El viejo lo encontró sentado en el sillón, con la vista perdida en la nada y las manos cruzadas entre sí. Por un momento le pareció que el tiempo retrocedía y que volvía a contemplar el frío rostro de Magno. Quiso retroceder, sorprendido por el enorme parecido físico, pero ya era tarde. Frank ya lo había visto y tenía los ojos clavados en él.
Con estudiada calma, el viejo hizo un leve movimiento de cabeza a modo de saludo y caminó despacio hacia el sillón. Le había costado mucho decidirse a ir a hablar con él, pero las cosas se habían salido de lugar y alguien debía buscar la paz. No deseaba que el negocio se viese afectado, tampoco que su apellido desapareciera para siempre. Buscaba un poco de cordura en el medio del caos, y había escuchado que Frank era el único cuerdo de ese lugar.
—Veo la cara del padre en el rostro del hijo — le dijo con una fría sonrisa.
Frank asintió con un leve movimiento de cabeza y con un gesto de su mano señaló el sillón de enfrente.
—Tome asiento—musitó con voz firme, pero suave.
El viejo se sentó con calculada torpeza y dejó su bastón a un costado. Frank, ceñudo, lo escrutó de pies a cabeza. El hombre era un pequeño anciano, con la cabeza infectada de canas y el rostro curtido por el paso de los años. Tenía los ojos opacos, sin vida, como si el enorme vacío que llevaba en el pecho se viese reflejado en el mar oscuro de sus pupilas. Las orejas sobresalían de su diminuto cráneo y la nariz, curva y prominente, contrarrestaba con la amable sonrisa que esbozaban sus labios.
— ¿Quiere beber algo? —le preguntó Frank, luego de unos segundos.
El viejo torció los labios en una mueca y asintió.
—Sí. Un Whisky, por favor.
Frank se levantó del asiento y caminó hacia un oscuro rincón en donde se ocultaba el bar. El viejo soltó un hondo suspiro y miró alrededor: todo estaba igual a como lo recordaba, aunque había cambiado un poco la decoración.
—Yo conocí a tu padre en su juventud, ¿lo sabias? — Sin esperar a que Frank le diera una respuesta, se reacomodó en el sillón y prosiguió—: Ambos estábamos enamorados de tu madre, pero fue tu padre quien la conquistó. Magno era muchísimo más alto y más atractivo que yo, aunque infinitamente más estúpido. — Soltó una risotada que reprimió enseguida.
Frank, sin decir nada, llegó hasta él y le acercó el vaso de whisky a la mano.
—Aquí está—murmuró de mala gana.
El viejo cogió el vaso que se le ofrecía y olisqueó el licor.
—Hace siglos que no bebía—comentó.
Frank volvió a sentarse frente al viejo y echó la cabeza hacia atrás sopesando, tal vez, su reacción.
—¿A qué se debe su visita? — le preguntó con voz extremadamente seca.
El viejo bebió un sorbo de licor y lo miró.
—¿Realmente no intuyes porque estoy acá, muchacho?
Frank se cruzó las manos sobre el pecho y lo miró una vez más.
—Puedo intuir muchas cosas, pero preferiría que usted me lo dijera. —Echó mano a la cajetilla que tenía en un costado y sacó un cigarro. Sin dejar de mirar al viejo, lo encendió.
El viejo endureció la expresión. De un segundo a otro, la sonrisa que solía iluminarle el rostro se esfumó.
—¿No crees, muchacho, que ya se ha derramado demasiada sangre? Ustedes han perdido a los suyos y nosotros a los nuestros.
Frank asintió.
—Creo que nosotros no lanzamos el primer golpe. Lo hizo su hermano, cuando colocaron una bomba en el auto de mi padre.
El viejo, cínicamente, abrió los rugosos ojos como plato y lo miró como si no lo hubiese escuchado.
