Nunca pensó que llegaría el día en el que miraría a su hijo y lo vería transformado en una versión más joven de sí mismo. En el letargo de su inconciencia, su mente se había mantenido alejada de la realidad; lejos de esa imagen funesta. Pero la muerte había besado los labios de Frank y lo había impregnado de una imperiosa sed de venganza que lo había transformado. El odio le había sacudido el cuerpo con vehemencia, y él, orgulloso e iracundo, se había dejado manipular por el.
Ahora, Frank era otro y él ya estaba viejo y cansado. Por eso se había mantenido escondido todo este tiempo, oculto entre los recuerdos del pasado y un remordimiento insano. Volver a ese mundo hostil le dolía. Exponerse al abrazo fatal de la muerte y al agrio sabor de la venganza, le hacía sangrar viejas heridas. No quería ver cómo sus hijos desafiaban al destino y tentaban a la suerte. No pretendía remover el oscuro polvo de su pasado para tener que lidiar con recuerdos que creía olvidados. A lo largo de los años se había construido una armadura de desdén para protegerse del dolor que le provocaba lidiar con ese mundo oscuro. Pero luego de la muerte de su mujer, la vieja armadura había comenzado a ceder. Ahora tenía el pecho desprotegido, desnudo; expuesto a cualquier estocada que le propinara el enemigo.
No deseaba volver a caer en las zarpas del rencor, pero tampoco esperaba que lo hicieran sus hijos. Desde siempre su orgullo desmedido, la rabia y sus ansias de poder lo habían seducido, y en esa fatal seducción se había precipitado al abismo. Conocía lo que provocaba la ira desmedida y el orgullo herido, e intuía que Frank estaba pronto a descubrirlo. De mala forma, había comprendido que la rabia inducía al odio y que ese nefasto sentimiento subyugaba al hombre hasta aturdirlo. Pero también sabía que la venganza era una sed veleidosa que, saciada o no, podía volverse en su contra. ¿Qué les esperaba a sus hijos después de sentir en los labios el agrio sabor de esa fuerza caprichosa? ¿Qué podría hacer él para impedir que fuesen arrastrados, una vez más, por esa voraz serpiente de sonrisa insidiosa?
La primera vez, sumido en su dolor, no había sido capaz de impedir que sus hijos vengaran la muerte de su mujer. ¿Podría hacer algo esta vez? ¿Podría impedir que Frank por proteger a esa mujer, se transformara en un asesino? No lo sabía con exactitud, pero intuía que no tardaría en descubrirlo.
ººº
Max, todavía borracho, daba vueltas por la habitación con una botella de licor en la mano. Estaba pálido, desmelenado, con los ojos inyectados de sangre como si no hubiese dormido hace años. La rabia le borboteaba en el pecho y un soplo de odio le arrebataba el aliento. Las lágrimas le repletaban los ojos y le escurrían por las mejillas. Lloraba a lágrima viva, como sí el dolor le hubiese abierto la carne del pecho y su frágil corazón hubiese quedado al descubierto. Pero su llanto no era el reflejo de su tristeza: era el reflejo de la impotencia, de la inmensa ira que llevaba a cuestas. Se sentía herido, frustrado, humillado, como si Frank realmente se le hubiese ido encima y lo hubiese golpeado. Preso del descontrol, había arremetido contra los muros hasta hacerse sangrar los puños. El orgullo herido lo había sometido y las marcas de esa sumisión se veían claramente en sus ensangrentados nudillos.
La muerte de esa mujer lo había impactado mucho más de lo que imaginaba; mucho más de lo que era capaz de asumir. La sed de venganza se le había transformado en una obsesión que le gritaba constantemente y no le permitía dormir. En su mente revivía, una y otra vez, la noche aquella; la maldita tragedia, la fatídica muerte de ella. El sonido de la bala saliendo del revólver le repletaba los oídos y la expresión de asombro en el rostro de ella le seguía hiriendo los ojos. Los fantasmas lo asediaban a diario y solo se alejaban de su cabeza cuando bebía y se emborrachaba. Por eso bebía todo el día, por eso necesitaba la bebida. A pesar de sus esfuerzos no lograba lidiar con la potencia avasalladora de sus sentimientos. No sabía cómo defenderse de sí mismo y sus contrariadas emociones lo agredían hasta aturdirlo.
Llevaba escondido en el pecho una rabia implacable por Frank y, aunque él lo ignorara, esa ira se estaba transformando en un odio profundo imposible de ignorar. Tenía el corazón repleto de rencor y la mente poblada de ira. Era presa de un caótico cúmulo de sentimientos, gobernado por la fuerza irascible de la envidia.
