Orgullo.

3608 Words
Después de haber pasado la mayor parte del día con Emily, Frank la acompañó hasta el trabajo y se despidió de ella con la promesa de volverla a ver. Estaba agotado, con los párpados pesados, aunque la sonrisa que le iluminaba el rostro difuminaba el cansancio que le hería los ojos. Todavía llevaba en las manos el olor de ella y en los dedos parecía sentir el roce de esa piel tersa. La calidez que había sentido entre los brazos de esa mujer era como una luz en su vida repleta de oscuridad. Era extraño, pero sentía que Emily, sin saberlo, le había devuelto la humanidad. Ahora, gracias a ella, se sentía libre de temores y redimido de sus peores pecados. El remordimiento tirano se había apaciguado y la cruel esclavitud a la que lo había sometido se estaba transformando en un recuerdo vago. Decidido a dejar atrás el pasado, metió las manos en los bolsillos y alzó la vista la frente. Bajo los dedos palpó una cosa fría, inerte. Era su móvil, el detestable objeto que podía regresarlo a la realidad. Por un momento pensó en arrojarlo lejos, pero luego recordó que lo había mantenido apagado durante mucho tiempo. Entonces lo encendió y el pitido de los mensajes le repletó los oídos por un momento. Tenía más de treinta mensajes, un montón de llamadas perdidas y un sinfín de mensajes de voz. Palideció y el miedo, una vez más, lo remeció. Con dedos torpes por el nerviosismo, palpó la pantalla y se posicionó sobre los mensajes. Comenzó a leerlos, uno por uno, y descubrió con horror que en todos los mensajes decía lo mismo: «mataron al viejo John». Parpadeó y el pasmo, como un súbito escalofrío, lo inmovilizó. Por unos segundos el mundo enmudeció. Los espasmos volvieron a sacudirlo. La maldita sensación de asfixia volvió a apretarle el pecho y esa extraña sacudida febril le cubrió por completo el cuerpo. Una vez más se sintió como un perro enfermo. A punto de perder el control, miró hacia atrás y vio la pequeña librería. Tuvo ganas de correr hacia Emily para buscar la calma que solo ella le brindaba, pero un miedo profundo a ser descubierto lo detuvo. ¿Cómo podría decirle a ella que el viejo John estaba muerto? ¿Cómo explicarle que había sido un ajuste de cuentas? Cerró los ojos e inhaló profundo. Hizo ademán de dar un paso, pero las piernas no le respondieron. Estaba demasiado impactado y el cuerpo no le obedecía. «No era justo»—se repetía oscilando entre la ira y la desdicha. El viejo John no era más que el contador, el hombre bonachón que se había ganado la amistad y la confianza de su padre. En toda esta historia, el viejo había sido un simple espectador; uno que contemplaba a la distancia toda la inmundicia de su viejo amigo de la infancia. Por eso nunca había portado un arma y nunca se había sentido amenazado por la mafia. Ellos, los Caputo, lo sabían. Ellos nuevamente habían cometido una injusticia. Ellos deberían pagar por su cobardía. ººº Cuando Frank llegó a la casa, Nick y un grupo de hombres recorrían el lugar examinando atentamente los alrededores. Un par de guardias vigilaban las puertas de entrada y otros observaban desde las ventanas. Había mucha gente, como si todos los hombres de su padre estuviesen allí, dispuestos a matar o morir. Frank ingresó a la casa sin murmurar palabras. Iba cabeza gacha, calculando cada uno de sus pasos y con un cigarro en la mano. El pasillo estaba frío, envuelto entre un intenso olor a comida y al humo del cigarrillo. Una decena de hombres se esparcía por el lugar, matones a sueldo que no conocía y que jamás había visto en su vida. Frank alzó la vista al frente y buscó a su padre en ese mar de rostros desconocidos. Pero solo logró divisar la cara marcada de Santino quien, rodeado de un grupo de hombres, vigilaba cada rincón de la casa. Con un claro gesto de hastío, Frank se abrió paso por la muchedumbre hasta llegar a él. Entonces se inclinó sobre su hombro izquierdo y le preguntó entre susurros: —¿Dónde está el