Después de manejar a casa y dejar a Laura en una habitación, se encerró en su cuarto para descansar. El temor y la rabia lo fatigaban, y la falta de sueño le hería los ojos. La habitación estaba en penumbras, por lo que no tendría que lidiar con los molestos recuerdos de un tiempo mejor. Solo debía tomarse la maldita pastilla y cerrar los ojos para entregarse de lleno a un sueño reparador.
La punzada en el pecho lo despertó. Era esa desagradable sensación de ahogo que le aplastaba el tórax hasta casi dejarlo sin respiración. Falto de aliento, se incorporó de la cama hasta quedar sentado. Entonces descubrió que el cuerpo le sudaba y que las manos le temblaban. Aspiró una profunda bocanada de aire rancio y cerró los ojos. Volvía a sentirse como un perro enfermo, como un débil animal asustado. ¿Qué mierda le pasaba?
El corazón se le aceleró y un soplo de pavor le sostuvo el aliento. Sudaba helado y no tenía el control de su cuerpo, mucho menos de sus pensamientos. Por unos segundos sintió que moriría mientras un espasmo violento lo sacudía por completo. Tuvo miedo, pero el instinto lo empujó a levantarse de la cama y correr hacia las ventanas. Con dedos tembleques abrió el ventanal de par en par, y la lluvia helada le golpeteó la cara. Entonces inhaló profundo, y el aire frío liberó a su cuerpo de aquella molesta sensación que lo estaba invadiendo.
Un poco más tranquilo, volvió sobre sus pasos y se sentó en un extremo de la cama. Luego se frotó la cara con las palmas de las manos y suspiró. Todavía se sentía perturbado. Quizás había soñado nuevamente con esa mujer, pero las pastillas no le permitían recordar nada. El viejo tenía razón. No era fácil lidiar con la culpa que le roía la cabeza y le aplastaba el corazón.
Con un suspiro, agachó la mirada y se miró la ropa. Era la misma que había usado el día anterior, la misma que olía a Laura y a su molesto perfume de Dior. De mala gana se levantó de la cama y comenzó a quitarse la camisa mientras caminaba hacia el tocador. Una vez allí hizo ademán de coger un cigarro, pero de reojo miró el reloj. Eran las cinco con cincuenta. ¿Había dormido más de diez horas seguidas?
Sin dar crédito a lo que sus ojos le mostraban, tomó el móvil y lo encendió. En el fondo de pantalla apareció una foto de él y su madre. Como siempre, aguantó la punzada de añoranza por su madre muerta y clavó los ojos en el extremo superior del móvil. Efectivamente había dormido más de diez horas seguidas, y faltaban solo unos pocos minutos para las seis. El corazón le galopó. Tenía que ir por Emily. Necesitaba volverla a ver.
Rápidamente, se quitó la ropa y cogió una camiseta, un pantalón deportivo y un par de zapatillas. Ansioso, se vistió lo más rápido que pudo, se pasó una mano por el pelo y salió disparado de la habitación. En el pasillo se cruzó con el viejo John, pero no le prestó atención.
—¿Qué hago con esa muchacha cuando despierte? —le preguntó John, mirándolo cómo se alejaba por el corredor.
Frank, sin detener el paso, replicó:
—Dale algo de comer y llámale un taxi para que se largue de aquí.
John alzó una ceja y añadió:
—Por cierto, luces bien en el periódico, aunque te prefiero en las noticias del tres.
Frank, sorprendido por aquellas palabras, detuvo el paso y se volteó.
—¿Qué?
El viejo John meneó la cabeza y contestó:
—Lo que escuchaste, Frank. Al parecer, tu amiguita quería salir en televisión y les avisó a los periodistas. Hay fotos tuyas con ella en los canales de noticias y por todo internet. —Hizo una pausa y agregó—: Escoge mejor a tus amigas, muchacho, que algunas solo se mueven por interés.
Frank se sintió invadido por el temor. Si el viejo John había visto esa mierda, Emily también la podría ver. Y si era así, ¿Lo reconocería? ¿Descubriría su mentira y sabría que pertenecía a una familia que estaba siendo investigada por la justicia? … ¿Qué pasaría entonces?... ¿Emily lo rechazaría? ¿La perdería?
Con un nudo en la garganta, miró a John y le dijo:
—Cuando esa muchacha despierte, dile de inmediato a Nick que la saque de aquí y, por favor, llama a nuestra gente para que saquen esas malditas fotos de circulación. —Sin más, giró sobre sus talones y se marchó.
