Ira.

2490 Words
Max, todavía consumido por la tristeza, bebía sorbos de licor mientras miraba alrededor. No había nadie más en la habitación, y ya no tenía que esconder que el dolor le partía el corazón en dos. Estaba solo, rodeado de recuerdos, enfrentado a sus peores rencores, a sus más profundos temores. Se habían sucedido más de tres semanas desde el funeral de su madre, pero aún no lograba asimilar que ya no volvería a verla. El tiempo había transcurrido demasiado rápido, aunque aún recordaba el calor de sus besos, la ternura de su abrazo. ¿Quién lo abrazaría como ella solía hacerlo? Se sentía como un huérfano, abandonado a su suerte en un mundo demasiado hostil, ajeno. Con su padre casi no hablaba y el desapego entre ellos se había vuelto inmenso. Nunca había recibido afecto de su parte, aunque él siempre le había seguido como un manso cachorro. Jamás le había desobedecido y el respeto que le tenía se demostraba en cada palabra que pronunciaba, en cada uno de sus gestos. En cambio Frank, el hijo predilecto, solía ignorar su autoridad de padre e insistía en demostrarle un profundo desprecio. Max se había esforzado por hacerse querer, pero no había logrado que su padre lo quisiera como lo quería a él. Desde niño se había demostrado como un hombre rudo tratando de buscar su aprobación, intentando parecerse un poco a más a él. Pero el hombre no lo veía e, incluso, lo ignoraba. Por eso envidiaba a Frank, por eso sentía que lo detestaba: por quitarle el afecto que le pertenecía; el cariño que nunca recibió. Todavía sentía esa envidia por Frank, a pesar de que siempre había recibido el amor de su madre y sus hombres lo respetaban. Su madre había sido una mujer amorosa, compasiva, que le había entregado amor cuando más lo necesitaba. Ella solía contenerlo. La buscaba cuando sentía que iba a desfallecer y en sus palabras encontraba la fuerza que necesitaba para no caer. ¿Quién podría sostenerlo ahora, si ella ya no estaba? Con el poco dominio que le quedaba de sí mismo, inhaló profundamente y se incorporó. No era el momento para avivar viejos rencores. Era el tiempo de buscar venganza y reclamarla. Debía dejar a un lado todos los resentimientos que llevaba a cuestas y concentrarse en lo que realmente importaba, aunque ya no soportara la tristeza y el dolor le carcomiera el alma. Cuando escuchó unos golpecitos en la puerta, miró el reloj. Eran las ocho con cincuenta. ¿Cuántas horas había permanecido echado en el sillón? No lo sabía con exactitud, pero, a juzgar por la oscuridad que reinaba y los leños consumidos en la chimenea, intuía que habían sido muchas. Con un gesto pesaroso, se quitó las lágrimas de los ojos y se pasó una mano por el pelo. Le dolía todo el cuerpo y sentía los párpados arenosos. Durante toda la noche, e incluso parte del día, no había cerrado los ojos, pero dormir era lo que menos le importaba. Nuevamente, alguien estampó un seco golpe en la puerta. —Ya voy—bufó, arreglándose el cabestrillo. Al otro lado de la puerta, una voz replicó: —Frank te está esperando en el estacionamiento. En ese momento cayó en la cuenta de que había permanecido echado en el sillón casi veinticuatro horas seguidas. Soltó un hondo suspiro, se arregló un poco la camisa, cogió el abrigo y salió de la habitación. Como siempre, caminó presuroso por los pasillos hasta llegar al exterior. Afuera hacía frío, por lo que se arrebujó en el abrigo y metió las manos en los bolsillos. Al llegar cerca del estacionamiento se detuvo. El lugar estaba sumamente oscuro. Olía a lluvia, a pasto húmedo, a sudor. Disimuladamente, levantó el brazo y se olisqueó la axila. Apestaba a sudor añejo, pero no le importó. Nuevamente alzó la vista al frente y esperó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Entonces distinguió el auto de Frank. Frank no lo vio llegar porque, sumido en sus pensamientos, permanecía cabeza gacha y con los ojos cerrados. Estaba apoyado sobre el capot del carro, aspirando el humo del tabaco. Max apuró el paso y se plantó de lleno frente a él. —Aquí estoy—le dijo. Frank levantó la vista hacia él. Vio la cara de su madre, endurecida y rejuvenecida en el rostro de su hermano. Trató de sonreír, pero no pudo. — Eres igual a ella, incluso en lo impuntual—replicó, y los ojos se le anegaron de lágrimas. Max sonrió sin emoción. —Y tú a él —contestó enseguida. Frank asintió con un hosco gesto. —Eso dicen. —Soltó un hondo suspiro, arrojó el cigarro lejos y se irguió—: ¿Hiciste lo que acordamos? ¿Las conseguiste? Max se subió el cuello del abrigo y golpeteó el suelo con las botas para entrar en calor. —Sí—contestó—, aunque