viejo? Santino se volteó bruscamente hacia él. —En el despacho Frank asintió y rápidamente se dirigió al lugar. Santino fue tras él. Frank intuyó que su padre estaba con Max y supuso que su hermano estaría clamando por venganza, envuelto entre la ira y los efectos del vino. Cuando llegaron a la puerta del despacho, Frank detuvo el paso y se irguió. A través de los muros escuchó un leve murmullo, por lo que abrió rápidamente y entró. La imagen de un cuerpo sobre la mesa emergió de las penumbras del lugar, y todo lo demás desapareció. Frank contuvo el aliento. Parpadeó, como si no diera crédito a lo que sus ojos le mostraban, y miró detenidamente el cuerpo. Conocía esa cabeza canosa, la papada abultada, la cara rugosa. Era el viejo John; el hombre que lo había acompañado durante su infancia, el hombre que lo había visto crecer. ¿Cuántas veces habían reído juntos? ¿Cuántas veces habían conversado hasta el amanecer? Palideció. Aunque sabía que lidiaba con asesinos, nada lo había preparado para eso. En ese momento la frialdad que le caracterizaba fue sustituida por una extraña mezcla de dolor y lástima. Entonces recordó que, desde siempre, el viejo había abrazado la idea de volver a Italia, pero nunca encontró el valor suficiente para desafiar las órdenes de Magno. Tal vez, lo que se decía de John era cierto y con el tiempo se había transformado en una sombra sin voluntad, que moría y vivía por el viejo. —¿Dónde mierda estabas? La traposa voz de Max emergió de la penumbra y saturó la atmósfera. Frank, ensordecido por el batir de la sangre en los oídos, escuchó la pregunta como si viniera de lejos. No contestó y siguió con los ojos fijos en el cuerpo. Max bufó, furioso. Con manos torpes, cogió un vaso y se bebió el licor de un solo trago. Entonces Frank alzó lentamente los ojos y lo descubrió al lado de su padre, evidentemente borracho. Max, con la cara roja y las fosas nasales dilatadas, le sostuvo la mirada. Con toda la calma que le caracterizaba, Frank lo ignoró y se acercó al cuerpo del viejo John. Entonces miró al hombre desde su altura. En el ancho tórax divisó las profundas heridas de bala que le habían arrebatado la vida. Eran grotescos orificios rojizos que se extendían desde el nacimiento de las costillas hasta más abajo del ombligo. El asesino no le había propinado solo un tiro, se había ensañado con él y le había descargado más de diez. La sola idea de recibir esa cantidad de tiros le resultó dolorosa. Entrecerró los ojos y meneó la cabeza. Eso no había sido un ajuste de cuentas; había sido una cobarde tortura. Enrojeció. Sintió un vaho caliente de ira intolerable que logró controlar desviando la atención hacia su padre. —¿Por qué lo trajiste hasta acá? —le preguntó. El viejo se irguió y echó la cabeza hacia atrás. —Porque se merecía que lo despidiéramos en familia, antes de echarlo a un cajón y reducirlo a cenizas. Frank asintió con un hosco gesto y endureció la expresión. —Ya lo hicimos. Ahora saca su cuerpo de acá y déjalo descansar en paz. El viejo lo miró unos segundos en silencio y luego asintió. Entonces se giró hacia uno de sus hombres e hizo un gesto con la cabeza indicándole seguir sus órdenes. Santino, desde su lugar, miró primero al viejo, luego a Frank. En ese momento supo con exactitud absoluta que ese hosco muchacho, ceñudo y silencioso, era la versión rejuvenecida de Magno. Soltó un carraspeo y miró a los hombres que se aproximaban al cuerpo del viejo John. Sin poder murmurar palabras, dejó caer la cabeza. En menos de un minuto, un par de hombres sacó el cuerpo de la habitación. Se hizo un profundo silencio. El resto de los hombres parecían de piedra. Algunos bajaban la cabeza mientras otros se miraban de reojo. Una sola pregunta silenciosa se adueñaba del aire enrarecido de salón: ¿quién de ellos sería el siguiente en morir? Max miró alejarse a los hombres con el cuerpo de John en andas. Pensó en su padre, en la muerte miserable de su madre, y apretó