Culpa.

3211 Words
La lluvia caía a ramalazos en las ventanas. Hacía frío y la temperatura continuaba descendiendo. La habitación estaba a oscuras, y lo único que distinguía eran las cenizas anaranjadas del cigarrillo. No recordaba un invierno tan frío como ese o, tal vez, ya estaba viejo y su memoria no lograba recordar otros tiempos. Aspiró una profunda bocanada de humo y soltó un suspiro. La extrañaba, tanto que le dolía el pecho y sentía el corazón en carne viva. Vitoria había sido su compañera, su amante, su vida. Como todo hombre necio había cometido errores en su juventud, pero ella lo había perdonado y, con el correr del tiempo, lo había olvidado. Después de cuarenta años juntos, ella se había convertido en el aire que le daba aliento, en el calor que disipaba el frío, en el latido que le batía bajo el pecho. Con ella a su lado, el cielo invernal resplandecía brillante y azul, indiferente a la lluvia, al duro golpe del frío. Su solo presencia lo hacía sentir más liviano, sin cargas que lo sofocaran, libre de cualquier pecado. Por ella había sido valiente, fuerte, temerario. Pero ahora, sin ella a su lado, no era más que una sombra de lo que alguna vez fue; el sombrío bosquejo del hombre que solía ser. ¿Por qué no había aprovechado todo el tiempo que la tuvo a su lado? ¿Por qué no la había amado como ella mecería? ¿Por qué no la había cuidado más? ¿Por qué la había expuesto? ¿Por qué no murió él? No lograba aceptar la muerte de su mujer, mucho menos la forma en la que había partido. «Debí haber sido yo»—se repetía constantemente, oscilando entre la rabia y un dolor aún mayor. El remordimiento le roía el corazón. La altivez, que desde siempre lo había caracterizado, se había marchado dejando a cambio una taciturna sencillez. Era otro. Había dejado de hablar, de gritarle a los empleados, de pelear con Max. Ya no le importaba el dinero, tampoco las acciones ni mucho menos el poder. Estaba agotado. La astucia se le había esfumado, el vigor lo había abandonado e, incluso, ya se reconocía como un anciano. No le temía a la vejez, pero si al doloroso olvido que imponen los años. Temía olvidarse de los ojos de ella, de la forma de su rostro, del color de sus mejillas. Le daba miedo pensar que un día despertaría sin el recuerdo de ella metido entre las pupilas. Por eso pasaba todo el día en la habitación, hablando con el fantasma de ella, aspirando su aroma en la ropa, recordando una época mejor. En su mente solo había cabida para el pasado: los rostros de sus pequeños hijos, sus pleitos de niños, la risa de Vitoria y su voz…sobre todo su voz. Desde que Vitoria ya no estaba había perdido el miedo a la muerte, pero había descubierto el pavor que le provocaba vivir. Los días se le habían transformado en un horrible tormento, que le recordaban sádicamente el principio del fin. ººº Abrió los ojos de golpe y miró el techo. No reconoció la techumbre de vigas oscuras rodeadas de telarañas, ni la pequeña lampara azul que constantemente giraba. ¿Dónde estaba? Se incorporó con dificultad hasta quedar sentado sobre el lecho y se frotó las mejillas con las palmas de las manos. Le dolía la cabeza y sentía la boca reseca. Al despejarse el rostro, miró hacia el costado y divisó las cortinas azules que mamá le había regalado. La conciencia de dónde estaba regresó a él, intensificando con ello el recuerdo de esa otra mujer. Estaba en su lujoso departamento, escondido como una rata inmunda, tratando de asimilar lo que había hecho, lidiando con el remordimiento. La culpa era como un animal hambriento que se alimentaba del agudo dolor que le partía el pecho. Derrotado, dejó caer la cabeza. Entonces se dio cuenta de que las manos le temblaban. Apretó los dedos en un puño y respiró hondo. Una extraña sensación de frío lo inundó. Sintió el lento erizar del vello, los rápidos latidos de su corazón, una extraña falta de aliento. ¿Por qué temblaba como un perro enfermo? Con dedos temblorosos, se palpó la frente. Bajo los dedos, sintió la piel húmeda, caliente. Quizás, estaba enfermo y la fiebre lo hacía temblar profusamente. Tragó saliva y el deseo de llorar le apretó el pecho. Pensó en esa pobre chica, en la súplica que había leído en sus claros ojos verdes. No. No estaba enfermo. Estaba siendo abatido por la maldita resaca, por la indeseable culpa, por el despiadado remordimiento. Nunca se había imaginado que el arrepentimiento lo aturdiría como un golpe lento, mucho