Enfrentado a la muerte.

3329 Words
En el aire sofocante del pequeño despacho se percibía el olor a cigarrillo mezclado con un intenso aroma a café. Las ventanas estaban entreabiertas y una ráfaga de aire frío sacudía las oscuras cortinas. No había ningún objeto que irrumpiera el total dominio del blanco sobre los muros, ni tampoco alguna decoración que opacara el aspecto ceremonioso de la habitación. En el centro del escritorio se erguía un pequeño computador, rodeado de un montón de papeles y una pila de carpetas. Tom, sin murmurar palabras, se sentó en el pequeño escritorio y trató de disimular el temblor que le agitaba las manos. Magno Montanari, inescrutable como siempre, encendió un cigarro y se sentó enfrente. Fran, rígido como una estatua y erguido detrás de su padre, inhaló el humo del tabaco mientras escrutaba el pálido rostro de Tom. Tom, evidentemente nervioso, encendió el computador. Evitaba que sus ojos se cruzaran con la inquisitiva mirada de Frank, por lo que mantenía la vista clavada en la pantalla. Frank se sorprendió al notarlo tan nervioso. Después de todo, no era la primera vez que citaba al viejo para tomarle su declaración, tampoco era nuevo en todo esto. Pero los diminutos ojos de Tom parpadeaban nerviosamente y le rehuían la mirada. Las manos le temblaban, aunque él se afanaba en mantenerlas ocupadas. Tenía la delgada boca firmemente apretada y la gruesa mandíbula tensada. Se veía ansioso, preocupado, como si tuviese que someterse a un complicado interrogatorio. ¿A qué se debía su tensión? Harto de la espera y del tozudo silencio del detective, Frank murmuró: —Tuvimos que caminar dos cuadras para llegar hasta acá. ¿No podían permitirnos estacionar el carro en este lugar? Tom levantó la vista de la pantalla y carraspeó: —El estacionamiento estaba repleto. Frank asintió de mala gana. —Pero el señor Montanari ya está viejo para caminar ese trecho. Esta vez Tom lo miró, algo sorprendido por la frialdad con la que el hombre se refería a su padre. Frank inhaló el humo del cigarro y lo escrutó con el ceño fruncido. Vio la pálida cara de él, los ojos alterados, el parpadeo incesante, la respiración anhelante. Tom le sostuvo la mirada unos instantes, pero luego, como si hubiese sido sorprendido en un acto indecoroso, bajó los ojos y volvió el rostro. —No es algo que yo pueda solucionar. Frank, inmutable, soltó un suspiro y acotó: — ¿Cuánto tiempo más nos harás esperar? Llevamos más de una hora acá. Tom se lamió los labios, echó la cabeza hacia atrás y encendió un cigarro. —Puedes irte cuando gustes, Frank. La citación era para tu padre, no para ti. Frank esbozó una sonrisa sardónica. Con toda la calma que pudo expresar, dio un paso hacia el escritorio y apagó el cigarro en el cenicero. Luego volvió a su lugar, se pasó una mano por el saco gris que le vestía y estiró el cuello, esforzándose por parecer más alto. —Lamentablemente para ti, Tom, no me iré. No estoy acá como su hijo, vine como su abogado. Tom lo miró con innegable desprecio, pero no replicó. Enseguida, se reacomodó en la silla y miró al viejo. —Señor Montanari, necesito hacerle unas preguntas con respecto a John Galbani. El viejo asintió con un hosco movimiento de cabeza. Inhaló una honda bocanada de tabaco y se cruzó una pierna sobre la rodilla contraria. —Imagino que esta vez sí meterán al asesino tras las rejas y no lo dejarán libre como sucedió con el homicida de mi difunta esposa. Tom carraspeó: —Dino Caputo está muerto, señor Montanari. Es imposible tenerlo tras las rejas. El viejo exhaló el humo del cigarrillo. —Murió como un hombre libre, no como un asesino. Tom arqueó las cejas. —No tuvimos las pruebas suficientes para… —Limítate a seguir con