debo advertirte que, quizás, no sean de tu agrado. —No me interesa, pero serán la coartada perfecta— replicó. Max hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y miró disimuladamente alrededor. Se veía impaciente, nervioso. Frank echó mano a un bolsillo y sacó una petaca de ron. Bebió un sorbo y luego le ofreció la petaca a su hermano. Max negó con la cabeza e inhaló profundo. Su aliento dibujaba pequeñas nubecillas en el aire. —El restaurant al que iremos está a unos pasos del otro — dijo, y se frotó nerviosamente las manos entre sí. Frank bebió otro sorbo de ron y lo miró de soslayo. —¿Estás seguro de que él estará en ese lugar? Max asintió con un hosco gesto y soltó un escupitajo al suelo. —Sí. Mis hombres lo han seguido desde hace más de dos semanas. El desgraciado siempre va con su amante de turno a cenar en ese maldito lugar. —Como si un doloroso recuerdo le hubiese surcado la cabeza, palideció. Entonces dio un paso adelante y bajó la voz—: Esta vez no tendrás tiempo para dudar, Frank. No tendremos mucho tiempo y debemos volver con ellas para no levantar sospechas. Además, esta mierda de cabestrillo me impide moverme rápido y, quizás, me cueste reaccionar. Frank lo miró con una escalofriante frialdad. —No lo haré. Esta vez no fallaré—replicó, y la ira la sacudió de la cabeza hasta los pies. Max asintió con un hosco gesto y le echó una ojeada al reloj. —Hay que ir por ellas. En media hora más, Dino Caputo estará en el restaurant. Al oír el odiado nombre, Frank sintió que el rubor le subía desde el cuello hasta la raíz del pelo. Enrojeció y frunció duramente el ceño. El bastardo de Caputo tenía los minutos contados, y él se encargaría de que no volviera a ver la luz del sol. ººº El lugar hedía a comida y una música suave amenizaba el ambiente. Cientos de diminutas lámparas alumbraban los comedores y los muros estaban tapizados con delicados espejos. El suelo, cubierto por un fino parquet, brillaba, opacando el lustre de los finos cubiertos de plata. Los camareros corrían por las mesas con bandejas en las manos y el sudor sobre la frente. Había mucha gente. Max, con las manos sudadas, se sentó en la mesa y trató de disimular, lo mejor que podía, que la ira lo estaba poseyendo. Estaba ceñudo, sombrío, mirando con un gesto receloso a todo el que cruzaba una mirada con él. Parecía que había envejecido, pues las líneas de expresión que le rodeaban los labios y los ojos se habían endurecido. Cada vez que alguien le hablaba, el azul suave de sus ojos se encendía de cólera y las manos le temblaban sin parar. Frank, en cambio, se mantenía tranquilo como si todo lo que había vivido hasta ese momento lo hubiese robustecido. Le regalaba una sonrisa a quien le mirara, como si estuviera sumido en una serena exaltación. Trataba a las mujeres con galante cortesía y parecía que disfrutaba de su compañía. Hablaba sin parar escondiendo hábilmente que era presa de una rabiosa excitación. Max se sorprendió al ver a su hermano tan relajado. Después de todo, pronto se encontrarían con el asesino de su madre cara a cara y deberían hacerle frente. Pero Frank parecía no estar preocupado, como si desconociera que estaba a unos minutos de invocar a la muerte. No era el hombre que conocía. Era otro: uno muy diferente. Ajeno a los pensamientos de su hermano, Frank levantó la copa al frente y dijo: —Por mi madre, esté donde esté. Max parpadeó, pero aun así imitó su gesto. —Por ella—replicó con voz carrasposa. Las mujeres bebieron de sus copas y guardaron silencio. Frank, tan calmo como se lo permitía su carácter, se levantó de la mesa, miró a las chicas y les dijo: —Permiso. Debo ir al baño. —Le lanzó una mirada esquinada a su hermano y endureció la expresión. La mujer rubia, quien miraba preocupada a Max, se inclinó sobre su hombro y le preguntó: —¿Estás bien? Max asintió. En ese momento, su móvil sonó. Con la excusa de atender la llamada, se levantó rápidamente de la mesa y se alejó. Las mujeres continuaron conversando como si nada hubiese pasado. Frank lo esperaba cerca del baño, a unos pasos de la salida de emergencias. Uno de sus hombres le había pasado un revolver, por lo que se mantenía apoyado sobre el muro y con una mano en el bolsillo. Max llegó hasta él en una exhalación. Entonces, en completo silencio, se encaminaron hacia la salida. Ninguno de los dos murmuró palabras hasta que llegaron a la puerta: —Tenemos diez minutos, Frank, no más—le dijo Max entre susurros—. En cuanto entremos al otro restaurant y estemos cerca del desgraciado, uno de mis hombres cortará la electricidad para que las cámaras de seguridad