menos que le enfermaría el cuerpo. Pero, a pesar de sentirse aturdido como un animal indefenso, su infame memoria persistía en aferrarse a esos dolorosos recuerdos. Débil como un polluelo, se dejó caer sobre el lecho. Dejaría que esa extraña enfermedad lo cubriera por completo hasta que su nombre se transformara en un difuso recuerdo. Entonces, una vez que el mundo lo olvidara, dejaría de pensar en esa muchacha, en la barbarie que había hecho. Parpadeó y nuevamente acudieron a su mente los recuerdos. Vio el rostro de ella, la cara ovalada, la cabeza ensangrentada, los suplicantes ojos verdes. La boca se le repletó de la baba amarga de la náusea, y el estómago le dio un vuelco. Rápidamente, volvió a incorporarse y escupió sobre la manta. Un repentino ataque de tos lo asaltó. Tosió hasta que se le soltaron las lágrimas y siguió tosiendo hasta que la garganta le dolió. El deseo de llorar le atenazó el pecho de nuevo. Cerró los ojos. Con los párpados firmemente apretados, echó la cabeza hacia atrás y suspiró. Ya no quería pensar, mucho menos recordar. Solo quería dormir, dormir sin soñar, perderse entre los brazos del letargo y olvidar. Pero, aún con los ojos cerrados, seguía viendo esos ojos verdes, ese pálido rostro ensangrentado. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso estaba enloqueciendo? Desesperado por escapar del flagelo de sus pensamientos, se levantó de la cama y caminó alrededor. Sentía que estaba encerrado entre cuatro paredes frías, como si de un segundo a otro su habitación se hubiese transformado en una sofocante prisión. Un agudo dolor le punzaba el pecho; el dolor de la culpa, del remordimiento. La mente le zumbaba como un enjambre de insectos y, por más que lo intentaba, no lograba detenerlo. A punto de perder el control, se llevó las manos a las sienes y las apretó. Entonces miró alrededor, y descubrió el bruñido crucifijo de su madre sobre el velador. Tembló, y el cuerpo se le empapó de sudor. Irremediablemente pensó en ella, en la última vez que la había visto, en las últimas palabras que le había dicho ¿Qué le diría su madre en esos momentos? ¿Le recriminaría lo que había hecho? No quiso responderse, pero sintió en el rostro el sonrojo de la vergüenza. Luchó con todas sus fuerzas por liberarse de los recuerdos que lo sofocaban, pero no lo logró. Se sentía asqueado por el agrio sabor de la venganza y desgarrado por la crueldad de sus propios actos. Sintió el alfilerazo de las lágrimas en los párpados y , vencido, soltó el llanto. Pronto, los sollozos le remecieron los hombros. Semejaba un niño, un crío desvalido, solitario y perdido. Cuando logró controlar el llanto, experimentó un vacío que nunca había sentido en la vida. Era como un profundo hueco entre los omoplatos, una letal herida de bala que latía y crecía. La culpa iba a cavar su tumba, lo sabía. Sintió vértigo y un calambre en el estómago. Agobiado, se abalanzó sobre el crucifijo y lo cogió. No sabía hacia donde iría, pero no permanecería en ese lugar ni un segundo más de su vida. Quizás caminaría a la deriva, hasta que encontrara un lugar que le permitiera revolcarse en su propia agonía. ººº Con el pelo revuelto y los ojos llorosos, llegó hasta la vieja iglesia que solía visitar su madre. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos brillaba el dolor. Las puertas estaban abiertas de par en par, pero no había nadie en el lugar. Sin saber por qué había caminado hasta allí, inhaló profundo y entró. En una de sus manos llevaba un cigarrillo encendido, en la otra el bruñido crucifijo. Como un sonámbulo sorteó las oscuras bancas y las imágenes de los santos hasta que llegó cerca de un enorme cristo. Una vez allí, se sentó sobre un oscuro banquillo. El lugar estaba sumamente frío, húmedo, pero no le importó. Casi con vergüenza, alzó la vista al frente y distinguió sobre un pequeño altar una decena de cirios amarillos, a medios consumir. Nunca había sido un hombre religioso y tampoco creía en Dios. ¿Qué mierda hacía ahí? Sin saber qué responderse, inhaló una honda bocanada de tabaco y echó el cuerpo hacia adelante. Todavía temblaba como un perro enfermo y no lograba componerse. El cura, que lo había visto entrar, lo siguió con la mirada, preocupado por su presencia en el lugar. Sin que Frank lo notara, el hombre se aproximó cautelosamente y lo observó: notó el pelo hirsuto, la camisa destartalada, los pantalones arrugados, los oscuros zapatos