ººº
La lluvia caía como una violenta cascada y la hosca oscuridad que la rodeaba no le permitía divisar nada. Lo único que escuchaba era el golpeteo de la lluvia cayendo sobre el suelo, el escalofriante bramido de los truenos.
Como siempre, bajó las cortinas de la librería y colocó el candado en la parte inferior. Luego, dispuesta a marcharse, se arrebujó en su chaqueta y abrió el paraguas. Con un suspiro alzó la vista al frente y dio un paso adelante. Unos metros más allá advirtió una sombra alargada, apoyada sobre el capó de un carro. Entonces detuvo el paso y miró a la sombra con atención. El desconocido no se movía mientras la lluvia caía y lo envolvía. El corazón le dio un vuelco siniestro y el miedo la abrazó. Creyó que el hombre la atacaría, por lo que dio un cauto paso atrás y cerró el paraguas con dedos torpes por la tensión. «Si me ataca, le entierro esta cosa en el abdomen» —pensó, dispuesta a defenderse.
Enseguida, notó que el desconocido se erguía y giraba la cabeza hacia ella. Emily aguzó la visión, pero, enmascarado por las sombras que le rodeaban, no logró verle la cara. El corazón le dio un vuelco y un soplo de pavor le cortó la respiración. Aun con el miedo a cuestas, separó las piernas a la altura de los hombros y alzó el paraguas. En ese momento la potente luz de un relámpago surcó el cielo nocturno e iluminó la calle. Entonces lo vio. Estaba mojado de pies a cabeza, con las manos en los bolsillos y temblando como un niño.
—¡Por Dios, Frank! Casi me matas del susto—exclamó.
Frank sonrió con un gesto pesaroso y caminó a su encuentro.
—Perdona. No sabía que no me reconocerías de noche.
Emily soltó un suspiro, meneó la cabeza y volvió a abrir el paraguas.
— Ni que tuviese visión nocturna—le dijo con mal disimulado enojo—. ¿Qué haces aquí?
Había algo molesto, huraño en el tono. Frank parpadeó algo nervioso y tragó saliva. ¿Había visto las fotos?
—Vine por ti—replicó tratando de esbozar una sonrisa.
Emily entornó los ojos y soltó un ruidito de fastidio.
—Ah, ¿y tenías que agazaparte en las sombras como un delincuente? Hasta pensé en enterrarte esta cosa si te acercabas lo suficiente —le dijo, y meneó la cabeza en señal de negación. Enseguida le acercó el paraguas para protegerlo de la lluvia—. Mírate, Frank, pareces un gato callejero mojado.
Frank la observó. El rostro de la muchacha volvía a iluminarse por una tenue sonrisa y en sus ojos nuevamente brillaba un cálido fulgor. Con la seguridad de que Emily no había visto las fotos, Frank se inclinó sobre ella y susurró:
—Si parezco un gatito mojado, ¿no te gustaría adoptarme?
Emily alzó una ceja.
— ¿Y si tienes pulgas?
— Pues me bañas y me las sacas. Prometo portarme bien y no arañar tus sillones.
Emily soltó una risita y lo sopesó con atención: vio los brillantes ojos negros, enmarcados por unas largas pestañas húmedas, las gotas de agua que le escurrían por la nariz recta, la insipiente barba oscura que le cubría la barbilla, los mojados labios gruesos, la coqueta sonrisita. Lo encontró varonil y un viejo rescoldo de deseo le atizó el corazón. Sintió temor.
—No lo sé. No suelo llevarle gatitos callejeros a mi hijo — dijo, algo nerviosa.
Frank se mordió el labio y replicó:
—No lo voy a arañar. Además, soy un gato pequeño y tengo mucho frío. Adóptame, tan solo por esta noche. Te prometo que mañana vuelvo a la calle. —Inclinó la cabeza hacia un costado, y las gotas de lluvia que pendían de su pelo le escurrieron hacia los labios.
Emily sonrió brevemente y dio un paso hacia él. Con sumo cuidado le aproximó una mano a la cara para quitarle las gotas que le mojaban la boca. Frank entreabrió los labios y cerró los ojos. Emily inhaló su aliento y miró el vello que le cubría la piel. Con un índice tembleque, le quitó las gotas de los labios y lo miró fijamente. Quiso besarlo, pero se refrenó. Entonces bajó la mirada, le rehuyó la vista y carraspeó:
—Está bien. Solo por esta noche.