los dientes. — Hay que matar a todos esos desgraciados—dijo con voz ronca por la rabia. Se volvió bruscamente hacia Santino y dilató las fosas nasales—. Maten al viejo Fabricio hoy mismo. No me interesa… —No—le interrumpió Frank abruptamente—. No haré lo que ellos esperan. Max, con el orgullo herido, se volvió a mirarlo. —Tú no decidirás nada. Vuelve a revolcarte con tu puta de turno y déjame decidir a mí. Frank alzó la mirada hacia él. La expresión de su rostro era indescifrable. Con un gesto despreocupado echó mano al bolsillo y sacó un cigarro. Luego lo encendió, desvió la atención de su hermano y posó los ojos en su padre. —Imagino que intuyes lo que esos malditos miserables esperan. Y si nos dejamos llevar por la ira, caeremos fácilmente en su trampa. El viejo asintió hoscamente mientras exhalaba el humo del cigarrillo. Los hombres se miraron unos a otros y murmuraron su aprobación en voz baja. Max, enrojecido de ira, dio un torpe paso hacia Frank y le espetó: —No vengas a dar órdenes ahora, después de que estuviste un día entero perdido con la puta esa que te revuelcas. Frank bajó peligrosamente las cejas y lo miró unos segundos en silencio. Max hedía a alcohol, a sudor. Unas profundas ojeras le hundían los ojos en las cuencas y tenía las mejillas arreboladas por el alcohol. Con un gesto indiferente, volvió a inhalar el humo, le rehuyó la vista y miró de soslayo a Santino. —¿Quién estaba con John cuando lo acribillaron? Santino hizo ademán de replicar, pero la chillona voz de Max lo contuvo: —No me ignores, bastardo mal parido. Sé perfectamente que mientras John moría acribillado, tú te estabas revolcando con la puta esa de la librería. Frank, sin razonarlo, se abalanzó violentamente sobre él y le propinó un brusco bofetón con los nudillos. —Nunca más te referirás a ella de esa manera—le dijo con voz cargada de desprecio. Max volvió el rostro hacia él y lo miró con ojos desorbitados. Una huella colorada le inflamaba el pómulo y tenía los labios pálidos. Frank retomó su típica postura altiva mientras aspiraba hondamente otra bocanada de humo. Entonces dio un paso atrás, dispuesto a alejarse, pero la molesta voz de Max le golpeó los oídos y lo detuvo: —¿Así que te enamoraste de ella, Franky? Tendré que hacerle una visita para ver qué tiene entre las piernas que la hace tan especial. — Hizo un obsceno movimiento con las caderas y soltó una risita. Frank, fuera de sí, se le fue encima. Con los dientes apretados, lo tomó por el cuello y lo empujó hacia el muro transformándolo en su rehén. Los hombres trataron de separarlos, pero Frank, arrebatado de ira, no cedió. — Si te acercas a ella, te mato—le dijo entre dientes. Un murmullo de asombro recorrió la habitación. Entonces Frank soltó el cuello de Max y se volvió hacia el resto de los hombres con un gesto violento, la mano temblorosa, el índice enhiesto. —Nadie se acercará a ella, y el que lo haga que se dé por muerto. Los hombres, mudos, lo miraron. Frank se irguió con desdeñosa calma y dejó a Max en un rincón, pálido y ojeroso como un muerto. —Ya fue suficiente de estupideces—dijo el viejo de improviso—. No son unos niños. Compórtense como hombres. Se hizo un incómodo silencio. Max sintió que la cara le hervía de humillación. El orgullo, esa fuerza avasalladora que jamás había tratado de doblegar, lo abofeteó. Inhaló profundo y se esforzó por mantener la calma, aunque lo único que quería era lanzarse sobre Frank para deformarle la cara a golpes. Con evidente torpeza caminó hacia una mesa y cogió una botella. Entonces bebió un largo sorbo y miró a Frank desde su lugar. De un minuto a otro comenzó a reír, como si la ira anterior hubiese mutado en una alegría feroz. —El imbécil este se enamoró de una puta—balbuceó torpemente. Frank hizo ademán de abalanzarse sobre él nuevamente, pero Santino lo detuvo con una mano que parecía de hierro. — No le hagas caso, Frank. Está borracho—le dijo, tratando de contenerlo, pero Frank