dejen de funcionar. Estaremos a oscuras, con suerte, iluminados por la luz de la luna. Caputo está sentado en la mesa del fondo, con una mujer a su lado. Frank, con el desprecio pintado en el rostro, asintió. Sin gastar más saliva, Max abrió la puerta y salió. En las penumbras de la noche, eran dos almas solitarias, perdidas. En un minuto determinado Max sintió que la rabia le escocía las vísceras. Entonces, apremiado por el fuego que le consumía, apuró el paso. Rápidamente, Frank le dio alcance y, con una mano que parecía de acero, detuvo su avance. —Espera—le dijo—. No podemos entrar a ese lugar como si fuésemos parte de una embestida. Cálmate y respira. No podemos levantar sospechas. Max, crispado de ira y con la mano acariciando el gatillo, entrecerró los ojos. Frank le colocó una mano sobre el hombro lastimado y meneó la cabeza. Entonces Max asintió y respiró hondo. Un poco más calmados, retomaron el paso. Iban hombro con hombro, envueltos en la negrura de la noche, apoyándose el uno al otro. El suelo estaba húmedo, helado, y a Frank le parecía que el hielo le traspasaba la suela de los zapatos. Max, exaltado a más no poder, iba acalorado, con las mejillas rojas y las orejas calientes. Le temblaban las manos, pero no era por el frío. Era porque sabía que pronto se encontraría de frente con el enemigo. Cuando llegaron a la parte trasera del restaurant, se dieron cuenta de que los hombres de Caputo habían desaparecido. El viejo Montanari había puesto el dinero sobre la mesa, y los hombres que debían proteger a Dino se habían vendido. Con el camino libre, recorrieron el lugar hasta que encontraron una pequeña puerta entreabierta. Sin pensarlo dos veces y cautelosamente, ingresaron a la cocina y se dirigieron hacia el comedor. Al chocar de frente con uno de los camareros, Max hizo un gesto con la cabeza y el hombre asintió. En menos de un minuto la oscuridad los abrazó. Entonces Frank detuvo el paso, echó mano al bolsillo y sacó el revolver. Max, a su lado, lo miró con aprensión. Frank no le prestó atención y siguió avanzando. A medida que se aproximaban a Dino, el rostro de Frank mutó: un rictus animalesco le desfiguraba el gesto y en el fondo marrón de sus ojos latía un destello asesino. Era presa de la ira; un vaho caliente que lo azuzaba y lo encendía. En el comedor había poca gente y la mayoría de ellos tenían los ojos puestos sobre la mesa. Algunos habían encendido las linternas de sus móviles, por lo que el lugar se mantenía en penumbras. Con la mirada media oculta por los párpados entrecerrados, Frank alzo la cabeza y centró la vista al frente. Entonces la visión se le estrechó y lo único que divisó fue al desgraciado de Dino sentado junto a una mesa. El rencor le golpeó el pecho como un golpe lento y el corazón le dio un vuelco. Sin permitir que el miedo, una vez más, lo poseyera, apartó los pensamientos que le surcaban la mente y apuró el paso. Dino, indiferente a todo lo que le rodeaba, no los vio acercarse. Estaba muy cerca de una mujer, susurrándole algo en el oído, evidentemente excitado, ido. La mujer tenía una mano puesta en la entrepierna de él mientras sonreía coquetamente y se dejaba querer. Sigiloso como un felino, Max se plantó frente a ellos y los apuntó con el revolver. Hizo ademán de hablar, pero el seco sonido de un disparo restalló en el lugar. Entonces, una retahíla de gritos se alzó y la gente, despavorida, huyó. Max, pasmado, parpadeó y miró de soslayo a su hermano. Frank, a unos pasos de él, se mantenía erguido y con el revólver humeante aún en la mano. La mujer, al ver la sangre que escurría por la cabeza de Dino, soltó un grito y echó el asiento hacia atrás. Max tragó saliva y la miró. Aun en la penumbra, reconoció el rostro de esa mujer. Palideció y abrió los ojos como si acabara de despertar. Desconcertado, dio un paso atrás y se volvió hacia Frank. Las manos le temblaron. Muy a su pesar, se planteó la idea de asesinar a la chica, pero el valor no lo acompañó. Frank echó la cabeza hacia atrás y unos tímidos ojos verdes lo miraron como implorándole piedad. Max creyó que Frank dudaría, pero no fue así. Frank tomó el arma con las dos manos, jaló del gatillo y le disparó. Todo sucedió en una cuestión de segundos, pero a Max le pareció una eternidad. Sin decir nada, Frank se dio media vuelta y se alejó. Max lo siguió de cerca. Al pasar por el lado del camarero, les entregaron los revólveres y se marcharon. El plan había salido a la perfección: no había nadie que pudiese reconocerlos y el asesino de su madre estaba muerto. ººº
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