La muerte del viejo había sido para él como un mazazo en la cabeza; un impacto duro y preciso, un cruel asalto sin previo aviso. Nada lo había preparado para eso, nadie le había advertido que debería enfrentarse a una experiencia de esa naturaleza. Si hubo alguna señal que le advirtiera de que el viejo moriría en sus brazos, Frank no logró descubrirlo. Una parte de él había muerto en ese momento, envuelta entre la sangre que escurría del cuerpo, abrazada al desespero de revivirlo.
Sumido en la desazón y con un cigarro en la mano, permanecía de pie al lado del féretro. Max estaba parado cerca de él, con las manos empuñadas y sin rastros de lágrimas en la cara. Todavía no estaba del todo borracho, pero se encontraba a unos pocos tragos de estarlo. Frank entrecerró los ojos y soltó un suspiro mientras contemplaba el rostro del viejo a través del vidrio. Había pasado la noche en el calabozo, encerrado entre cuatro paredes frías como un vulgar animal rabioso. Durante todas esas horas no había logrado cerrar los ojos, por lo que le dolía la cabeza y sentía los párpados arenosos. Pero dormir era lo último en que pensaba, pues tenía la mente repleta de rencor y el alma envilecida por el deseo de venganza.
El ruido de unos roncos murmullos lo puso en alerta. Entonces inhaló el humo del cigarrillo y giró la cabeza. Nimbados por el humo del cigarro, un grupo de hombres se acercaba hacia él. Nick venía al frente, arrebujado en un grueso abrigo n***o y con el rostro medio oculto por los pliegues de la solapa. A pesar de que los otros venían escondidos en un caos de bufandas y abrigos, los reconoció. Eran los hombres que había contratado su padre: el viejo oficial corrupto y el ex guardaespaldas de los Caputo. Con un gesto imperturbable, se giró por completo hacia ellos. Sintió el impulso de abalanzarse sobre Nick para golpearlo, pero la razón se impuso al instinto y se refrenó. Entonces apretó los puños y caminó silencioso a su encuentro.
Cuando los tuvo enfrente, los saludó con un leve movimiento de cabeza. En ese momento, sintió que una mano ancha le golpeteaba la espalda mientras otra le sostenía con firmeza la palma.
—Tranquilo, Frank. Lo vengaremos— le dijo Nick, todavía con la mano en su espalda.
Al percibir el frío contacto de esa mano helada en la espalda, Frank sintió un vaho caliente de ira intolerable, que pudo contener dando un paso atrás.
—¿Dónde mierda estabas mientras nos atacaban? —le preguntó entre dientes.
El viejo oficial dio un paso al frente.
— Detenido. Antes de que abandonaran la estación, nos dieron la orden de detenerlos a todos.
Frank alzó la vista hacia él. Miró los ojos cizañeros, las arrugas en las comisuras de los delgados labios, el bozo en las rasuradas mejillas. Sintió asco.
—Y, por lo visto, acataste la orden de inmediato—replicó con voz cargada de desprecio.
—Yo no tuve nada que ver en tu detención—contestó el oficial—. Si no hubieses golpeado a Tom, nada te hubiese pasado.
Frank lo miró con cólera pura.
—Sabes muy bien que me refería a la detención de Nick y sus hombres. No te costó nada meterlos tras las rejas, ¿verdad? ¿Acaso también sabías que nos iban a atacar? —El viejo oficial abrió los ojos como platos y negó con la cabeza. Enseguida abrió la boca para replicar, pero ningún sonido le abandonó los labios. Frank volvió a inhalar el humo del cigarro, desvió su atención del oficial y miró a Nick de soslayo—. ¿Ya sabes quién fue el hijo de puta que mató a papá?
Nick le lanzó una rápida mirada a Carruzo como instándolo a intervenir. Entonces el hombre se pasó una mano por la ancha quijada y dijo:
—Antonio Caputo. Es la revancha del viejo, la respuesta a la muerte de su hijo mayor.
Frank sintió que se ahogaba. El pulso se le aceleró y sintió que las entrañas se le diluían en un líquido frío, espeso. En los labios percibió el sabor amargo de la bilis. Tragó saliva y, una vez más, inhaló el humo del cigarrillo.
—¿Muerto? ¿Marlon Caputo está muerto?
Carruzo asintió con un hosco gesto.
