Recostado sobre el sillón, rodeado de mantas y cojines, Frank meditaba con los ojos cerrados. No podía dormir, temeroso de encontrarse con el recuerdo de aquella mujer que lo asechaba en sueños. Emily y el niño dormían en sus habitaciones, ajenos a sus miedos, a sus más íntimas cavilaciones.
Cansado de dar vueltas en el sillón se quitó las mantas de encima, se sentó y soltó un bostezo. Con manos torpes por el cansancio, se frotó los ojos y miró alrededor. Las luces estaban apagadas y el aire tibio olía a ella. Deseoso de tenerla cerca, aspiró profundamente ese aroma a hierbas. Enseguida entrecerró los ojos y dejó caer la cabeza. El cansancio y el sueño se tornaban insoportables, pero no podía dormir. Sabía, a ciencia cierta, que en cuanto cerrara los párpados los fantasmas que le poblaban la mente se harían presente.
Con un gesto de hastío se llevó un puño al pecho. Nuevamente sentía los dedos de la mano derecha entumecidos. Soltó un suspiro y fue moviendo los dedos uno por uno. En ese momento se sintió invadido por el frío. Entonces se tocó la cara y, bajo los dedos, percibió ese molesto calor febril. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y supo que volvería a temblar como un perro enfermo.
Con el aliento entrecortado se incorporó del todo y caminó hacia su abrigo. Del bolsillo derecho sacó la cajetilla de cigarrillos. Sin detenerse a pensar volvió sobre sus pasos y se aproximó al ventanal. Saldría a fumar, a respirar el aire frío, a lidiar con esa maldita sensación que lo hacía temblar.
Una vez en el exterior encendió el cigarro y aspiró profundamente el humo. Las manos no le dejaban de temblar. Exhaló el humo del tabaco y miró alrededor: todo estaba en silencio y la oscuridad era como un denso muro de contención. Sin saber por qué se le vino a la mente el rostro de su padre. Entonces recordó que, cuando aún era un niño, solía verlo desde su ventana caminando a oscuras por el patio, envuelto entre la soledad y el frío, aspirando incesantemente el humo de un cigarrillo. Sintió pesar. Quizás, al igual que a él, la culpa no lo dejaba en paz y prefería lidiar con sus fantasmas en la más absoluta oscuridad. Los ojos se le repletaron de lágrimas.
De improviso la voz de Emily lo sacó de su meditación:
—¿Qué haces acá?
Frank giró la vista atrás.
—No podía dormir y salí a fumar.
Emily dio un cauto paso hacia él y lo miró con atención. Frank estaba pálido, ojeroso y las lágrimas le inundaban los ojos.
—Estás triste, ¿verdad?
Frank apretó los labios reprimiendo una respuesta y bajó la cabeza. Emily llegó hasta él en una exhalación y, atribuyendo su tristeza al recuerdo de su madre muerta, lo abrazó con emoción. El contacto con la fría piel de él la estremeció.
—Estás temblando, Frank. ¿Quieres morir de frío? —le levantó el mentón con un gesto suave.
Frank negó con la cabeza y alzó el rostro hacia ella. Tenía los ojos atribulados, enrojecidos.
—No. Solo quería despejarme.
Emily se alzó en la punta de los pies y le besó la boca.
—Deja ese cigarro y entremos a la casa, que hace demasiado frío. — Le cogió una mano y lo empujó hacia adentro.
Frank se dejó arrastrar como un niño y arrojó el cigarro al suelo. Emily cerró el ventanal tras su espalda y se volteó hacia él. Frank, parado a unos pasos de ella, seguía temblando como un crío. Emily sintió pesar de verlo así.
—Te haré un café—le dijo entre susurros.
—No. Solo recuéstate a mi lado y abrázame.
Había algo afligido, melancólico en el tono. El esfuerzo de Frank por no soltar el llanto, se le notaba en el rostro compungido, en los ojos atribulados, en el temblor que le agitaba los labios. Emily lo miró con una sonrisa paciente y dio un paso hacia él. Entonces le asió una mano y lo llevó hacia la habitación.
ººº
Cuando Frank la apretó contra su pecho, Emily se dio cuenta de que el cuerpo de él estaba sumamente frío. Entonces, tratando de brindarle un poco de calor, lo abrazó estrechamente y le restregó los pies sobre sus pies fríos. Frank sonrió en respuesta, se reacomodó bajo las mantas y le besó la cabeza.
—Gracias—le dijo. Cerró los ojos y soltó un suspiro.
Emily asintió y reacomodó la cabeza en el ancho pecho de él.