se lo quitó de encima con un brusco empujón. Con la intención de romperle la cara a golpes, Frank se le fue encima. Max se tambaleó un poco a los costados y siguió soltando esa molesta risita. Antes de que Frank pudiese golpearlo, el viejo llegó hasta ellos en una exhalación y se interpuso entre los dos. —Ya basta, Frank. Eres el más cuerdo de los dos. Mantén la compostura—le dijo en un susurro. Frank miró por sobre el hombro de su padre y vio la enrojecida cara de Max, iluminada por una sonrisita mordaz. El rubor le subió del cuello a las orejas. Enrojeció y frunció duramente el ceño. Entonces dio un paso atrás, endureció la expresión y alzó un dedo hacia Max. —¡Si vuelves a llamarla puta, te partiré la cara a golpes! ¡Es la última vez que te lo advierto! — Entrecerró los ojos y apretó los labios luchando por controlarse. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos brillaba la cólera. De soslayo miró a su padre y le dijo—: Sácalo de acá o no podré contenerme. Enseguida el viejo, temeroso de la ira de Frank, se volteó hacia Santino e hizo un gesto con la cabeza. Antes de que Max pudiese replicar, fue sacado a rastras del lugar. Frank, impávido, echó una ojeada alrededor, miró a los hombres que quedaban en la habitación y murmuró: —Lárguense de acá. Había algo déspota, agresivo en el tono. Los hombres asintieron y abandonaron el salón en silencio. Ante la desdeñosa orden de Frank, el viejo meneó la cabeza con reprobación. Frank, aún colérico, frunció las cejas. —¿Cómo se enteró tu hijo de mi relación con ella? El viejo soltó un suspiro y caminó por la habitación. En un minuto determinado, detuvo el paso y replicó: —Te siguen. Edward, el viejo oficial que humillaste delante de todos, descubrió tus encuentros con esa muchacha y se lo informó. Frank, inescrutable, se lamió los labios. —¿Quién le ordenó seguirme? —preguntó, torciendo las manos en un claro gesto de frustración. — Nick, tal vez. Aunque… — Aunque, ¿qué? El viejo se tomó un momento antes de contestar: —Creo que lo hizo por decisión propia. Descubrió que te encontrabas con esa muchacha a escondidas y quiso revelar tu secreto como una forma de vengarse por tu insulto. No puedes golpear a un hombre orgulloso, sin esperar a qué te devuelva el golpe. No puedes tratar a los hombres que te rodean cómo si fuesen un montón de mierda. Frank chasqueó los labios y alzó las cejas con altivez. —Yo no lo insulté y jamás he… —Burlarte de él fue un insulto—le interrumpió el viejo, repasando el aspecto altivo de su hijo con evidente reprobación. Su escrutinio se detuvo en los ojos de su hijo. Frank lo miró fijamente, sin parpadear y sin soltarlo. El viejo miró el relámpago de orgullo en esos profundos ojos oscuros y, quizás apenado por verse reflejado en ellos, volvió el rostro. —Si la amas, aléjate de ella—susurró. Frank, sorprendido por aquella súbita afirmación, se volvió a mirarlo bruscamente. —¿Qué? El viejo encendió un cigarro, aspiró hondamente el humo del tabaco y luego lo exhaló. Entonces lo miró a través del vaho ceniciento que había dejado el humo y replicó: — Lo que escuchaste, Frank. Estás metido en esta mierda hasta el cuello y si no te alejas, tarde o temprano, la mierda la salpicará a ella. Frank sintió que el rubor le calentaba la cara. Por primera vez, sintió que sus emociones lo dominaban. — No—replicó—. Yo no la dejaré. El viejo se echó en un sillón. Volvió a aspirar el humo del tabaco y miró a Frank desde su lugar. —Primero fue tu madre, luego John. ¿Quién vendrá después? ¿Tu hermano? ¿Tú? ¿Yo? No lo sabemos, pero podría ser cualquiera. Estamos lidiando con asesinos, Frank, que no se detendrán hasta ver su objetivo cumplido. Ellos quieren eliminarnos a todos y nosotros queremos hacerles lo mismo. Si pretendes mantener a esa muchacha a salvo, aléjate de ella. Frank tragó saliva. Los ojos le brillaron como si estuviese al borde del llanto. —No puedo alejarme de ella—contestó con voz sin fuerza—. Ya