— Sí. Fue acribillado un par de noches atrás a las afueras de la ciudad.
Frank se volvió hacia Nick. En su rostro, pálido como la masa cruda, brillaron sus ojos coléricos.
—¿Qué mierda hiciste, Nick?
Nick dio un paso atrás y levantó las manos.
—Yo no tengo nada que ver en esto. Pregúntale a tu hermano, Frank. Dile que te cuente a cuantos hombres contrató a espaldas de ti y de tu padre.
Frank se volvió hacia Max bruscamente y lo observó con atención. Max olía a una extraña mezcla de mugre, tabaco y alcohol. En ese momento, Max alzó la vista hacia él y lo miró con un gesto despreocupado que rayaba en la indiferencia. Frank lo notó más cansado, más delgado que la última vez que habían estado juntos. El dolor le había dibujado unas oscuras sombras bajo los ojos y unas prematuras arrugas alrededor de los párpados. Entrecerró los ojos y volvió el rostro. Ya se ocuparía de él, ahora no era el momento.
—¿Max dio la orden? —preguntó con evidente ansiedad.
Carruzo se arrebujó estrechamente en su abrigo y replicó:
—Sí. Traté de comunicarme contigo, pero tu móvil estaba apagado. Y cuando vine a hablar con tu padre, Max me impidió verlo.
Frank apretó los labios y cayó en la cuenta de que esa noche había estado con Emily. Soltó un bufido de fastidio y endureció la expresión.
—¿Tú lo mataste?
El hombre negó con la cabeza.
— No. Lo hicieron sus nuevos hombres.
Frank arrojó la colilla de cigarro al suelo y la aplastó con un brusco pisotón. Entonces se restregó las mejillas con las palmas de las manos en un claro gesto de frustración.
—Los tiros eran para ti, Frank, no para el viejo—dijo Nick en voz muy baja —. Fabricio Caputo esperaba arrebatarle al primogénito a tu padre, al igual como lo hicieron con él.
Frank se despejó el rostro y parpadeó como si no lo hubiese escuchado. Despacio, giró la cabeza hacia él y lo miró detenidamente. Recordó el brusco empujón que le habían propinado durante el ataque, el impacto de su cuerpo contra el piso, el estrepito escalofriante de los tiros. Pensó en su padre, y sintió que habían pasado unos segundos desde la última vez que habían reñido. La vergüenza lo abofeteó. A pesar del poco respeto que él le había demostrado, del profundo desprecio que le había enrostrado, el viejo había puesto el pecho ante las balas que llevaban su nombre y lo había salvado. Palideció, y un vacío inmenso le atenazó el pecho como si su espíritu le hubiese abandonado el cuerpo.
—Lleva a Max al despacho del viejo y busca a Santino—le ordenó a Nick con un susurro—. Dile que necesito hablar con él.
Nick asintió. Frank, algo mareado, giró sobre sus talones dispuesto a alejarse, pero Nick lo asió de la muñeca y lo atrajo hacia sí.
—Ten cuidado con Max—le dijo en voz muy baja—. Ya no es el mismo de antes. Temo que la muerte de esa mujer lo afectó más de la cuenta, y no sabemos que será capaz de hacer.
Frank, ensordecido por el batir de la sangre en los oídos, escuchó la aseveración de Nick como un lejano murmullo. Con el rostro deformado por el asombro, se desasió de la mano que lo sostenía y dio un paso atrás. Sin murmurar palabras y tambaleante, miró a Nick por última vez y se alejó de él. Los hombres, quienes habían contemplado la escena en silencio, lo miraron alejarse con gesto sombrío. La torpeza de sus gestos, la desorientación de sus pasos eran la prueba de que estaba sumido en un estado de shock del cual todavía no se lograba recuperar. Había sido remecido por una fuerza caótica, una vorágine de sentimientos que, por más que lo intentaba, no lograba asimilar.
ººº
Frank sintió que el pulso nuevamente se le aceleraba: Max había derramado la sangre que finalmente reclamó la vida del viejo. ¿Por qué no se había dado cuenta de que su hermano había perdido el juicio? ¿Por qué no había hecho algo para impedirlo? A pesar de todo el rencor que había sentido por su padre en vida, su muerte le dolía como jamás lo hubiese imaginado.
