se removió incómodo en la silla y se aflojó el nudo de la corbata. Frank volvió la vista hacia él y lo estudió bajo la luminosa luz del comedor. Su examen se detuvo en la frente, en las diminutas gotas de sudor que le brotaban de las sienes. Era evidente que no sudaba por el calor, pues una agradable temperatura se percibía en el ambiente. Entonces cayó en la cuenta de que Max era presa de la tensión y de una desazón aún mayor. Max vislumbró el relámpago de reproche que brillaba en los ojos oscuros de su hermano y, con el gesto de haber sido sorprendido en un acto indecoroso, volvió el rostro. Con toda la calma que pudo fingir, Frank desvió la atención de su hermano y la centró en la chica pelirroja que estaba a su lado. Disimuladamente, se inclinó sobre el hombro de ella y le susurró algo en voz muy baja. La mujer soltó una risita estridente. Max, tensado al máximo, movió el cuello de lado a lado y clavó los ojos en el plato. Sin saber por qué se le vino a la mente el rostro de esa pobre mujer. Los ojos se le repletaron de lágrimas. Sintió que había sido ayer la última vez que estuvieron juntos, que rieron, que compartieron el lecho. Un súbito escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Realmente Katty estaba muerta? Quizás, la oscuridad le había pasado una mala jugada y la había confundido con otra mujer. Pero ¿y si no era así?... ¿si no la había confundido? El corazón le batió con violencia. Por un momento, le pareció que estaba inmerso en una maldita pesadilla de la que no lograba despertar. Con un gesto nervioso, se restregó las mejillas con las palmas de las manos. Al despejarse el rostro parpadeó y volvió a centrar la vista en el plato. Entonces la visión se le estrechó y lo único que vio fue un trozo de carne rojiza, a medio coser. El estómago se le enroscó y la boca se le repletó de la baba amarga de la náusea. Torció los labios con un gesto de asco, apartó el plato y cogió una copa de vino. Bebió un largo sorbo y sintió que el calor del licor le entibiaba el estómago, disipando con ello la molesta sensación de repulsión. Frank, desde su lugar, lo miró con atención. Él tampoco tenía apetito, aunque se esforzaba por demostrar que disfrutaba los trozos de carne que masticaba sin parar. Sabía que debía disimular, sin embargo y aunque nadie lo notara, lo único que quería era vomitar. En un minuto determinado, colocó los cubiertos cruzados sobre la carne y apartó el plato hacia un costado. Entonces, fingiendo una emoción que estaba lejos de sentir, miró a las mujeres y les dijo: —¿Les parece que nos larguemos de acá? — Alzó una mano e hizo una seña para que el camarero se acercara. La pelirroja, al lado de él, sonrió abiertamente y le dijo: —Llévame a bailar. Frank la miró de soslayo. Trató de sonreír, pero no pudo. — No quiero ruido. Prefiero un sitio más tranquilo. Max agradeció en silencio su intervención, pero estaba demasiado incómodo como para seguir lidiando con esa situación. —Estoy cansado y me duele la cabeza. ¿Podríamos dejarlo para otra ocasión? Frank lo miró con el ceño fruncido y los labios apretados. Soltó un ruidito de fastidio, echó la cabeza hacia atrás y le dijo: —No puedes dejar a tu cita sola. —Preferiría… —Iremos a mi departamento—le interrumpió Frank abruptamente. A juzgar por la frialdad en la voz, Max intuyó que ese tono no admitiría réplica. A regañadientes, asintió y se levantó torpemente del asiento. Enseguida, se llevó una mano al cuello: ya no soportaba esa sensación asfixiante que le provocaba la corbata. Era como si tuviese una cuerda alrededor del cuello que continuamente lo estrangulaba. Con rabiosa ansiedad, se desabotonó el cuello de la camisa y se quitó el molesto nudo que lo ahogaba. Entonces inhaló profundo y el perfume de la mujer, que permanecía a su lado, le llegó al olfato como una oleada. Olía a algo dulce, fuerte, molesto. La miró de soslayo y esbozó una fría sonrisa estudiada. Nuevamente pensó en Katty. No la amaba, quizás nunca hubiese llegado a hacerlo, pero su muerte le dolía como si realmente lo hubiese hecho. ººº Frank, sentado en el borde de la cama y absorto en sus pensamientos, bebía largos sorbos de licor. Miraba sin ver y no escuchaba nada más que un molesto y lejano murmullo de mujer. Nadie se lo había dicho. No hubo tiempo de advertirle. La ira y la arrogancia lo habían empujado hacia un profundo abismo. ¿Por qué no había meditado antes de actuar? ¿En qué se había transformado? … ¿En un ser irracional y