Frank se arrodilló detrás de ella, le descorrió el pelo y miró la delicada piel bronceada, que cubría la primera vertebra. Emily entrecerró los ojos y se dejó hacer, mientras la tibieza del agua le acariciaba la piel. Frank le besó delicadamente el cuello y le masajeó la espalda con un poco de jabón. Luego deslizó los dedos por los tensos hombros de ella y frotó con cuidado la suave piel de las escapulas. Emily se abrazó las rodillas, flectó el cuello y dejó caer la cabeza.
—Pensé que lo íbamos a hacer en la tina y no que me ibas a jabonar como una niña.
Frank sonrió. Alzó levemente la ceja izquierda y replicó:
—Esto no es una tina, Emily; es un yacusi. Y claro que lo vamos a hacer, pero primero te bañaré bien.
—¿Apesto?
— Solo un poco.
Emily se volvió a mirarlo y le arrojó un poco de agua a la cara. Frank giró el rostro hacia un costado y entrecerró los ojos. Emily se reacomodó en el yacusi y nuevamente se abrazó las rodillas.
—¿No sentiste deseo cuando me viste desnuda?
Su voz, algo tímida, era el reflejo de su enorme inseguridad.
Frank soltó un bufido. Con toda la suavidad que le permitían sus gruesos dedos, le frotó nuevamente los músculos del cuello.
— Claro que sí. Estuve a unos segundos de arrojarme encima de ti.
Emily se mordió el labio y guardó silencio. Luego de unos segundos preguntó tímidamente:
— ¿ Y ahora ya no sientes deseo por mí?
Frank sonrió.
—Cada vez que te miro despiertas mi deseo.
Emily ladeó la cabeza y permitió que los dedos de Frank le masajearan la pequeña porción de piel que unía el cuello con la oreja.
— ¿Cómo logras contenerte?
Frank miró el delineado perfil de su nariz.
—La experiencia. Con el tiempo aprendes a no dejarte llevar por el deseo.
—¿Tuviste mucha experiencia?
Frank sonrió. El agua jabonosa le escurría por los dedos.
—Algo. Pero contigo todo es diferente.
Emily nuevamente se volvió a mirarlo.
—¿Por qué es diferente?
Frank meditó un poco antes de dar su respuesta:
—Porque nunca había sentido esto y porque no solo quiero tener tu cuerpo. —le echó un poco de agua en la mejilla y le palpó la punta de la nariz.
Emily lo miró unos segundos en silencio. Una sombra de duda le surcó el rostro.
—¿Por qué haces esto, Frank?
—¿Hacer qué?
—¿Por qué me tratas así?
—¿Así cómo?
Emily soltó un hondo suspiro y miró alrededor. Cuando volvió a posar los ojos sobre él había suavizado la expresión.
—Con tanta delicadeza, con tanta ternura.
Frank detuvo el movimiento de sus dedos y se acuclilló en frente hasta quedar cara a cara con ella.
—Porque quiero hacerlo. — Le cogió un largo mechón de la frente y se lo ordenó detrás de la oreja—. Mírame, Mily. ¿Te molesta que te trate así?
Emily tragó saliva y lo miró en silencio.
—¿Mily? Solo mi abuela me llamaba así. —En el fondo n***o de sus ojos brilló el dolor.
Frank le acarició la mejilla.
—Si no te molesta, me gustaría seguir llamándote así.
Emily asintió con una sonrisa y echó la cabeza hacia atrás. Entonces suspiró hondo mientras entrecerraba los ojos. Frank le pasó un dedo por la acaramelada piel de la garganta y palpó con suavidad la fina carne que cubría el hueco de la tráquea. Súbitamente, Emily alzó la cabeza y le aferró una mano.
—Te amo—le dijo en un susurro.
Frank sintió la fuerza de esas palabras en el pecho y una punzada de gozo lo obligó a sonreír.
—¿Me amas? —le preguntó, algo embobado por la dulzura inesperada de esas palabras.
Emily asintió con un tímido movimiento de cabeza. Frank la miró a los ojos y vio un destello de calidez alimentado, indudablemente, por la ternura. Alzó una mano para tocarle la cara y sintió que un calor febril lo sacudía. Emily cerró los ojos, ladeó la cabeza y le restregó la mejilla en la palma. Frank escrutó el rostro redondeado suavizado por la dulzura, miró los alargados párpados cerrados, los carnosos labios entreabiertos, el mentón delineado. El amor le atizó el corazón y un sofoco de ardor lo estremeció.
—Y yo te amo a ti—replicó abalanzándose sobre ella, buscándole la boca.