—¿Una bomba? Madre mía, gracias a Dios que Magno no resultó herido. —Hizo una pausa, bebió otro trago de whisky y señaló—: Ahora lo recuerdo, la bomba fue antes de que mataran a mi hermano.
Frank esbozó una fría sonrisa.
—Me sorprende que mi madre haya sido el amor de su juventud. Sobre todo, cuando es evidente que no hizo nada para impedir que la acribillaran.
El viejo alzó una ceja con escepticismo.
—Dino no era mi hijo. Yo no tenía autoridad alguna para impedirle que le hiciera algo a tu madre. Además, por lo que supe, ustedes vengaron la muerte de Vitoria.
Frank inhaló una profunda bocanada de tabaco y luego exhaló. Entonces lo miró a través de un grisáceo manto de humo.
—Y luego ustedes, en respuesta, mataron a John.
El viejo se puso serio y lo miró fijamente.
—No, muchacho. Nosotros no tuvimos nada que ver en su muerte. —Se inclinó un poco hacia adelante y señaló el cigarrillo —. Dame uno de esos—le dijo—. Me tienen prohibido fumar, pero a estas alturas de mi vida ya no me importa morir.
Frank, algo confundido, se levantó de su asiento y le ofreció un cigarrillo. Con manos temblorosas, el viejo sacó un cigarro y lo olisqueó. Frank se apresuró en encendérselo. El viejo entrecerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás mientras inhalaba plácidamente el humo del cigarrillo.
Frank volvió a su asiento. Con toda la calma que su carácter le permitía, se pasó una mano por el pelo y siguió insistiendo:
—¿Me va a negar que fueron ustedes los que mataron a John?
El viejo abrió los rugosos ojos del todo y lo miró desde su lugar.
—Nosotros no matamos a John. Luego de la muerte de Dino, pensamos que las cuentas ya estaban saldadas. No somos estúpidos, muchacho. ¿A quién beneficiaria una seguidilla de muertes?
Frank, mudo, lo observó. El viejo le sostuvo la mirada sin pestañear y sin soltarlo. Frank lo sopesó una vez más buscando la sombra de la mentira o algún indicio de doblez, pero solo encontró la seguridad de la verdad en las pupilas y el enorme cansancio de la vejez. Confundido, dejó caer la cabeza. Si ellos no habían matado al viejo John, ¿quién lo había hecho?
Ajeno a los razonamientos de Frank, el viejo volvió a inhalar el humo del tabaco y murmuró:
— Mataron a mi hijo mayor creyendo que nosotros éramos los culpables de la muerte de ese hombre. Una gran equivocación que provocó la muerte de tu padre.
Frank, sorprendido, alzó bruscamente la cabeza.
—Ustedes no buscaban matar a mi padre, querían matarme a mí. —La rabia que sintió le hizo arrastrar las palabras.
El viejo asintió con calma.
—Sí. Yo quise arrebatarle a tu padre a su hijo mayor, al igual como él lo había hecho conmigo. —Hizo una dolorosa pausa, tragó saliva de forma perceptible y prosiguió—: Pero luego me enteré que no fue tu padre quien dio la orden de matarlo. Otra gran equivocación. —Inhaló ansiosamente el humo del tabaco—. ¿Tienes hijos, muchacho? —Frank, ceñudo, negó con la cabeza—. ¿Te has enamorado alguna vez? — Frank guardó un tozudo silencio y no replicó. El viejo volvió a inhalar el humo del tabaco y carraspeó—: Cuando uno se enamora siente que el corazón no le cabe en el pecho de tanto amor. Eres capaz de hacer cualquier cosa por el ser amado, incluso te dejas de lado por entregarte de lleno a esa persona. Te conviertes en la mejor versión de ti mismo y te esfuerzas por hacerla feliz. No puedes vivir lejos de esa persona, incluso te duele hasta respirar si no la tienes cerca. Pero tu vida podría transformarse en una miseria o en una alegría inmensa, ¿sabes por qué? — Frank negó con la cabeza—. Porque esa persona tiene tu corazón en sus manos y eso le da el poder de destruirte en un par de segundos o hacerte inmensamente feliz. —Los ojos se le repletaron de lágrimas—. Ahora, muchacho, multiplica ese sentimiento por mil y sabrás el dolor que sentí cuando mataron a mi hijo.