despiadado? Aún podía ver los ojos verdes de esa mujer; la suplica silenciosa, las lágrimas contenidas, el horror que brillaba en el fondo de esas claras pupilas. En su cabeza todavía restallaban los disparos; el estruendo seco del impacto, el estallido poderoso que le hizo temblar la mano. Sabía, a ciencia cierta, que nunca lo olvidaría y que ese maldito sonido lo perseguiría hasta el último día de su vida. Sintió el alfilerazo de las lágrimas en los párpados, pero se negó a soltar el llanto. No podía llorar frente a esa mujer, debía mantenerse entero, tranquilo. ¿Qué pensaría ella si soltaba el llanto como un crío desvalido? No. No podía ni quería demostrar que su mundo completo se había destruido. Bebió otro largo trago de ron, inhaló profundo y se frotó la cara con las palmas de las manos. Estaba exhausto. De improviso, un extraño hedor a sangre le golpeó el olfato como un mazazo. Disimuladamente, se llevó una mano a la nariz y se olisqueó los dedos. Olía como su padre: a una mezcla de sangre, tabaco y pólvora que llegaba a ser repugnante. Cerró los ojos, intentando serenarse, y volvió a inhalar profundo. El hedor a podredumbre había desaparecido y ahora, a esa pestilencia mortal, se sumaba un penetrante tufo a perfume. Medio borracho abrió los ojos de golpe y miró al costado. La mujer, a su lado, seguía hablando. Frank colocó los ojos en blanco, soltó un suspiro y miró alrededor. La mujer tenía una voz molesta, aguda, y su carcajada semejaba un gruñido. Cuando volvió la vista hacia ella, perdió la migaja de compostura que le quedaba y se puso de pie. Ya casi no soportaba tenerla cerca y lo único que deseaba era beber. Ajena a los pensamientos de él, la mujer se levantó y caminó a su encuentro. A cada paso que daba el intenso olor de su perfume se esparcía por la habitación. Con un ronroneo, le colocó un dedo en el pecho y comenzó a trazarle una línea invisible desde el esternón hacia el sexo. Frank la miró desde su altura. Por un momento, le pareció que el rostro de la mujer era una máscara fría, hecha de materia inerte, distinta a la piel. Con dedos tembleques, alzó una mano y le pasó un dedo por la carne maquillada de la mejilla. Bajo los dedos, sintió una cosa grasosa, espesa. Entonces se miró los dedos y vio que tenía las falanges empapadas de una densa masa color café. Soltó un desdeñoso bufido. La mujer, indiferente, comenzó a desabotonarle la camisa. Él, con la botella de ron en la mano, se tambaleó un poco a los costados y alzó los brazos. Cuando se desprendió del último molesto botón, la mujer dio un cauto paso atrás y se quitó el vestido. Frank la miró con el ceño fruncido. En el tórax enjuto se destacaban dos enormes pechos rígidos. Eran como dos protuberancias artificiales que no sucumbirían ante la gravedad ni en cientos de siglos. La mujer volvió a acercarse hacia él, se alzó en la punta de los pies y le besó los labios. Frank cerró los ojos y se dejó hacer. Tal vez, si no la miraba, su cuerpo respondería a los ardientes estímulos que ella le brindaba. No supo cuánto tiempo estuvo así: quieto, frío, como si hubiese muerto. La mujer le quitó la camisa, le besó el cuello y le restregó los senos en el pecho. Frank esperó que ese erótico roce le despertara el vigor que se mantenía dormido, pero aquello no ocurrió. Por más extraño que le pareciera el cuerpo no le respondía y su mente permanecía vacía. —Abre los ojos y mírame—le dijo ella con un susurro. Frank abrió los ojos e inclinó la mirada hacia ella. La mujer creyó vislumbrar un relámpago de ardor en los ojos oscuros de él, pero se equivocó. No era un destello. Era una sombra de pesar que se mezclaba con una aguda repulsa. —Vete—le dijo él con voz traposa. La mujer lo miró como si no lo hubiese oído. —¿Qué? Inmerso en la desfachatez que le brindaba el alcohol, Frank le colocó la nariz en el cuello y la olisqueó. Arrugó la nariz y, una vez más, bebió otro trago de ron. —Tu perfume apesta. Hueles a flores de cementerio—le dijo. La mujer abrió los ojos como platos, retrocedió un paso y le propinó un brusco bofetón. Frank volvió el rostro, entrecerró los ojos y se tambaleó a los costados. Sonrió y nuevamente se llevó la botella a los labios. Rápidamente y con la humillación a cuestas, la mujer se puso el vestido y salió de la habitación. Frank la miró alejarse. Le hubiese gustado ir tras ella para disculparse, pero estaba demasiado ebrio y a un paso de desplomarse. ººº
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