Frank abrió los ojos y la miró en silencio. La lluvia seguía cayendo fría como la escarcha, pero ya nada de eso le importaba. Lo único que deseaba era abrazarla, besarla y sentir la tibieza de su suave espalda.
ººº
Empapados y muertos de frío, llegaron a la puerta del departamento y oyeron un rumor en el que se mezclaban murmullos y risas de niño. Emily se sacudió el largo pelo n***o y abrió. El interior del departamento estaba agradablemente tibio y en el aire se percibía un tenue olor a leche y a pan recién cocido.
Emily se quitó la chaqueta y se volteó. Frank, mojado de pies a cabeza y con las manos en los bolsillos, estaba parado bajo el umbral, aspirando ese aroma que flotaba en el aire, conectándose con los recuerdos de su niñez.
—Pasa—le dijo ella—. ¿O prefieres echarte afuera?
Frank, inmerso en sus recuerdos de infancia, escuchó la voz de Emily como un suave murmullo. Parpadeó, esbozó una sonrisa un poco boba y entró. Entonces cerró la puerta tras su espalda y miró alrededor: el lugar era cálido y tibio como un pequeño nido. De improviso vio que un pequeño niño corría hacia Emily con los brazos abiertos. Ella, con su típica sonrisa tierna, se inclinó sobre el pequeño y lo abrazó. Frank sonrió. La escena lo había transportado hacia un remoto pasado que creía olvidado.
En ese momento una mujer ingresó a la habitación. Era delgada, pequeña y de cabellera canosa. Enseguida, Emily dejó al niño en el suelo y echó mano al bolso que llevaba colgado en el hombro. Luego sacó un viejo billete de la billetera, dio un paso hacia la mujer y se lo entregó.
—Gracias, señora Rosa—le dijo—. ¿Cómo se portó este bribón?
La mujer miró al niño y sonrió.
—Bien, aunque sigue insistiendo en ver televisión.
Emily volvió la vista hacia al niño y se acuclilló hasta quedar cara a cara con él.
—¿Por qué en esta casa ya no vemos televisión?
Frank suspiró aliviado: si Emily no veía televisión era casi imposible que lo reconociera.
El niño, con un dedito en la boca, se meció a los costados y replicó:
—Porque no necesitamos ver cosas tristes y que nos dañen el corazón.
Emily sonrió, lo atrajo hacia sí y lo besó. Luego se incorporó del todo y miró a la mujer.
—Mañana nos vemos, señora Rosa, a la misma hora. —Dio un paso hacia ella, cogió una chaqueta y le arropó la espalda con la prenda—. Y abríguese, que hace mucho frío afuera.
La mujer asintió y se giró hacia la puerta. Al pasar por el lado de Frank sonrió amablemente y se retiró. Frank respondió a su gesto con un tímido movimiento de cabeza. Enseguida volvió la vista hacia Emily y vio que el niño, parado frente a él, lo miraba fijamente. Entonces sonrió.
—¿Eres amigo de mamá?—le preguntó el niño.
Frank inclinó la mirada y lo miró con atención. En el rostro dulce y pequeño del crío vio la cara de ella. Tenía los mismos ojos de Emily, la misma diminuta nariz, la misma forma de la boca. Lo único distinto era el pelo, pues el niño, a diferencia de su madre, tenía unas pelusas rizadas y rubias en la cabeza.
—Sí. Me llamo Frank. ¿Y tú?
El niño se mordió los labios y se encogió de hombros. Frank se acuclilló frente a él y le pasó una mano por el pelo. Entonces Emily, desde su lugar, intervino:
—Flavio, se llama Flavio.
Frank volvió a sonreír y se incorporó del todo. El niño lo miró desde su altura y le dijo:
—No podía decirte mi nombre. Mamá dice que no hable con desconocidos.
Frank asintió y se pasó una mano por el pelo.
—Pues haces bien. Nunca es bueno hablar con desconocidos. Hay gente que podría… —No pudo terminar la frase, pues la voz de Max le asaltó de improviso como un recuerdo fugaz. Parpadeó nervioso y miró detenidamente al niño. ¿Cómo Max podría pensar en hacerle daño a un crío?