Soltó un hondo suspiro y se miró las manos. Le pareció que todavía tenía los dedos manchados con la sangre del viejo como si fuese una marca indeleble, que ni el tiempo ni el olvido podrían eliminar. Parpadeó y una extraña sensación de frío se abrazó a sus falanges. Entonces se frotó las manos ansiosamente contra el saco. La maldita rigidez volvía a abrazarse a sus gruesos dedos, pero él ya no tenía fuerzas para luchar.
Con un gesto de desespero, se llevó una mano al pecho y la empuñó. Entonces miró alrededor. Le pareció que todavía podía percibir la presencia de su padre en los rincones del despacho, como si su espíritu se hubiese anclado a ese lugar. La bofetada que su padre le propinó aquella vez volvió a golpearlo con mucha más intensidad. La mejilla le ardió y sintió que se ahogaba. Todo lo que lo rodeaba estaba inundado de agrios recuerdos y la desazón que eso le provocaba era un peso demasiado inmenso. Vencido, dejó caer la cabeza. ¿Por qué no le había pedido perdón cuando aún era tiempo?
En ese momento la puerta se abrió y Max, tambaleante, ingresó en la habitación. Tenía un gesto desafiante en el rostro y una botella de licor en la mano. Frank alzó la vista hacia él. Max lo sopesó con atención mientras se limpiaba la boca con la manga. De su corta nariz pendían los rastrojos de un polvo blanco y una gota de sangre le escurría por una de las fosas. Frank lo miró en silencio. Después de un momento, preguntó cautelosamente:
—¿Tienes alguna idea de lo que provocaste? ¿A cuántos hombres contraste? ¿Qué más ocultas de mí?
Max sorbió los últimos vestigios de cocaína que le quedaban en la nariz y entrecerró los ojos. Indiferente, bebió un largo trago de la botella y sonrió.
—El viejo ya no está, pero eso no quiere decir que tú ocuparás su lugar. No eres nadie para regañarme.
Frank lo miró con asombro.
—Me importa una mierda lo que hagas con tu puta vida, pero no toleraré que tus actos nos metan en problemas. Por tu culpa el viejo está muerto. ¿En qué mierda estabas pensando cuando decidiste matar a Marlon?
Max se volvió bruscamente hacia él. En su rostro, enrojecido por el alcohol, brillaron sus ojos desorbitados.
—¿No los querías a todos muertos, hermanito? Deberías agradecerme que adelanté parte del trabajo.
Frank sintió que una oleada de cólera lo cubría como vapor hirviendo. Enfurecido, sintió que en cualquier momento la razón se le disolvería en un súbito ataque de ira.
—Eres un maldito imbécil—le dijo entre dientes repasando el aspecto desaliñado de Max con evidente desprecio.
Max se lamió los labios con un gesto indiferente.
—Tal vez lo soy—replicó echando mano al bolsillo derecho de su pantalón—, pero no soy un maldito cobarde como tú.
Frank enrojeció. La cólera lo dominó. Ceñudo y a punto de perder el control, avanzó hacia su hermano hasta plantársele en frente. Max, impasible, hizo ademán de volver a inhalar cocaína, pero Frank lo asió por la muñeca y lo atrajo hacia sí.
—Deja de meterte esa porquería y escúchame, maldito impertinente.
Max le propinó un brusco empujón.
— No me pongas tus malditas manos encima. No eres nadie para decirme qué hacer y qué no. —Dilató las fosas nasales y alzó un dedo acusador —. No eres mejor que yo. Tú mataste a Katty y por tu culpa mataron a mi madre.
Frank, preso de la ira, le propinó un brusco bofetón con los nudillos. Max volvió el rostro hacia un costado y lo miró de soslayo. En el fondo azul de sus ojos se asomó el repudio. Frank sintió el impulso de matarlo, pero se refrenó. A cambio, le propinó otro bofetón con una fuerza tal que Max se tambaleó a los costados. Temeroso de que sus manos se dejaran llevar por la voz de sus pensamientos, Frank retrocedió. Entonces Max, con rastros de sangre en los labios, comenzó a reír estridentemente. Rio hasta que se le cimbraron las piernas y siguió riendo hasta que se le soltaron las lágrimas.
—¿Crees que me intimidan tus bofetones? —Se dobló sobre sí mismo y rio un poco más—. Mírate, imbécil. Eres la copia barata de tu padre, el hombre que decías despreciar.