no puedo hacerlo, por más que quiera. El viejo lo miró con pesar. —¿Quieres que ella tenga la misma vida que tuvo tu madre? ¿Quieres exponerla a toda esta mierda? Frank, irritado, apretó la quijada. —No metas a mi madre en esto. El viejo endureció la expresión como si hubiese sido remecido por un profundo dolor. —La historia se volverá a repetir, si es que no haces algo al respecto. Frank entrecerró los ojos, crispado, talvez, de ira. —Me iré lejos y la llevaré conmigo. El viejo lo miró y negó con la cabeza. Entonces se oyó su respuesta: —Ya no podrás hacerlo, Frank. Ellos te perseguirán como perros de caza. Lanzaste el primer golpe cuando jalaste el gatillo y mataste a Dino. Ahora ya es muy tarde para lavarte las manos y salir ileso. Frank se enderezó. Los rastros de lágrimas que le manchaban la cara relucieron bajo la luz de la mañana. Miró a su padre fijamente y la rabia se asomó a sus ojos oscuros. —Tú me metiste en esta mierda. —No. Yo hice hasta lo imposible por mantenerte alejado de todo esto. Nunca quise que vivieras lo que yo viví. Jamás quise que te vieras involucrado en mis negocios. —¿Negocios? — Soltó un ruidito de fastidio—. ¿Desde cuándo derramar sangre se convirtió en un negocio? El viejo echó la cabeza hacia atrás. —Desde que la sangre derramada incrementaba el dinero que llegaba a nosotros. —Hizo una pausa, aspiró el humo del tabaco y prosiguió—: Si te hubieses mantenido apartado de esta disputa, si no te hubieses dejado llevar por la ira, no estaríamos metidos en esto. Frank apretó los labios reprimiendo la respuesta. El viejo tenía razón. Si la ira no lo hubiese cegado, si el deseo de venganza no lo hubiese azuzado, su vida no habría cambiado. De un minuto a otro, sintió que se ahogaba. El humo del tabaco y el aire de la habitación lo asfixiaban. Con manos temblorosas, echó mano a la cajetilla y sacó un cigarro. Luego lo encendió y aspiró una honda bocanada. El sabor del tabaco le quitó un poco el sabor amargo que tenía en los labios. —¿Debí ignorar que ese maldito bastardo mató a mamá? El viejo, sombrío, se arrebujó en su abrigo. Una vez más, aspiró el humo del cigarrillo. —No. Pero no debía haber muerto por tu mano. El orgullo te doblegó y quisiste transformarte en el héroe de tu madre. Frank soltó un ruidito de fastidio. —¿Orgullo? ¿Crees que lo maté por mi orgullo? El viejo se puso serio. —Tenías que matarlo tú, ¿verdad? No podía ser otro. Tenía que ser tu mano la que apretara el gatillo, para así saciar tu maldito orgullo. Frank no contestó. Se miró las manos y comprobó que los dedos le temblaban de rabia. — Lo hecho, hecho está—replicó. El viejo asintió con un hosco gesto. —Sí, pero debes asumir las consecuencias. Frank sonrió con amargura. Con un gesto cansado, se dejó caer sobre un sillón y hundió la cabeza entre las manos. —No permitiré que la hieran—susurró con un hilo de voz. El viejo apagó el cigarro en el cenicero, se levantó del asiento y caminó hacia él. —La única forma de protegerla es alejándote de ella. No cometas los mismos errores que yo cometí—le dijo, palmoteándole la espalda con un gesto fraterno. Frank sintió el frío contacto de esa palma en su espalda, y levantó bruscamente la cabeza. Magno, con el lastre de la vejez sobre los hombros, se alejaba despacio hacia la puerta. —No es la única forma—dijo con una voz que no toleraría replicas. El viejo detuvo el paso y se volteó lentamente hacia él. Frank alzó el mentón con altivez —. Si tengo que matarlos a todos por protegerla, lo haré y créeme que no dudaré. El viejo, desde su lugar, lo miró con atención: vio los ojos endurecidos, la boca firmemente apretada, la mandíbula tensa. La expresión de ira en el rostro de Frank era como una promesa sangrienta. ¿Qué podía decirle para apaciguar ese odio que le deformaba el rostro? Con un nudo en la garganta y sin capacidad de reacción, el viejo se dio la media vuelta y se alejó. ººº
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