Ajena a los cuestionamientos de él, Emily se aproximó hacia el niño y lo levantó entre sus brazos.
—Despídete de mi amigo, que ya es hora de dormir—le dijo con voz cargada de dulzura.
El niño levantó su manita y la movió despacio de un lado a otro. Frank trató de sonreír, pero no pudo. Entonces alzó trabajosamente una mano e imitó el gesto del niño.
— Que duermas bien, campeón— le dijo con un hilo de voz.
Emily se aproximó un poco más a él.
—Ve a ducharte, Frank, y quítate esa ropa mojada. Te dejé unas toallas y algo de ropa seca para que te cambies. — Lo miró de arriba abajo, frunció las cejas y agregó—: Aunque, no creo que sean de tu talla.
Frank, algo aturdido, asintió.
ººº
El agua tibia le escurría por la cabeza, le bañaba el pecho y caía por sus gruesos muslos mientras la mente le zumbaba como un enjambre de insectos espetándole que sus propias palabras habían puesto en riesgo a un niño.
Nada le hubiese gustado más que retroceder el tiempo y volver hasta ese preciso momento, para poder apartar la ira que le cegaba los pensamientos y echar mano a los sentimientos. Nunca se había considerado como un hombre violento, mucho menos como alguien que se dejaba llevar por un instinto primario; digno de un enajenado. Pero, a pesar de sus razonamientos, debía asumir que sus actos lo estaban empujando a transformarse en eso; en algo que detestaba y que irremediablemente vislumbraba cada vez que se miraba en el espejo. ¿Podía dejar todo atrás y escapar de esa mierda que le estaba llegando hasta el cuello? No lo sabía con exactitud, pero el recuerdo de los ojos verdes de aquella mujer le susurraba incesantemente que ya era demasiado tarde para él.
Avergonzado de sí mismo y a través de una cascada de agua, se miró las manos. Sintió el molesto entumecimiento en los dedos, la indeseable rigidez que no le permitía moverlos bien. Sentía a la culpa como un nudo en la garganta y el temor a que ella lo descubriera lo inundaba. ¿Por qué no había doblegado su deseo de venganza? ¿Por qué había escuchado al maldito de su hermano? Su ira había dejado una estela de catástrofes y ahora las vidas de unos niños, que jamás conocería, se verían truncadas por su culpa.
La dolorosa punzada de las lágrimas le golpeó los párpados y, sin oponer resistencia, soltó el llanto. Por algunos minutos se abrazó a la tristeza y lloró sin vergüenza. No había nadie alrededor y no tenía que explicar que lloraba por el hombre que fue, por esos niños que no conocía y por sentirse presa de una peligrosa red de intrigas.
Cuando el llanto cedió, levantó el rostro y el agua le despejó la cara de las lágrimas. Entonces se juró a sí mismo que no levantaría un dedo en contra de esos niños y que, de ser necesario, los protegería con su vida.
ººº
Vestido con un pantalón de pijama diminuto, que le llegaba un poco más abajo de las rodillas, y con una camiseta de franela que le aplastaba las costillas, se dirigió por el pasillo hasta la cocina. En el aire tibio del departamento percibió un intenso aroma a comida. Olía a salsa boloñesa, mezclado con un tenue olor a tallarines. Espoleado por el hambre y por el molesto gruñido de sus tripas, apuró el paso.
Emily no lo vio llegar, pues, indiferente al mundo y enfocada en revolver la salsa, no le prestaba atención a nada más. Frank, sin decir nada, se apoyó en el umbral de la puerta y la contempló con atención. Como siempre y aun por sobre el aroma a comida que saturaba la atmósfera, pudo percibir el aroma a hierbas que expelía esa frondosa mata de pelo n***o. La mujer llevaba el pelo recogido en una coleta y vestía un delantal de cocina, que se le apegaba a la cintura y le redondeaba aún más las caderas. La mirada de Frank se detuvo sobre los bolsillos medios rotos que sobresalían de unos jeans ajustados y desgastados. Nunca la había mirado tan en detalle, nunca se había dado cuenta de la forma curvilínea de su silueta. Emily, ajena a la mirada de él, movió el cuello de lado a lado y se pasó los dedos por el sinuoso trayecto que unía la cadera con la cintura. El corazón de Frank se aceleró. Imaginó, por un segundo, que sus manos ansiosas hacían ese mismo recorrido, palpando la fragilidad de los huesos; sintiendo la suavidad de la piel. Entonces el deseo, esa poderosa fuerza que creía dormida, lo sacudió de la cabeza hasta los pies.