Frank lo miró fijamente, sin parpadear y sin soltarlo.
—Mi padre no tuvo nada que ver con esa tragedia.
—Ahora lo sé.
Frank respiró hondo, tratando de controlarse, luchando para que sus gestos no delataran ninguna emoción.
—Sin embargo, resultó muerto
—Las balas no eran para él.
Frank esbozó una sonrisa Mordaz.
—Ya lo sé. El muerto debería haber sido yo, no él. Pero mi padre puso el pecho por mí y cambió esa decisión.
—Una prueba más del infinito amor de un padre hacia su hijo.
Frank echó la cabeza hacia atrás y sopesó al viejo una vez más. La cara de Fabricio Caputo parecía una máscara de cera derretida: cetrina, rígida, sin vida. Se veía diminuto, inofensivo, ajeno a las características de un verdadero asesino. Aunque en los ojos, oscuros como la noche, latía un fogonazo feroz; signo innegable de la maldad que inundaba su viejo corazón. Frank sintió asco y, esta vez, la repulsa apareció en su rostro sin que lo pudiese evitar.
—Se me dijo que usted estaba aquí por negocios. Pero, hasta el momento, solo nos hemos dedicado a hablar de los muertos—Se sorprendió un poco al escucharse hablar con tanta frialdad, pero ninguno de sus gestos lo delató.
El viejo bebió otro sorbo de licor y dejó el vaso a la altura de su delgada boca.
—Los muertos enturbian el negocio, muchacho. Nos hacen perder tiempo y dinero. Ahora es el momento de olvidar el pasado y mirar hacia el futuro.
Frank bajó peligrosamente las cejas.
— ¿Me está pidiendo que olvide la muerte de mi padre?
El viejo hizo un gesto de negación con su pequeña cabeza.
— No podría pedirte algo así, porque yo tampoco olvidaré la muerte de mi hijo. Ustedes me quitaron el futuro de mi familia y nosotros les quitamos la sabiduría. Estamos a mano, ¿no crees, muchacho?
El rostro de Frank se crispó.
—¿Ustedes? No me incluya a mí en esto. Yo no soy un asesino.
El viejo rio por lo bajo.
—Tu padre solía decir lo mismo, aunque todo el mundo sabía que, más de alguna vez, había apretado el gatillo.
Había algo sarcástico, malicioso en el tono. Frank ignoró la evidente malicia con la que el viejo había pronunciado esas palabras, aunque la última frase le quedó martillando en la cabeza.
—Entonces ¿Qué propone? —preguntó con toda la calma que pudo expresar.
Los ojos del viejo se encendieron como rescoldos.
—Dame la cabeza del asesino de mi hijo, y olvidémonos de todo esto. Pero no quiero que me entregues al hombre que jaló del gatillo. Quiero que me entregues al que dio la orden.
Frank esbozó una sardónica sonrisita.
—Por supuesto, siempre y cuando, usted me entregue al verdadero asesino de mi padre. Tampoco pretendo que me entregue a un insignificante asesino a sueldo. Quiero al hombre que estuvo detrás de todo esto.
El rostro cetrino del viejo se tornó macilento. Por última vez inhaló el humo del cigarrillo y echó la colilla en el vaso. Luego, con exasperante calma, dejó el vaso en el suelo y se reacomodó en el asiento.
—Sabes que no haré algo así.
Frank asintió.
—Así como usted sabe que yo tampoco lo haré.
El viejo sonrió cansado.
— Pues, entonces, el infierno seguirá ardiendo hasta que todos nos veamos calcinados en él.
—Así parece—replicó Frank con voz cargada de indiferencia.