el caso de John—le interrumpió Frank, abruptamente—. No nos interesa seguir hablando de ese asesino. Tom se esforzó por conservar la apariencia de ecuanimidad, aunque le hubiese gustado espetarle a Frank que no descansaría hasta encontrar al asesino de Dino. De mala gana, centró la mirada en el viejo y prosiguió: —¿Cuándo fue la última vez que vio a John Galvani con vida? El viejo soltó un hondo suspiro. Entonces describió en detalle la última vez que había visto a John con vida. Tom, con la cabeza apegada al respaldo de la silla, lo escuchó con atención mientras sopesaba todo con cautela y escribía en el computador. — ¿Sabe si John había recibido alguna amenaza de muerte o algo por el estilo? El viejo, inescrutable, frunció las cejas. —No que yo sepa. Tom asintió. —¿Tenía alguna deuda? ¿Algún monto de dinero que no pudiese pagar? —No. Tom, con los ojos fijos en el teclado, siguió preguntando: —¿Estaba involucrado en algún negocio ilícito? El viejo se reacomodó en la silla y sus labios se curvaron en una sonrisa paciente. —¿Negocio ilícito? Tom alzó la vista del teclado, bebió un sorbo de café y le sonrió despreocupado. —Sí. ¿Algún negocio con la mafia? ¿Con traficantes o con proxenetas? El viejo negó con la cabeza. Era lo de siempre. Había escuchado esas preguntas cientos de veces. ¿Cuántas veces más las tendría que escuchar? —El hombre trabajaba para mí, pero no me rendía cuentas de su vida. No tengo información al respecto. Tom alzó una ceja con un gesto de extrañeza. —Se dice que usted, Magno Montanari, conoce a todos sus empleados a la perfección. ¿Cómo no iba a saber en qué estaba metido John? Sobre todo, cuando todo el mundo sabe que John Galvani era su íntimo amigo. En se momento Frank, quien se había mantenido en silencio, intervino: —No puedes basar tus preguntas en supuestos. Además, esto es una declaración, no un interrogatorio. Si mi cliente responde que no conocía la vida privada de John, es porque así es. Tom le lanzó una rápida mirada apática y prosiguió: —¿Sospecha de alguien en particular, señor Montanari? ¿Alguien que hubiese deseado verlo muerto? —En el fondo de sus ojos claros se asomó la malicia. Esbozó una sardónica sonrisita y agregó—: Usted lo conocía mejor que nadie. Debe saber si tenía algún enemigo o no. El rostro de Magno mutó. De un minuto a otro su rostro enrojeció como si Tom le hubiese propinado un puñetazo. Guardó silencio unos minutos y luego, con toda la frialdad que su carácter le permitía, replicó: —No. Tom, algo sorprendido por aquella lacónica declaración, lo miró. En su rostro, pálido como la luna, se leyó un gesto de sorpresa. —¿No? Frank ni se inmutó. Sabía, con exactitud absoluta, que su padre no dejaría entrever que todo esto se trataba de un ajuste de cuentas, por lo que su respuesta no lo sorprendió. Entonces, consciente de que el viejo sabía cómo mover las piezas, volvió a intervenir en la conversación: —Ya lo escuchaste. Prosigue con tus preguntas— le dijo, sonriendo con un dejo de amabilidad. Tom alzó la vista y lo miró con la mirada media oculta por los párpados entrecerrados. Vio los oscuros ojos fríos, la inexpresividad en el rostro, la seguridad en la sonrisa. Frank, sin lugar a dudas, era un hueso duro de roer. Con calculada tranquilidad, Tom volvió a apoyar la cabeza sobre el respaldo de la silla y echó una rápida ojeada al reloj. Entonces volvió a clavar los ojos sobre la pantalla y bebió otro sorbo de café. Frank, astuto como una araña, advirtió su extraña jugada. No era la primera vez que Tom miraba la hora; lo había hecho muchas veces en un corto periodo de tiempo. Además, se notaba evidentemente ansioso como si estuviese a la espera de algo que tardaba en llegar. El