sucios. En una de las manos distinguió un crucifijo y en la otra vislumbró el humo del cigarrillo. En la muñeca derecha se asomaba un Rolex y en la izquierda una fina cadena de oro. «Ningún vagabundo tiene un reloj como ese»—pensó. Con sumo cuidado se aproximó un poco más. —Acá no puedes fumar—le dijo. Frank se volteó hacia él y volvió a aspirar el humo del cigarro. Con un gesto indiferente, arrojó el cigarro al suelo y lo pisó. Nuevamente giró la vista al frente. —Lo siento—replicó. El cura frunció el ceño. El hombre se veía abatido, consumido. —¿Necesitas confesarte? ¿Quieres hablar con alguien? —le preguntó amablemente. Frank soltó un ruidito de fastidio, que tenía algo de burla, y contestó: —Déjame en paz. No volveré a fumar en este lugar. El cura percibió la hostilidad en las palabras, la agresividad en el tono. El esfuerzo de Frank por no perder el poco dominio que le quedaba de sí mismo se le notaba en los ojos desorbitados, en la tensión de la quijada, en la palidez de los labios. En los oscuros ojos del cura brilló la lástima. — Estaré en el confesionario, por si me necesitas—le dijo, y sin más se alejó. Frank apretó los párpados y se pasó una mano por la quijada. Sentía la cara rígida, helada. Una vez más echó el cuerpo hacia adelante y clavó los ojos en el crucifijo. Los ojos se le repletaron de lágrimas. Ya no soportaba el peso de la culpa y el recuerdo de esa mujer no le abandonaba nunca. Entonces, creyendo que no había nadie más alrededor, soltó el llanto. Era un llanto ronco, desgarrador. Los sollozos le herían la garganta y le remecían los hombros. Lloraba por su madre muerta, por esa muchacha, por el peso de la vergüenza, por su vida maltrecha. No había nada en este mundo que pudiese consolarlo, nadie que pudiese reconfortarlo. Estaba solo, ahogado en un mar de llanto, enfrentado a su dolor más profundo, a sus más temidos fantasmas. De improviso, alguien le habló: —¿Necesitas ayuda? Frank alzó bruscamente la vista. Pálido y con el rostro mojado por el llanto la miró. Ella estaba de pie frente a él, pero, oculta por la sombra de unas imágenes, apenas se le veía la cara. —Lo siento. No sabía que estabas aquí— dijo, y volvió a bajar la cabeza. La muchacha esbozó una sonrisa paciente y se aproximó. Frank no tuvo fuerzas para alejarse, por lo que se quitó las lágrimas de los ojos y permaneció en el mismo lugar. Invadido por la tristeza, no fue capaz de mirarla. —No lo sientas. A todos en algún momento nos gana la tristeza—le dijo ella entre susurros. Frank asintió porque no supo que más hacer. Se sentía sumamente incómodo, y al caudal de emociones que le azotaba el pecho se había sumado la vergüenza. —No sabía hacia donde ir—comentó como si hablara consigo mismo. La muchacha lo miró con atención y le aproximó una botella con agua a las manos. —Toma. El agua siempre reconforta. Había algo dulce, compasivo en el tono. Frank, sorprendido por la dulzura en la voz, alzó la vista hacia ella y la miró con atención. Las pestañas formaban unos oscuros abanicos bajo los párpados alargados y las cejas eran espesas y rectas; los ojos, profundos y expresivos, brillaban como dos esferas negras. Un gesto de ternura le endulzaba la carne pulposa de los labios y la pequeña nariz respingona apenas se asomaba entre las bronceadas mejillas. Su piel se veía suave, limpia, libre de cualquier maquillaje artificial. Vestía una camisa blanca, unos jeans desteñidos y llevaba el pelo recogido en una coleta. No era una mujer de una belleza despampanante. Era de una belleza simple, natural. —Gracias—le dijo él cogiendo la botella que se le ofrecía. Ella le sonrió como una niña. Frank bebió un largo sorbo de agua y se limpió los labios con la manga. Enseguida, volvió a bajar la cabeza. La muchacha le colocó una pequeña mano sobre el hombro como si quisiera reconfortarlo. Frank sintió la tibieza del contacto, pero siguió en la misma posición. — ¿Ya te sientes mejor? —le preguntó ella. Frank sonrió con amargura. —Sí. Un poco mejor. — Se incorporó sobre el asiento y apoyó la espalda contra el respaldo. Con los párpados hinchados por el llanto, la miró—. ¿Siempre ayudas a la gente que no conoces? La muchacha sonrió. —No. Solo a los borrachos, a los vagabundos y a los locos. Aunque, aún no sé a qué grupo perteneces tú. Frank rio, y esta vez lo hizo con emoción. —Yo diría que a los tres—replicó. La muchacha rio también. Frank soltó un hondo suspiro, echó mano al bolsillo