Emily sintió la fuerza del deseo en el beso. La lengua de Frank le recorría la boca con ávida pasión, invadiendo cada uno de sus rincones, hundiéndose deliciosamente en ella una y otra vez. Soltó un ahogado quejido febril, le aferró el pelo con fuerza y lo atrajo hacia sí. Frank le echó el cuerpo encima mientras le lamía el cuello con furiosa pasión. Con dedos sedientos, le apretó firmemente las costillas mientras sus dientes voraces le mordían la barbilla. Emily le rodeó la gruesa espalda con las piernas y le hundió los dedos en la carne mojada de los dorsales. Luego, como si sus dedos hubiesen cobrada vida propia, se desplazaron rabiosamente desde las nalgas hasta la nuca. Frank jadeó como un cachorro mientras sentía que los dientes de ella se le incrustaban en la mandíbula. En un minuto determinado, Emily lo hizo girar sobre su cuerpo hasta quedarle encima. Entonces le levantó los brazos por sobre la cabeza y le lamió ansiosamente el pecho, las axilas. Frank echó la cabeza hacia atrás y soltó un ronco gemido. Sentía que la sangre le ardía y que el agua se evaporaba al contacto con su piel en carne viva. Las caderas de ella se mecían al vaivén de una acalorada melodía, provocando el roce placentero de la pelvis con su entrepierna, avivándole el vigor que comenzaba a arrebolársele bajo la cintura. Con un áspero gemido alzó la vista hacia ella. El placer que ese febril contacto le provocaba, lo avasallaba. Solo mirar el rostro de esa tierna mujer enfurecida por el deseo, lo aturdía. Oscilando entre el amor y una ternura enardecida, la asió por la nuca y la atrajo hacia sí. El aliento de ella le repletó la boca y él, en respuesta, le bañó los labios con su saliva. Un hambre voraz, que le nacía desde la entraña, lo poseyó. Entonces la jaló de los cabellos hacia atrás y buscó la carne de sus pechos como un rabioso animal. Emily sintió el movimiento involuntario del cuello, los dedos vigorosos que se le enredaban en el cabello, la boca que se abría y se cerraba entorno a sus senos. El rostro se le transformó en el espejo de su ardor y, una vez más, jadeó. En ese momento sintió que el sexo de él se hundía en ella con una furiosa embestida. Era un golpe imprevisible, un asedio placentero que le subyugaba de punta a punta el cuerpo. La posesión que él ejercía sobre ella traspasaba los límites de lo físico. Ese hombre, moreno y corpulento, no solo reclamaba su carne; también precisaba su espíritu. Gimió, mientras su entraña se abrazaba convulsionada a la vigorosa masculinidad que la poseía. Emborrachada de placer, levantó nuevamente la cabeza y buscó con las manos la cara de él. Entonces lo asió de la nuca y le aplastó la boca con los labios. Frank le rodeó la espalda con sus anchas manos y la empujó furiosamente hacia abajo, hundiéndose en lo más profundo de su entraña, obligándola a traspasar la invisible línea que separaba al dolor del placer. Emily soltó un ahogado gemido, asfixiado por la respiración caliente de él. Fue como un gimoteo de rendición; un grito de su espíritu que proclamaba su completa sumisión.
ººº
Frank, parado frente al ventanal, descubrió que la sola idea de imaginar a Emily muerta le resultaba imposible. Era un pensamiento demasiado doloroso como para asimilarlo, una imagen lacerante que le helaba hasta la sangre. Si no lograba concebir alejarse de ella, mucho menos podría plantearse la idea de verla muerta.
—Ya basta. Deja de repetirme lo mismo—murmuró de espaldas a su padre. Inhaló el humo del cigarro y siguió con los ojos fijos en el vidrio.
El viejo endureció la expresión y meneó la canosa cabeza.
—Mientras sigas con ella, su vida estará en peligro.
Frank tragó saliva. Exhaló el humo del tabaco y su prominente nuez de Adán tembló. Sabía que el viejo tenía razón, pero no era capaz de admitirlo.
Mientras el viejo seguía murmurando a su espalda, Frank repasó en su cabeza los últimos meses de su vida. Todo se había sucedido tan rápido, que casi no lograba recordar lo que había vivido un tiempo atrás. Aunque sabía, con exactitud absoluta, que al apretar el gatillo su vida había dado un desastroso giro. Al principio, el deseo de vengar la muerte de su madre lo había cegado. Había sido un impulso imperativo, una sed visceral que le había trastocado el buen juicio. En ese momento matar al bastardo de Dino había sido necesario para él: era la única forma de silenciar la culpa que lo atormentaba; la única manera de saciar esa inmensa sed. Pero ¿y esa mujer? ¿Qué lo había empujado a matar a esa pobre mujer?... ¿La ira? ¿El miedo? No lo sabía y, tal vez, nunca lo descubriría.