café se le había enfriado en la taza, pero él insistía en seguir bebiéndolo con calma como si estuviese recién hecho. ¿Qué estaba esperando? ¿Por qué le parecía que solo trataba de ganar tiempo? Ajeno al razonamiento de Frank, Tom se mordisqueó el labio con un gesto nervioso y volvió a preguntar: —¿Cómo era su relación con John, señor Montanari? El viejo hizo ademán de replicar, pero la voz de Frank se lo impidió: —Acabas de afirmar que era amigos íntimos. ¿Cuál es el punto de volver sobre lo mismo? Tom volvió a echar una nerviosa mirada al reloj y replicó: —Son peguntas necesarias para la investigación. Frank frunció las cejas. —Ya hiciste todas las preguntas necesarias. No perderemos más tiempo en este lugar. —Miró a su padre desde su altura y agregó—: Vamos. Ya no tenemos nada que hacer acá. El viejo asintió. Sin decir nada se levantó del asiento con cierta torpeza y cruzó una rápida mirada con Tom. Luego giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. —No puede retirarse todavía, señor Montanari—le dijo Tom desde su asiento. Frank se volteó hacia él y lo miró sin parpadear y sin soltarlo. —A mi cliente se le citó a declarar para ayudar con la investigación. No está en calidad de testigo, tampoco como un posible culpable. —Dio un paso hacia el escritorio y dejó una tarjeta de presentación al lado del computador—. Si necesitas algo más, llámame y arreglaremos una cita. Tom lo miró con odio puro, pero no replicó. Frank, sin gastar más saliva, se dio la media vuelta y, en compañía de su padre, se alejó. En el medio del pasillo, el viejo se inclinó sobre el hombro de su hijo y susurró: —Gracias por venir. Frank lo miró de soslayo con mal disimulado enojo. —No lo hice por ti. El viejo carraspeó: —Y en cuanto a lo que sucedió en mi despacho… —No me interesa hablar contigo de eso—le interrumpió Frank con voz torva. Todavía sentía la mano de su padre en la mejilla y su orgullo herido no le permitía olvidar—. Desde este momento limítate a hablar conmigo cuando necesites de mis servicios. ººº Luego de prestar declaración, Magno, en compañía de su hijo y Santino, caminó hacia el exterior de la estación. El sol de invierno apenas iluminaba el día y el cemento, humedecido por rastros de nieve, estaba resbaloso. Las calles se veían extrañamente vacías y no había rastros de sus hombres alrededor. Unos pocos autos aparcaban cerca de la estación, pero el lugar semejaba un páramo sin vida. —Ahora movieron los carros estos bastardos—dijo Santino con evidente enojo. Frank detuvo el paso y echó una ojeada alrededor: no había ningún oficial en la cabina de guardia, tampoco veía a los hombres de Nick. Estaban solos, parados en un espacio abierto, expuestos a un ataque sorpresivo. Sin murmurar palabras, recordó el extraño comportamiento de Tom; la ansiedad que evidenciaba en cada ojeada hacia el reloj, la calculada lentitud con la que había dirigido la declaración. Entonces la intuición, en forma de un repentino temblor, le advirtió del peligro de la situación. Pálido como un muerto miró a Santino. En el rostro del hombre creyó vislumbrar el mismo asombro que le endurecía el gesto, el mismo pavor que le sacudía las rodillas. —Llama a Nick, ahora —le dijo. Volvió la mirada hacia su padre y descubrió que el viejo estaba inmóvil y con el rostro desencajado—. No podemos quedarnos aquí. Trata de caminar rápido y vamos al carro. Rápidamente retomó el paso y se encaminó por la calle hacia la esquina donde habían aparcado el carro. De sus sienes brotaba un copioso sudor; signo innegable de toda su tensión. A medida que avanzaba por esa calle desolada, el corazón le galopaba y la visión se le nublaba. Sentía que caminaba a tientas en la oscuridad, tratando