El viejo hizo ademán de levantarse, pero miró detenidamente a Frank y volvió a su asiento.
—¿Qué pasará si logran acabar con toda mi familia? ¿Luego irán tras mi sobrina y su hijo? ¿Cómo terminará todo esto?
Frank lo miró unos segundos en silencio. Todo lo que había dicho el viejo John era cierto, aunque no era un hombre el heredero del imperio del viejo; era una mujer.
— Mientras ella no se inmiscuya en esto, no correrá peligro.
El viejo se lamió los rugosos labios.
— Cuando el incendio se sale de control arremete contra todo lo que está a su alrededor. Y este incendio, muchacho, está a un paso de salirse de control. ¿Tratarás de contenerlo o lo dejarás arder?
Frank, inmutable, replicó:
— Usted añadió demasiado acelerante a la combustión. El fuego ya está ardiendo y fue usted quien lo hizo crecer, no yo.
El viejo guardó un profundo silencio y miró a Frank con atención. Las pestañas formaban un oscuro abanico bajo los alargados párpados y sus cejas eran negras y arqueadas. La nariz, recta y de aletas estrechas estaba perfectamente alineada con la boca. Un gesto de dolor le comprimía los labios y la tensión se reflejaba en su cuadrado mentón. Sin lugar a dudas, el muchacho era la viva imagen de su antecesor.
—Eres tan igual a tu padre, que me parece que estoy hablando con él—murmuró, luego de unos segundos de contemplación.
Frank asintió con un hosco gesto y se reacomodó en el sillón.
— Mi padre está muerto y yo no soy él —musitó con voz fría.
El viejo se incorporó con torpeza y cogió el bastón.
—Me hubiese gustado conocerte bajo otras circunstancias, muchacho, y no cuando el fuego está a un paso de quemarnos a los dos.
Frank se puso en pie. El viejo dio unos torpes pasos hacia él. Entonces, grave y formal, le tendió una mano. Los dedos le temblaban. Las morenas mejillas de Frank enrojecieron. Arrugó el ceño y miró la huesuda mano que se le ofrecía. Sintió que la rabia le borboteaba en el pecho: el gesto del viejo le pareció una impertinencia. Inmóvil, el viejo se mantuvo en su lugar disfrutando de la ira pintada en el rostro imperturbable de Frank.
— ¿No me darás la mano, muchacho? —le preguntó con su voz pedregosa y aguda.
Frank, en silencio, lo miró y lo enjuició: vio las cortas pestañas que rodeaban los maliciosos ojos diminutos, el brillo ladino que latía en las pupilas, las arrugas que le cubrían la frente y las mejillas, la severa boca torcida. Miró el cuerpo enjuto y disminuido, las manos huesudas, los nudillos blanquecinos. El cinismo en los gestos, la falsedad en la sonrisa, los calculados movimientos le resultaron detestables. El viejo no era más que un truhan, oculto bajo un disfraz de anciano.
—No—replicó luego de unos instantes—. Usted y yo no somos amigos, y jamás lo seremos.
El viejo soltó una risotada que reprimió enseguida.
—No pretendía que lo tomaras como un gesto de amistad, muchacho—le dijo con una amplia sonrisa, que delataba unos dientes maltrechos—. Solamente quería despedirme de ti, antes de que dejaras esta vida.
Frank sonrió con una sonrisa mucho más amplia.
—Todavía no me dé por muerto—replicó—. Soy un hueso duro de roer. Además, pretendo llevarme varios de los suyos antes de caer.
La sonrisa del viejo se esfumó. Enrojeció y frunció duramente el ceño. Entonces asintió desmañadamente, giró sobre sus talones y salió del lugar sin volver la vista atrás. Frank lo miró alejarse. Enceguecido de ira, el viejo había olvidado que debía fingir una cojera inexistente y había caminado rápidamente hacia la salida. Frank sonrió y meneó la cabeza. Con un suspiro encendió otro cigarro y se sentó nuevamente en el sillón.
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