Sofocado por los rescoldos de pasión que le aceleraban el corazón, desvió la mirada de ella y sacudió la cabeza. Entonces inhaló profundo y , como si temiese importunarla con su cercanía, dio un cauto paso hacia ella.
—Me pasaste esta ropa solo para reírte de mí, ¿verdad?
Emily giró la vista atrás y reprimió una risita. Frank abrió los brazos y giró sobre sí mismo. Se veía ridículo, como si estuviese usando el pijama de un niño. Emily apretó los labios y le dijo:
—Te juro que no tenía nada más. —Soltó una burlesca carcajada que reprimió enseguida.
Frank detuvo el giro y se plantó frente a ella. Entonces tomó una pequeña porción de tela entre los dedos, se puso serio y le dijo:
— ¿Era necesario que me pasaras un pijama con dibujos de florecitas? ¿Querías incrementar mi humillación? — Alzó la vista hacia ella y echó la cabeza hacia atrás—. Usted es malévola, señorita Fuentes.
Emily rio con ganas mientras Frank la miraba. La risa de ella era como un bálsamo para sus oídos; una suave esencia que difuminaba la ronca voz de su padre, la hosca voz de Max.
Luego de unos segundos, Emily dejó de reír y le dedicó una tierna sonrisa.
—Perdona, pero tuve que pasarte uno de mis pijamas. Los del niño jamás te hubiesen entrado.
Frank sonrió de costado y coquetamente le guiñó un ojo.
—Lo sé. —Desvió su atención de ella y posó los ojos en una olla—. ¿Qué hiciste de cenar?
Emily se mordió el labio y replicó:
—Tallarines con salsa boloñesa. — Se volteó hacia la cocina, caminó hacia un rincón y sacó unos platos de la despensa.
Una vez más, los brillosos ojos de Frank recorrieron de punta a punta su sinuosa silueta. Emily giró la vista atrás y sus miradas se cruzaron por un segundo. Entonces se volteó hacia él, se apartó el pelo de la cara y apoyó la espalda contra el muro.
—¿Qué miras? —le preguntó mordiéndose el labio como solo ella sabía hacerlo.
Frank parpadeó e inclinó la mirada hacia ella. Vio el rostro ovalado, los profundos ojos negros, el mentón redondeado. Miró la boca carnosa, el coqueto lunar que la decoraba, los blancos dientes que se incrustaban en esa pequeña porción de labio que tanto deseaba. Sintió que se ahogaba.
—Yo… —balbuceó, encendido de deseo por poseerla.
Emily parpadeó despacio e inclinó la cabeza hacia un lado. Entonces Frank, azuzado por el deseo, se abalanzó sobre ella, le tomó la cara entre las manos y la besó. Ella, sorprendida, dio un paso atrás y lo rechazó. Entonces alzó el rostro hacia él y lo miró en silencio. Frank la asió por la cintura y la atrajo hacia sí con rabiosa pasión.
—Dime que no sientes lo mismo que yo, y nunca más me volverás a ver —le dijo entre susurros.
Emily levantó la mirada y le miró la boca. El corazón le golpeó el pecho y un soplo de ardor le suspendió el aliento. Sin cuestionamientos racionales se alzó en la punta de los pies y lo besó. Frank soltó un leve gemido y le respondió el beso con mayor ardor. Emily, temblorosa, jadeó. Las temblorosas manos de Frank hicieron el anhelado recorrido que, minutos atrás, el deseo lo había empujado a imaginar. Entonces le enterró los dedos en la carne y tal como lo había vislumbrado en su mente, palpó la fragilidad de los huesos, la suavidad de la piel. Emily se detuvo un segundo y le tomó la cara entre las manos. Frank, con los ojos cerrados, se dejó hacer. Sin dejar de mirarlo, ella le mordió suavemente la boca, tiró de una pequeña porción del labio y luego la lamió con delicadeza. Frank soltó un ronco gemido, abrió los ojos y le respiró en la boca. Con un jadeo la tomó entre sus brazos y la levantó del suelo. Emily le rodeó la espalda con las piernas y le mordió suavemente la oreja. Frank la sentó sobre un mueble, la asió de las caderas y la empujó hacia él. Segundos después su lengua húmeda le recorrió el suave cuello mientras sus manos deseosas luchaban por palparle la piel. Cuando sus gruesos dedos rozaron la suavidad de los senos, Frank sintió que el corazón se le desbocaba. Entonces, sin pensar en nada más, quiso desprenderse de la molesta prenda que le impedía perderse entre esas dos pequeñas cúspides de placer.