—Sé que todavía sufres por tu madre—susurró—, y entiendo tu dolor. Yo también perdí a un ser querido hace poco. — Los ojos se le repletaron de lágrimas—. Por eso voy a la iglesia todas las mañanas. Necesito rezar por todos mis muertos.
Frank inclinó la cabeza y le tomó la frágil barbilla entre los dedos. Emily alzó la mirada hacia él. Frank sonrió con ternura al sentir el aliento que salía, casi imperceptible, de la pequeña boca de ella.
—¿Todos tus muertos?
— Soy la única que queda de mi familia. Es triste quedarse sola.
Frank le besó la frente con delicadeza.
— No estás sola, Emily. Tienes a tu niño, a mí.
Emily sonrió.
—¿No me dejarás sola?
— No. Me niego a eso, aunque después te aburras de mí y quieras mandarme lejos. — Volvió a besarle la cabeza y le acarició la espalda.
— ¿Y qué pasaría si ya no te gusto luego de que estemos juntos?
Frank frunció las cejas.
— ¿Te refieres a después de tener sexo?
Emily, algo avergonzada, replicó:
—Sí. No he estado con un hombre hace muchísimo tiempo.
—Ah, ¿con mujeres sí?
Emily levantó la cabeza y se puso seria.
—No, ridículo.
Frank rio con ganas.
— ¿Hace cuanto tiempo que no das rienda suelta al placer?
Emily se tomó un momento antes de contestar:
—Cinco años, creo.
Frank arqueó las cejas con un gesto de sorpresa.
—¿Cinco años? ¿Y cómo has sobrevivido todo este tiempo?
Emily se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizás, redescubriendo mi cuerpo y dándome yo misma placer.
Frank guardó silencio y siguió acariciándole la espalda. Sin que lo pudiese evitar se imaginó el cuerpo desnudo de ella, suave y tibio como una seda. Sintió que el vello de los brazos se le erizaba y que la sangre comenzaba a arremolinársele en la entrepierna. Cerró los ojos.
—Hubiese preferido no enterarme de eso—susurró—. No tengo el control total de mi cuerpo.
Emily hizo una mueca.
—No lo dije para provocarte.
—Lo sé, pero tengo la mente sucia y sangre caliente en las venas.
—Ya duérmete—le dijo ella. Cerró los ojos y se apegó más a él.
Frank sintió el peso tibio del cuerpo de ella, la tibieza de su aliento rozándole la prenda que le cubría la piel. El corazón le dio un vuelco y un rescoldo de deseo se encendió en su pecho. Suavemente le retiró la mano de la espalda y cerró los ojos, luchando por apagar el incendio que ya había comenzado a arder.
ººº
Frank se despertó sobresaltado. Tenía los dedos entumecidos y apegados a la almohada. Con el temor a sentirse invadido por esa molesta sensación que lo hacía temblar como un animal enfermo, se incorporó despacio hasta quedar sentado sobre el lecho. Pensó que comenzaría a temblar, pero nada sucedió. Entonces soltó un suspiro de alivio y miró alrededor: estaba solo, con las piernas enredadas entre las sábanas, inundado por el aroma de ella. A un costado de la cama, sobre la mesa de noche, divisó un estuche para lentes de contacto, pero no le prestó atención. Con un bostezo volvió la vista hacia adelante y se frotó los ojos. Al instante, se levantó sigiloso. El aire frío le recorrió la ancha espalda como una garra y el piso helado lo hizo temblar.
A través de la puerta escuchó la diminuta voz del niño y la inconfundible risa de ella. Luego oyó que la puerta se abría y se cerraba enseguida. Caminó hacia la ventana y miró hacia afuera. Todavía estaba oscuro y Emily ya corría con el niño a la escuela. Sonrió. Cuando Emily volviera se olvidarían del resto del mundo y solo existirían ellos dos.
Con la típica torpeza de la mañana, se quitó el diminuto pijama que le vestía y se metió en la ducha. El agua le quitó la somnolencia del cuerpo y le despejó la cabeza de indeseables pensamientos. Echó mano al jabón que colgaba de una pequeña repisa y se frotó suavemente el pecho. De improviso, en el aire vaporoso que repletaba el lugar, percibió el aroma a hierbas tan propio de ella. Cerró los ojos. Era como si tuviese la nariz metida en el cuello de esa mujer y pudiese aspirar el perfume que expelía su piel Estremecido por el deseo, sintió el lento erizar del vello. Entreabrió los labios y respiró hondo. Conocía esa placentera sensación que le recorría el cuerpo; ese ímpetu que le golpeaba el pecho. Solo el deseo tenía esa fuerza avasalladora; solo el deseo podía empujarlo con esa potencia. ¿Cuántas veces se había sentido azuzado por esa fuerza? No lo sabía con exactitud, pero si sabía que, esta vez, no solo el deseo lo empujaba hacia ella.