de sortear un camino intrincado que nunca antes había recorrido. Una vez más, sintió que el corazón le batía en las costillas. En ese momento escucho la áspera voz de Santino: —Nick no contesta. Frank tragó saliva, pero no replicó. Sintió que la sangre se le helaba bajo las venas y que un soplo de pavor le cortaba la respiración. Temió lo peor. Con evidente ansiedad, apuró el paso. El viejo, a su espalda, entrecerró los ojos y siguió avanzando lo más rápido que le permitieron sus viejas piernas. Frank, sin detenerse, volvió a mirar alrededor. Entonces, ensordecido por el batir de la sangre en los oídos, escuchó el seco impacto de un tiro. El corazón le dio un vuelvo y las rodillas le temblaron. Parpadeó, como si no diera crédito a lo que sus oídos acababan de escuchar, y miró hacia el origen del sonido. Agazapado entre los árboles descubrió la figura de un hombre, de cuya gruesa mano pendía un viejo revolver. El hombre, desde su escondite, lo miró con malicioso interés y nuevamente encañonó el revólver hacia él. Antes de que Frank pudiese reaccionar, se escuchó el seco impacto de otro balazo. Frank hizo ademán de correr, pero sintió que alguien lo empujaba hacia el suelo y se interponía entre el recorrido de la bala y él. En el momento en que su cuerpo impactó contra el suelo, escuchó el sordo clamor de otros disparos. Por un par de segundos, el mundo guardó un doloroso silencio. Desde el suelo, Frank vio que el desconocido se subía a un carro y arrancaba en el a gran velocidad. No logró divisarle el rostro, algo aturdido por todo lo que había sucedido. Con el corazón en la garganta y todavía ensordecido se puso en pie. Santino, con un revólver en la mano, pasó corriendo a su lado dándole con el hombro en el brazo. Frank no reaccionó. Unos segundos después soltó un suspiro de alivio y giró el rostro hacia Santino. Entonces lo vio: el viejo yacía desplomado sobre el piso. Tenía el rostro cetrino, los ojos entrecerrados, el pecho ensangrentado. Con un grito ahogado, Frank se abalanzó sobre ellos, empujó a Santino hacia un lado y se arrodilló al lado del viejo. Trató de levantarlo como pudo, pero el temblor que le agitaba las manos se lo impidió. Haciendo un gran esfuerzo logró colocarle la cabeza sobre su regazo. Entonces, buscando percibir el pulso, le palpó la garganta. Por más que lo intentó no logró percibir la frecuencia cardiaca. Con un hosco gruñido, asió al viejo de los brazos y lo giró. En la espalda, debajo de los omoplatos, descubrió los agujeros sanguinolentos que habían provocado las balas. Eran lesiones profundas, simétricas, que causaban una profusa hemorragia. Un sollozo le atenazó la gruesa garganta. —No, por Dios, no—balbuceó girándolo nuevamente hacia él. Santino, con increíble calma, se aproximó al rostro del viejo y le levantó el borde de un párpado con el pulgar. La curva inmóvil y dilatada de la pupila le confirmó lo que ya sospechaba. —Se nos fue, Frank—murmuró—. Se nos fue. Frank, a punto de soltar el llanto, negó reiteradamente con la cabeza. —No. No puede irse todavía—gimió inclinándose sobre el viejo, buscando percibir el aliento. Su voz, poco a poco, se fue repletando de intensidad —: ¡Llama a una ambulancia, maldita sea! Santino endureció la expresión y lo asió de la muñeca. — Ya no hay nada que podamos hacer, Frank. Frank lo miró sin comprender, meciendo el cuerpo de su padre mientras le besaba la cabeza una y otra vez. Santino, tal vez derrotado, dejó caer la cabeza. Frank sintió una dolorosa punzada en el pecho, como si su tórax se hubiese estrechado de improviso y ya no hubiese cabida para su corazón. Entonces soltó un ronco grito, se inclinó sobre su padre y sollozó. Cuando contuvo el