ººº
En las calles apenas se oía el silbido del viento. Todo estaba cubierto de nieve y el frío se esparcía por el aire como una densa cortina de niebla. No se veía mucha gente en las veredas ni carros aparcados en los estacionamientos. La ciudad parecía dormida, el mundanal ruido se había apagado y la prisa se había tomado un descanso.
Mientras Nick y sus hombres llevaban a cabo el plan de venganza, Frank se dirigía hacia la pequeña librería. Antes de salir de casa se había reunido con Santino y, con su típica voz altiva, le había ordenado que nadie le siguiera. El hombre, a regañadientes, había asentido mientras veía cómo Frank se alejaba por el pasillo. Frank no quería que Emily se viera envuelta en esa mierda y haría hasta lo imposible por mantenerla alejada de ella. Ensordecido a la razón, se negaba a aceptar la idea de no volver a verla y aunque el instinto le susurraba que debía alejarse de ella, su orgullo desmedido la empujaba a protegerla.
El miedo a perderla le roía el corazón. La angustia le aplastaba el pecho y le dolía una simple inhalación. Ella había aparecido en su vida cuando se creía perdido, lo había rescatado del abismo; lo había revivido. Recordaba nítidamente la primera vez que la vio, los ojos anegados de ternura, la párvula sonrisa picaresca, la suave melodía de su voz. ¿Cómo podía abandonarla y seguir su vida sin ella? ¿Cómo un hombre podía vivir sin su corazón? Los ojos se le repletaron de lágrimas. La sola idea de perderla le resultaba dolorosa como la más cruel de las torturas. No podía ni quería vivir sin ella, aunque el mundo lo juzgara y todo se pusiera de cabeza.
Medio cegado por las lágrimas, alzó la vista y miró alrededor. Unos pasos más allá, apoyado sobre el capot de un carro, distinguió a un hombre. Con la mirada media oculta por los párpados entrecerrados, lo observó con atención. El desconocido vestía un largo abrigo n***o y ocultaba el rostro entre los gruesos pliegues del cuello. No se le veían los ojos, ocultos bajo la oscura visera de un gorro. Tenía las manos metidas en los bolsillos como si quisiera ocultar lo que llevaba entre los dedos y sus pulcros zapatos negros, sin rastros de nieve, brillaban sobre la húmeda acera. Frank, a una corta distancia de él y sin quitarle los ojos de encima, detuvo el paso. No era un hombre fornido; era un tipo desgarbado y bajo que semejaba un crío. Los profundos ojos de Frank se posaron sobre los amplios bolsillos. Ahí estaba el peligro, en el arma que permanecía oculta entre esos nerviosos dedos que simulaban tener frío. El corazón le latió con tanta fuerza que escuchó el rítmico batir de la sangre en los oídos. ¿Emily estaba en peligro? ¿El tipo estaba allí por ella? Palideció y un soplo de pavor lo inmovilizó.
En ese momento una pequeña mujer rubia salió de la librería. Enseguida, el desconocido se abalanzó sobre ella y le besó la mejilla. Segundos después, entre risas y murmullos, se subieron al carro y se marcharon. Frank, todavía pálido, parpadeó rápidamente y tragó saliva. Estaba atónito y sudaba helado. ¿Por qué no había sido capaz de reaccionar? ¿Qué habría pasado si el tipo ese hubiese atacado a Emily? ¿La hubiese acribillado como lo hicieron con su madre? ¿La habría perdido para siempre?
Ajena a sus cuestionamientos, Emily salió de la librería y caminó a su encuentro. Frank, inmerso en sus pensamientos, no la vio venir. Tenía la vista fija en el horizonte y no veía nada más.
— ¿Estás bien? —le preguntó ella, palpándole suavemente la frente—. Estás pálido y muy helado.
Frank inclinó la mirada hacia ella y parpadeó como si no la hubiese escuchado. Trató de sonreír, pero no pudo.
—Sí—replicó luego de unos segundos.
Emily se alzó en la punta de los pies y le besó la boca. Frank le respondió el beso fugazmente y enseguida alzó la cabeza. Con un gesto nervioso, echó una ojeada alrededor.
—¿Qué te pasa? ¿A quién buscas?
Frank nuevamente la miró.
—Creí ver a un amigo, que no veía hace años—replicó.
Emily alzó una ceja.
—¿ Y ese amigo está muerto? Porque estás pálido como si hubieses visto un fantasma.
Frank soltó un suspiro, la asió por la cintura y la atrajo hacia sí. Entonces le colocó la barbilla sobre la cabeza y le besó el pelo con un gesto casi infantil.
—No. Solo lo confundí con otra persona.
Emily, no muy convencida, asintió.