ººº
Emily miró frente a ella el mentón masculino de Frank, la boca carnosa entreabierta, el vello incipiente que le cubría la barbilla. Los labios de él le aplastaron la boca con tal ardor que sintió cómo su lengua se empapaba de su saliva. Oyó el ronco gemido de él y vio que sus manos, anchas y morenas, se le anclaban a la carne de las mejillas. Tembló; los poros se le erizaron y sintió que le cedían las rodillas. Frank, al sentir que ella temblaba como una cría, detuvo el ímpetu que lo sometía y la miró.
—¿Estás bien?
Emily asintió y le sonrió como una niña. Frank la abrazó. La estrechó con fuerza sintiendo en su pecho la tibieza de ese cuerpo, la ternura fogosa que le escaldaba la piel. Ella también lo estrechó con el alma, le metió las manos bajo la ropa y le acarició la espalda. Bajo sus temblorosas palmas, sintió el profundo surco de la columna, los músculos que se ensanchaban en los omoplatos y que luego se angostaban en la cintura. Frank inhaló el olor a hierbas de su cabello y le enredó los dedos en el oscuro mechón que le cubría la nuca. Entonces la atrajo hacia sí con delicadeza, le colocó los labios sobre la boca y respiró la tibieza de su aliento. Emily soltó un pequeño quejido. Frank dio un paso atrás, le tomó la mano y la llevó a la habitación.
Frank se detuvo a unos pasos de la cama y nuevamente comenzó a besarla. Emily, nerviosa, se dejó hacer. Él le descorrió el pelo que le cubría el cuello y le besó con ardor esa tersa porción de piel. Emily se retorció de placer mientras Frank le enterraba los dedos en la espalda y lo empujaba hacia él. En un minuto determinado Frank, sin dejar de besarla, la empujó con su cuerpo hacia la cama y le palpó suavemente los pechos. Entonces, deseoso de contemplar su carne desnuda, le abrió la camisa y la apartó de su piel. Los pechos de ella, cubiertos por un pequeño sujetador, aparecieron bajo la luz de la mañana. Frank echó la cabeza hacia atrás y se mordió los labios con el gesto de un animal. Sin decir nada le aproximó una mano al pecho y, con la punta de los dedos, comenzó a trazar una línea invisible que recorría la clavícula y se perdía entre los senos. Bajo los dedos, sintió la turgencia de la carne, la placentera rigidez de los pezones. Asfixiado por el ardor, respiró agitado. Emily arqueó la espalda y levantó los pechos. Frank se inclinó sobre ella, le rozó la clavícula con los labios y comenzó a trazar con la lengua el mismo camino invisible que habían dibujado sus dedos.
Luego de unos minutos, Frank se irguió sobre la cama y se quitó la camisa que le estorbaba. Emily lo miró desde su altura y vio la piel morena, los anchos pectorales, la línea de vello que señalaba el masculino sendero que unía al ombligo con el sexo. Respiró entrecortado y entreabrió los labios. Frank volvió a echársele encima y buscó su boca con ávida ternura, mordiéndole los labios suavemente, repletándola con la cálida dulzura de su saliva. Entonces, como si necesitara palpar con su lengua hasta el último rincón de su cuerpo, comenzó a descender hacia su ombligo. Emily, ruborizada, lo miró con una extraña mezcla de vergüenza y asombro. Frank besó el vientre moreno surcado de estrías. Ella, avergonzada, quiso apartarle la cara, pero él se negó, mirándola a los ojos con dulzura, palpando las huellas que el embarazo había dejado sobre la piel. Por última vez le besó el ombligo y deslizó la lengua por la carne, deseo de perderse entre los suaves muslos de esa mujer.
En un minuto determinado Frank sintió que un arrebato febril le desbordaba el corazón de frenesí. Era un tórrido pulso de vigor que viajaba por las venas de su cuerpo, le sometía la voluntad y se adueñaba por completo de su sexo. Nunca en su vida había sentido la piel en carne viva, jamás había sentido ese ímpetu animalesco que lo sometía y lo enloquecía. Necesitaba saciarse de ella, necesitaba calmar la fiebre que lo sometía, hundirse en lo más profundo de ella y morir en el vaivén de su cintura.
Poseído por un poderoso deseo volvió a echarle el cuerpo encima mientras ella, sumida en la pasión, le mordía la barbilla. Buscando poseerla le aferró las muñecas por sobre la cabeza mientras le besaba la boca, una y otra vez. Emily, estremecida, se dejó hacer hasta que sintió en la entraña el vigor masculino de él. Entonces gimió, inundada por un inmenso placer que le escaldaba el cuerpo y le erizaba la piel.
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