llanto se puso de pie al lado del cuerpo y empuñó las manos. El rostro de Tom se le vino a la mente como una exhalación. Enrojeció y una repentina descarga de adrenalina le remeció el cuerpo como si fuese lujuria. El odio que lo abrazó lo sorprendió como una súbita enfermedad. Por la asquerosa ambición de un hombre que anhelaba unas migajas de poder, había perdido al viejo. Quiso matar al bastardo en ese momento. Anheló empaparse las manos con su asquerosa sangre y ver cómo el desgraciado suplicaba por piedad. Movido por una ira irreflexiva dio un paso atrás e hizo ademán de alejarse, pero Santino se abalanzó sobre él y lo detuvo con una mano que parecía de hierro. —No lo hagas, Frank—le dijo, como si el hombre hubiese revelado sus pensamientos en voz alta. Frank, bufando como toro enardecido, se lo quitó de encima de un solo empujón. Fue tal la fuerza que ejerció que Santino se tambaleó hacia atrás, pero no cayó. Con el camino libre, Frank volvió sobre sus pasos y se encaminó a la estación. Iba cargado de ira y el odio que sentía le repletaba los músculos de energía. Un ímpetu visceral lo había despojado de la razón transformándolo en un ser instintivo, que se movía por un sordo impulso de furia. Al llegar a la estación ingresó por el pasillo, hecho un energúmeno. Ensordecido por el batir de la sangre en los oídos, escuchó la voz de un hombre como un lejano susurro. Con la vista fija en su objetivo, no se detuvo. Entonces la visión se le estrechó y lo único que divisó fue la puerta transparente al final del corredor. Una vez allí, lanzó una brusca patada sobre la puerta y esta se abrió tan violentamente que chocó contra la muralla. El vidrio se trizó por la mitad y algunos trozos cayeron al suelo como un montón de polvo blancuzco. Sin murmurar palabras, Frank ingresó en la oficina como caballo encabritado. Sobresaltado por el impacto, Tom se volvió a mirarlo. Fue tal la impresión que se llevó, que la taza de café caliente se le cayó de las manos y se le derramó encima. Frank, sin previo aviso, se abalanzó sobre él y le propinó un seco puñetazo en la mandíbula. Tom perdió el equilibrio y se fue de espaldas contra unas sillas. Las enclenques sillas cedieron ante su peso y Tom cayó bruscamente al suelo. Atontado por la trompada, no supo si el dolor que sentía provenía de su quijada o del café caliente que tenía en las rodillas. No contento con el golpe, Frank se le fue encima y se sentó a ahorcajadas sobre él. Entonces hizo ademán de deformarle la cara a golpes, pero unas manos aparecieron de la nada y lo separaron de él. Tom, desde el suelo, lo miró sobresaltado. —¿Te volviste loco? —le gritó con una extraña voz aguda que no le pertenecía. Frank, fuera de sí, se desasió de sus captores y alzó un brazo con un gesto violento, la mano iracunda, el índice tieso. —¡Debería matarte, maldito hijo de puta! —le espetó. Nuevamente los hombres le cayeron encima, le doblaron los brazos sobre la espalda y lo redujeron. Frank trató de moverse, pero le fue imposible. Entonces levantó la cabeza y el odio que sentía lo impulsó a alzar la voz —: ¡Por tu culpa el viejo está muerto! ¡Lo mataron como un perro callejero! ¡¿Cuánto te pagaron, desgraciado?! ¡¿Por cuánto vendiste la vida de un hombre?! Tom se puso en pie. Tenía la camisa y las piernas, empapadas de café. Desconcertado e irritado por esas palabras, miró a los oficiales que sostenían a Frank de los brazos y les ordenó: —Tírenlo al calabozo hasta que vengan por él y entre en razón. Los oficiales acataron la orden de inmediato. Frank siguió maldiciendo hasta que su voz se transformó un débil eco que irrumpía el silencio de la estación. ººº
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