Frank lo miró con un odio implacable y apretó los labios reprimiendo una respuesta. Un escalofrío le recorrió la espalda y el vello de la nuca se le erizó. Por primera vez en su vida, reconoció que era la copia exacta de su padre; su versión rejuvenecida. En ese momento comprendió que la sombra del viejo lo perseguiría por el resto de sus días. La desazón volvió a sacudirlo. La garganta se le apretó por un sollozo contenido y los ojos se le repletaron de lágrimas. Carraspeó:
—Sí, soy idéntico al viejo y por eso mismo has de saber que estoy hablando enserio. — Max hizo ademán de volver el rostro, pero la hosca voz de Frank se lo impidió—: Mírame, mocoso infame, y escúchame con atención porque no lo volveré a repetir. — Max quedó de una pieza: era como si el viejo se hubiese levantado de la tumba y lo estuviese regañando nuevamente. Frank echó la cabeza hacia atrás y con un nudo en la garganta profirió—: Nunca más, en tu patética vida, volverás a hacer algo a mis espaldas. Desde ahora en adelante todo lo que hagas, incluso lo que pienses, deberá ser aprobado por mí.
Max tragó saliva y asintió con un gesto perplejo porque no supo qué más hacer. Frank se irguió, sin dejar de mirarlo, y recobró la compostura impasible de siempre.
En ese momento Santino ingresó a la habitación. Miró primero a Max, luego a Frank. Percibió la tensión, por lo que dio un cauto paso hacia Frank y murmuró:
—El viejo Fabricio quiere verte.
Frank lo miró como si no lo hubiese escuchado. Entonces Max, sofocado con tanta efusión, empuñó las manos y vociferó:
— ¿Qué le hace pensar a ese maldito cerdo…?
— ¿No entendiste nada de lo que te dije hace unos segundos atrás? —le interrumpió Frank con una voz que no aceptaría réplicas. Max, tal vez derrotado, dejó caer la cabeza. Frank, indiferente, echó mano a la cajetilla de cigarros que tenía en el saco y encendió un cigarro—. Vete a descansar, Max, y no olvides lo que conversamos.
Max, malhumorado, le lanzó una mirada cargada de desprecio y se retiró. Frank, en silencio, lo miró alejarse. Cuando comprobó que nadie más podía escuchar la conversación, miró a Santino y le preguntó:
—¿El viejo está acá? ¿Quién le permitió entrar?
Santino negó con la cabeza.
—No. Está en las afueras de la casa, esperando por tu decisión.
Frank exhaló el humo del cigarro y endureció todavía más la expresión.
—¿Cómo te contactó?
—Uno de sus hombres me dio el mensaje cuando vigilaba la entrada. Dice que viene en son de paz y que quiere hablar de negocios.
Frank frunció el ceño.
—¿Le crees?
— El viejo no es estúpido. No hubiese venido hasta acá si pretendiera hacer algo más que hablar.
—¿Alguien más sabe de su visita?
—No.
Frank soltó un suspiro y frunció los labios.
—No comentes nada al respecto. No quiero que nadie más lo sepa. Y cuando veas a Max dile que me negué a verlo.
Santino volvió a asentir.
—¿Le digo al viejo que se marche?
Frank se tomó un momento antes de responder, sopesando todo con suma cautela. ¿Qué hubiese hecho su padre? Luego de unos segundos, Santino oyó su respuesta:
—Dile que puede entrar, pero solo con dos hombres. Haz que ingrese por la puerta de servicio y que sus matones lo esperen allí. Y, por favor, vigila que Max no siga aspirando esa mierda y dale algo de comer.
Santino, una vez más, asintió. Sin más giró sobre sus talones y caminó apresurado hacia la puerta. Cuando la puerta se cerró tras su espalda, Frank entrecerró los ojos y dejó escapar un par de lágrimas. Estaba exhausto. Se sentía solo, perdido, a punto de caer a un precipicio. Pensó en Emily y su solo recuerdo lo contuvo. Entonces giró hacia atrás y caminó hacia el sillón del viejo. Una vez allí se echó sobre el sillón de cuero y hundió la cabeza entre sus manos. Luego de unos segundos recobró su típica postura altiva y fingiendo una entereza que estaba lejos de sentir, centró la vista en la puerta y esperó por la indeseable visita.
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