—No—le dijo ella en un susurro—. Aquí no. El niño puede despertar.
Frank detuvo el movimiento de sus dedos, bajó la cabeza y soltó un hondo suspiro. Emily le acarició suavemente la tibia espalda y le besó la cabeza. Frank alzó la vista hacia ella y sonrió.
—Está bien. Lo entiendo. Pero bájate de ahí o no respondo de mí.
Emily sonrió y se lo quitó de encima con un suave empujón. Luego bajó al suelo de un salto y se irguió a un lado de él.
—¿Quieres comer?—le preguntó.
Frank alzó una ceja y la miró de soslayo.
—Sí, quiero comerte a ti—le dijo con una sonrisa—. Pero como no puedo, me conformo con unos tallarines con salsa boloñesa.
Emily meneó la cabeza y también sonrió. Enseguida cogió los platos del mueble y se los pasó.
—Coloca los platos sobre la mesa—le pidió.
Frank, todavía inclinado sobre el mueble, soltó un ruidito de frustración.
—Imagino que debes saber hacia dónde se va la sangre cuando un hombre está excitado. Y también imagino que debes sospechar, que no tengo ni una gota de sangre en las piernas, ni en las manos. —Inclinó la mirada hacia abajo y se miró la entrepierna.
Emily hizo una mueca.
—Hombres—señaló con una mueca picaresca.
Frank se encogió de hombros y sonrió.
—Dame unos minutos y volveré a erguirme sin vergüenza.
Emily asintió alegremente y llevó los platos hacia la mesa. Cuando volvió a la cocina, pasó por el lado de Frank y le propinó una nalgada. Frank la asió de la muñeca y la atrajo hacia sí. Entonces inclinó la mirada hacia ella y la rodeó tiernamente con sus brazos.
—Perdona—le dijo con un susurro—. No debí llegar tan lejos, aun sabiendo que el niño dormía en la otra habitación. No volverá a suceder. Te lo prometo.
Emily le apegó la cabeza al pecho. Bajo el oído sintió el rápido palpitar de ese dulce corazón.
— No te disculpes, que yo también me dejé llevar—replicó. Alzó la vista hacia él y lo miró—. Quizás, fue tu sexy pijama de florecitas lo que me cegó de pasión. — Soltó una risotada y Frank le propinó una nalgada.
Se hizo un profundo silencio.
Frank carraspeó y le besó la cabeza.
—No sabes cómo te deseo, mujer. No sabes todo lo que se me pasa por la cabeza cada vez que te veo.
Emily se reacomodó en el ancho pecho de él y replicó:
— Mañana por la mañana, antes de irme a trabajar…
—¿Quieres que lo hagamos en la iglesia? —le interrumpió él—. ¿En el confesionario? …Que sucia eres, Emily.
Emily rio y le pellizco una nalga.
—No, ridículo. Mañana Flavio va al jardín de niños y yo no iré a la iglesia. — Nuevamente alzó los ojos hacia él y esbozó una sonrisa tierna—. Estaremos solos por un par de horas.
Frank inclinó la mirada hacia ella.
—¿Me estás haciendo una propuesta indecente?
Emily asintió tímidamente.
—Algo así—replicó—. ¿Tienes miedo?
Frank la miró fijamente y se puso serio.
— Sí. Tengo miedo de enamorarme perdidamente de ti.
Emily suspiró, pues en el fondo de su alma sabía que compartían el mismo temor.
—No tengas miedo—le dijo—, que podríamos perdernos los dos. — Frank esbozó una amplia sonrisa e inclinó la cabeza hacia ella mientras Emily se alzaba en la punta de los pies y le besaba fugazmente la boca—. ¿Ya tienes sangre en las piernas? ¿Puedes caminar? — Frank asintió—. Entonces vamos a comer, que muero de hambre. — Se desasió de los brazos que la sostenían y se giró hacia la comida.
Frank soltó un suspiro, entrecerró los ojos y una vez más la contempló. Su mundo, gracias a ella, había comenzado a irradiar calor.
ººº