y sacó la cajetilla de cigarrillos. Luego, aún con las manos tembleques, encendió uno. Ella se inclinó sobre el ancho hombro de él y le susurró: —No deberías fumar aquí. Frank exhaló el humo del tabaco y asintió. —Hay tantas cosas que no debí hacer. —Arrojó el pitillo al suelo y lo aplastó con el zapato. La aseveración, opacada por la congoja en la voz, sonó dolida. —Pero puedes cambiar—replicó ella—. La vida siempre nos da otra oportunidad. Frank la miró entrecerrando los ojos. La muchacha se reacomodó en el asiento y movió la cabeza hacia el costado. Un largo mechón de pelo n***o cayó sobre su frente, pero ella se lo apartó de la cara con un gesto delicado. El aroma de ella llegó hasta él como un soplo de vida. La mujer olía a hierbas frescas, a tierra humedecida por la lluvia. Que distinta era ella a todo el resto de mujeres que había conocido. —Por cierto, mi nombre es Frank, Frank Rossi—dijo él de improviso ocultando, por vergüenza, su verdadera identidad. La mujer se volvió hacia él con una sonrisa y le ofreció una mano. —Yo soy Emily—Hizo una extraña pausa, parpadeó y agregó —: Emily Fuentes. Frank miró la pequeña mano que se le ofrecía y la cogió. Bajo la palma, sintió la calidez del contacto, la frescura de su piel. La muchacha parpadeó y, con un gesto delicado, se desasió de la mano de él. —¿Qué tienes en la mano?—le preguntó. Frank bajó la mirada y se dio cuenta de que todavía llevaba el crucifijo de su madre entre la palma. La muchacha lo miró con atención. En medio de los largos párpados hinchados por el llanto distinguió una sombra de pesar, alimentada quizás por la melancolía. —Es un crucifijo. Era de mi madre—replicó él, y nuevamente acudió a sus ojos el llanto—. Murió hace un poco más de un mes. Hay tantas cosas que no le dije, tantas cosas que no hice. Se fue tan rápido, que no tuve la posibilidad de despedirme. No pude decirle cuánto la amaba, cuánto la necesitaba. Emily se mordió el labio con un gesto pesaroso. Azuzada por la idea de reconfortarlo quiso abrazarlo, pero se refrenó. Entonces volvió a colocarle una pequeña mano sobre el hombro y le dijo: —No sufras por eso. Era tu madre y ya sabía lo que sentías por ella, sin la necesidad de que se lo dijeras. Una madre siempre conoce el corazón de su hijo. Frank volvió a mirarla, pero esta vez lo hizo con un gesto de admiración. La muchacha hablaba con tanta soltura y ternura a la vez, que se sentía sorprendido, fascinado. —¿Qué edad tienes? ¿Cien? —le preguntó con una sonrisa. Emily sonrió, y el terciopelo n***o de sus ojos se iluminó. —No. Solo noventa y nueve—replicó. Frank sintió un ramalazo de ternura y deseo mezclados. No dijo nada, pero sus ojos gritaron lo que su boca calló. La muchacha se apartó un mechón de la frente y nuevamente lo miró. Sus miradas se cruzaron por un instante. Frank vislumbró un dejo de calidez en el fondo de esos ojos oscuros y, por un instante, temió caer. Ajena a sus pensamientos, Emily le rehuyó la vista y clavó los ojos en los cirios. — Todos tenemos nuestros fantasmas, Frank, y a veces nos sentimos asediados por ellos. — Hizo una dolorosa pausa y agregó—: Pero hay que aprender a vivir con eso. Frank la miró como si no la hubiese oído y tragó saliva. Una vez más la sopesó con atención. Emily tenía la vista puesta sobre las velas y un gesto de pesar se dibujaba en su cara. Tembló. Quiso abrazarla, nada más que abrazarla, pero se refrenó. De improviso el móvil sonó, pero Frank, inmerso en su contemplación, no le prestó atención. Emily volvió la vista hacia él y le dijo: —Te llaman. Frank parpadeó. El móvil volvió a sonar. Algo nervioso, echó mano al bolsillo y lo cogió. —¿Sí? Su voz sonó, ronca, perezosa. Guardó silencio un momento y tragó saliva de forma audible. Luego abrió los ojos como si acabara de despertar, apretó los labios y se pasó una mano por el pelo. De un minuto a otro su rostro se desfiguró: su cara perdió el color y frunció duramente el ceño. Emily lo miró de soslayo, pero no dijo nada. Frank, todavía con la botella de agua en una mano, se levantó rápidamente, guardó el móvil en el bolsillo y le dijo: —Tengo que irme —Sin gastar más saliva, se alejó. Emily alzó las cejas con un gesto de sorpresa y se hizo a un lado liberando el paso. Con la espalda rígida y un aire de agresividad, Frank caminó por el largo pasillo hacia la puerta. Emily, en silencio, lo miró alejarse. ººº
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