—¿Me extrañaste hoy? —le preguntó.
Frank pensó en la conversación que había tenido con su padre y sonrió con amargura.
—No te imaginas cuánto. —La separó de su cuerpo con un gesto suave y le tomó la cara entre las palmas—. ¿Tienes que ir por el niño?
Emily sonrió y el sombrío mundo de Frank se iluminó.
—No. Está en la casa de un amigo, en una fiesta de cumpleaños. Tendremos toda la tarde y la noche para los dos.
Frank alzó las cejas y sonrió con un gesto picaresco.
—¿ Y qué podríamos hacer para entretenernos?
Emily se mordió el labio y lo miró desde su altura.
—No lo sé. Quizás, podría untarte el cuerpo de chocolate para luego…—Hizo una pausa y esbozó una sonrisa—para luego esperar a que te coman las hormigas.
Frank rio con ganas y volvió a estrecharla contra su pecho.
—Definitivamente eres una mujer malvada.
Emily aspiró el olor masculino de él y entrecerró los ojos.
—Tengo hambre, frío y estoy cansada. Llévame a casa.
Frank se abrió el abrigo y la estrechó aún más contra su pecho. Si algo le sucedía a ella, si algo la llegaba a dañar, perdería la poca consciencia que le quedaba y no dudaría en matar. Con ese pensamiento, le acarició la espalda y le besó la cabeza.
—No te llevaré a casa. Te llevaré a otro lugar.
Emily se removió entre los brazos que la sostenían y dio un paso atrás.
—¿Por qué?
Frank vio los ojos oscuros brillando en esa cara morena y bella. ¿Cómo podía decirle que en su casa no estaba segura? ¿Cómo explicarle que su vida estaba en peligro? Sonrió como pudo y nuevamente la atrajo hacia sí. Entonces volvió a mirar alrededor y los ojos se le repletaron de lágrimas.
—Porque quiero que comas, que descanses y que te olvides un poco del mundo.
Emily asintió. Frank le acarició el pelo con la punta de los dedos. Era tal la suavidad del roce, que parecía que sus manos no tomaban contacto con esos largos mechones negros. Emily, apegada a él, no logró percibir que los dedos de Frank se enredaban en su cabello.
ººº
En el aire tibio de la habitación, se percibía un tenue aroma a limón. Los ventanales, cubiertos por lujosas cortinas rojas, permanecían entreabiertos y una ráfaga de aire frío se paseaba por el estrecho pasillo. La potente luz de una lámpara caía en picada sobre el lecho, rescataba a los rincones de las sombras e iluminaba por completo el lugar. Afuera reinaba un indolente frío, pero allí dentro lo hacía un vivificante calor.
Frank la encontró recostada sobre la cama. Emily estaba de costado, con los ojos entrecerrados y la cara apegada a la almohada. Tenía las manos apegadas a las mejillas y las piernas encogidas a la altura de las rodillas. Se había desprendido de los zapatos y sus pies desnudos descansaban sobre un cojín. Su largo pelo n***o se desparramaba sobre la colcha, irrumpiendo el dominio del color blanco que cubría el lecho. Parecía una niña: frágil, pequeña, desvalida. Frank sintió que la ternura le enroscaba el corazón. Sonrió.
— Ya te preparé un baño—le dijo entre susurros.
Emily se incorporó hasta quedar sentada sobre la cama y le sonrió.
—Gracias—replicó, bajándose de la cama.
Frank la miró con atención. Emily hizo ademán de caminar hacia él, pero la ronca voz de Frank la inmovilizó:
—Espera. Quédate allí, parada frente a mí. —Echó la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos y la observó unos segundos en silencio—. Desnúdate para mí. — Los ojos le brillaron como rescoldos.
Emily parpadeó como si no lo hubiese escuchado y negó con la cabeza.
—No lo haré.
Frank esbozó una sonrisa de medio lado y se cruzó de brazos.
—¿Por qué?
Emily alzó una ceja e hizo una mueca. Sintió que el rubor le subía del cuello hasta las orejas. Enrojeció y frunció el ceño.
—No me gusta mi cuerpo.
— Pero a mí sí.
Emily colocó los ojos en blanco y soltó un ruidito de fastidio.
— ¿No entiendes que me da vergüenza? Tengo la panza fea, con estrías y toda suelta.
Frank le dedicó una sonrisa paciente.
—Yo también tengo estrías. ¿Quieres verlas? — Se quitó la camisa y le mostró debajo de los brazos—. Pero no me avergüenzan. Además, tengo pelos en el trasero y también tengo panza. —Rápidamente, se quitó el pantalón. Entonces sacó el abdomen hacia afuera y se colocó de costado.