Entrecerró los ojos y sintió cómo la angustia le apretaba el pecho. Era una sensación extraña, un soplo de desespero que amenazaba con cortarle el aliento. Se sentía enfermo, cansado, harto de tener que lidiar con el sofoco de la angustia y el flagelo del remordimiento.
Como un sádico zumbido, la voz de su padre le siguió restallando en los oídos. ¿Cuántos minutos lo llevaba escuchando? ¿Cuántas veces más le repetiría lo mismo?
Endureció la expresión y volvió a inhalar el humo del cigarrillo.
—Cállate de una buena vez— gruñó restregándose las mejillas con las palmas. Al despejarse el rostro miró a su padre de soslayo—. ¿Para esto me llamaste?... ¿Para darme consejos que no pedí y que no necesito?
El viejo sonrió con un dejo de amargura.
—Tu orgullo es demasiado grande, Frank, y no te permite escuchar. ¿Crees que lo sabes todo? ¿Qué no necesitas el consejo de nadie?
Frank soltó un bufido de fastidio y se giró por completo hacia él. Quedaron frente a frente.
—¿Vas a seguir?
El viejo frunció levemente las cejas, pero siguió hablando como si no lo hubiese escuchado:
—Debes entender que la vida de esa muchacha…
—¿Qué te hace pensar que quiero escucharte? —le interrumpió Frank abruptamente.
Había algo déspota, orgulloso en el tono. El viejo sintió el impulso de abofetearlo, pero se reprimió. Como si su padre hubiese revelado sus deseos en voz alta, Frank echó la cabeza hacia atrás y lo miró con un gesto desafiante. Magno le sostuvo la mirada y replicó:
—Vas a escucharme, te guste o no, porque soy tu padre.
Frank dilató las fosas nasales.
—No pretendas erguirte como un hombre que no eres y que estás lejos de ser.
Magno, sorprendido por el desdén que agriaba las palabras de su hijo, tensó la mandíbula y dio un paso hacia él. Frank sintió una ráfaga de miedo, pero no aflojó: siguió mirándolo directamente, mostrándole con un gesto despectivo todo el desprecio que sentía por él. El viejo repasó el duro rostro de su hijo con evidente desgrado y le preguntó entre susurros:
—¿Qué tipo de hombre soy yo, según tú, mocoso arrogante?
Frank, desdeñoso, recordó la muerte de su madre y atrajo a su cara un rencor inconmensurable.
—Uno que está muy lejos de ser decente—replicó.
El viejo sintió que la ira lo sacudía hasta doblarlo. Entonces dio un paso atrás y le propinó una bofetada con una fuerza tal que sus gruesos dedos quedaron estampados en la mejilla de Frank.
—Nunca más te atrevas a hablarme de esa manera—le espetó.
Frank volvió el rostro hacia él. Una huella colorada le inflamaba el pómulo. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos brillaba la cólera.
— ¿Crees que golpeándome cambiará la opinión que tengo de ti? —le preguntó mirándolo de arriba abajo—. No eres un referente moral para nadie, mucho menos para mí.
El viejo se mantuvo tozudamente callado. Frank hizo un gesto de impotencia con las manos. Quiso volver a insultarlo, pero las palabras se le atoraron en la garganta y ningún sonido le abandonó los labios. En ese momento la puerta se abrió y Santino ingresó en la habitación.
—Ya está todo listo. Los hombres de Nick estarán protegiendo el edificio.
Frank alzó el mentón con un gesto altivo y, esperando una reacción de su parte, sopesó a su padre una vez más. El viejo, rígido como una espada, miró a Santino de soslayo.
—Espera afuera unos minutos.
Santino asintió. Sin murmurar palabras, giró sobre sus talones y se retiró.
El viejo volvió los ojos hacia Frank. Soltó un hondo suspiro y lo miró con atención: vio las enmarcadas cejas oscuras que coronaban el rencor que latía en las pupilas, la barba incipiente que cubría la orgullosa barbilla, la severa boca torcida que gritaba cómo la ira lo sacudía.
— Tarde o temprano, Frank, la vida te obligará a tragarte ese maldito orgullo. Y quizás, cuando eso suceda, yo ya no estaré en este mundo. Solo espero que el dolor de la lección no te destruya. —Frank, inescrutable, le sostuvo la mirada. El viejo se mantuvo en su lugar, inmóvil, contemplando la fría pasividad con la que su hijo reaccionaba. Finalmente, desvió la atención de su hijo y miró hacia el costado—. Ahora vamos, muchacho, que a ese maldito detective no le gusta esperar.
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