Emily soltó una risotada que reprimió enseguida.
— Así no se vale, ridículo. Estás sacando la panza. — Soltó un suspiro y se puso seria—. Tú no sientes vergüenza de tu cuerpo porque tienes el abdomen marcado y músculos por todos lados. Mírate, Frank, si parece que vivieras en el gimnasio.
Frank meneó la cabeza.
— Yo no llevé nueve meses a un crío en la panza, tú sí. Yo no he dado vida, Emily, pero tú si lo hiciste. Esas marcas que tanto escondes son parte de ti, de tu historia. No deberías avergonzarte de ellas. Además, si tanto te avergüenzan prometo no fijarme en ellas y centrar mis ojos en otras dos apetitosas cosas. — Esbozó una sonrisa maliciosa.
Emily soltó un bufido y torció los labios con un gesto infantil.
—No quiero.
Frank irguió la postura y endureció la expresión.
—Desnúdate, ahora. — Emily lo miró con el ceño fruncido y él, al instante, relajó la expresión—. Por favor.
Emily entornó los ojos con una expresión de niña mimada. Entonces miró el torso de Frank, duro y firme como una escultura.
—¿Puedes apagar la luz?
— No. Levanta la cabeza y mírame. Quiero ver cómo te vas desprendiendo de la ropa hasta quedar completamente desnuda. —Nuevamente en el terciopelo n***o de sus ojos se encendió un rescoldo de ardor.
Emily inhaló profundo y se irguió. Entonces, con dedos tembleques por el nerviosismo y sin quitar la vista de él, comenzó a desabotonarse el pantalón. En pocos segundos la prenda se deslizó suavemente por sus muslos hasta llegar a las rodillas. Luego, con un suave movimiento de dedos, Emily lo desplazó hacia los tobillos y se lo quitó. Sus piernas, torneadas y bronceadas, relucieron bajo la luz de la lámpara. Frank parpadeó despacio y se mordió delicadamente el labio. Sintió el lento erizar del vello, el golpe del deseo en el pecho. Emily volvió a alzar la vista hacia él mientras se desprendía lentamente de su camisa. Frank tragó saliva y la observó. La piel, desnuda y acaramelada, de los hombros resplandeció como un pequeño rayo de sol. La clavícula era un alargado arco estrecho que recorría grácilmente el terso cuello y el tórax una frágil jaula delineada que mantenía encerrado al deseo. Frank respiró agitado mientras contemplaba la apetitosa porción de carne que se asomaba, descaradamente, por sobre el sujetador. Emily, algo nerviosa, se quitó el largo mechón n***o que le caía sobre el pecho. Entonces, con dedos pudorosos y algo avergonzada, se desprendió del molesto sujetador. Frank no parpadeó, pero sus labios soltaron una leve exclamación. Una vez más se mordió la boca con un gesto animalesco y bajó la vista. En los pechos, redondos y turgentes como dos frutas jugosas, vislumbró los acaramelados pezones levemente erizados. Respiró agitado y distendió los labios sobre los dientes con un gesto feroz. La razón, poco a poco, se le adormecía en el impetuoso vaivén del ardor. Ajena a lo que su desnudez provocaba en él, Emily tomó los bordes de su braga con la punta de los dedos y lentamente se fue desprendiendo de ella. Frank, con los ojos fijos en los dedos de ella, contempló el sinuoso recorrido de la prenda. Al descubrir que la diminuta braga caía al suelo, entreabrió los labios y echó la cabeza hacia atrás. En ese momento su rostro, contraído por el deseo, adquirió el cariz de un peligro animal. Tembló y, por unos segundos, la mente se le nubló. Nada hubiese anhelado más que lanzarse sobre ella como toro embravecido y hundirse entre sus suaves muslos, pero debía esperar. Emily alzó la vista hacia él y sus miradas se cruzaron por un leve segundo. En los ojos de ella latía el pudor y en los de él un deseo mucho mayor.
—Camina hacia mí—le dijo él con voz ronca por el ardor.
Emily se desplazó despacio hacia él. Frank, inmóvil y agitado, esperó. Una vez frente a él, Emily alzó la vista y vislumbró sus ojos, apremiados y feroces, ardiendo como leña en un fogón. Sin decir nada, Frank la ciñó contra sí. Emily cerró los ojos. Podía sentir los potentes latidos que contraían y relajaban su prominente nuez de Adán, el vehemente golpe de la respiración, los dedos que luchaban estoicamente por no perder la suavidad, la vigorosa potencia de su masculinidad.
—El agua se enfriará—afirmó él con voz ahogada. Inhaló profundo, como si necesitara una bocanada de aire para controlarse y agregó—: Dame tu mano.
ººº