El viejo, Max, Nick, Johnny, Santino, Alex y unos hombres desconocidos, ya estaban en el salón cuando Frank llegó. El lugar semejaba un club nocturno, envuelto entre botellas de licor y los olores del humo. Las luces de las lámparas iluminaban los restos de carne asada que los hombres habían engullido y los platos permanecían sobre la mesa con restos de pan y manchas de vino. El olor a comida flotaba en el aire tibio del salón y la leña crepitaba quedamente en la chimenea.
Al verlo llegar, los hombres cruzaron una mirada y guardaron un profundo silencio. Frank era un hombre frío e intimidante como su padre, y su sola presencia imponía respeto. Sin mirar alrededor, Frank irguió la postura y caminó hacia el centro del salón. Enterrado en el sillón, en un caos de mantas y almohadones y con una botella de vino en la mano, Max sonrió torpemente y dijo:
—Ha llegado el hombre más temido de la ciudad.
Frank lo miró con el ceño fruncido, pero no replicó. Max tenía la camisa desabotonada, los pantalones sucios y el rostro arrebolado por el vino. Con un gesto indiferente, Frank desvió su atención de Max y la posó sobre el par de desconocidos. Enseguida, encendió un cigarrillo y miró de soslayo a su padre.
—¿No me vas a presentar a tus nuevos amigos?—le preguntó.
Su voz, enronquecida por el humo del cigarro, sonó desdeñosa.
Uno de los hombres, el más viejo de ellos, se volvió a mirarlo con el ceño fruncido. Frank le lanzó una mirada esquinada y exhaló una bocanada de humo. El hombre parpadeó y volvió el rostro hacia Magno Montanari.
—Preferiría que mi nombre solo lo conociera usted—profirió con un dejo de desdén en la voz.
Frank esbozó una sonrisa mordaz y alzó una ceja con escepticismo. Entonces observó al hombre con atención: notó el pelo engominado, las cejas fruncidas, la barba perfectamente rasurada. Miró la pulcra camisa blanca, el fino cinturón de cuero, la barriga abultada, los pantalones elegantes, los bruñidos zapatos negros.
—Ah, eres policía—afirmó. El hombre, mudo, lo miró. Entonces Frank agregó—: Si no me dices tu nombre, ¿deberé referirme a ti como el oficial anónimo, como si fueras algún tipo de superhéroe?
Nick, desde su lugar, soltó una carcajada que el viejo oficial sintió como un puñetazo. El resto de los hombres rio por lo bajo. El oficial, hasta ese momento desconocido, endureció la expresión y le dijo:
—Es a tu padre a quien debo…
—¿Rendir cuentas? ¿Mostrar respeto? —le interrumpió Frank abruptamente, repasando el aspecto altivo del hombre con un gesto desdeñoso. Si había algo que detestaba era a los hombres que vendían sus principios por un par de monedas.
En ese momento se escuchó la voz del viejo:
—Él es mi hijo y ahora él está a cargo, Edward. Yo solo echo mano a la chequera.
El viejo oficial sintió cómo la cara le hervía de humillación. Incomodado al máximo apretó la quijada y bajó los ojos. Sorprendido por la repentina declaración del viejo, Frank parpadeó, pero no se volvió a mirarlo. No podía demostrar que detestaba ese mundo de mierda, mucho menos que el viejo lo había tomado por sorpresa. Con toda la calma que su carácter le permitía, volvió a centrar los ojos en el otro desconocido y aspiró lentamente el humo del pitillo. El hombre tenía la mirada fija en el oficial y el rostro se le deformaba por un gesto de repudio. Astuto como una araña, Frank intuyó que aquel desconocido era uno de los ex hombres de los Caputo.
— ¿Cuánto tiempo serviste a los Caputo? —le preguntó mirándolo a través del humo.
El hombre, quizás sorprendido, se volvió a mirarlo. En ese momento Max, enfurecido, intervino:
— ¿Pero qué mierda hace ese…?
—Guarda silencio, Max—le interrumpió Frank, sin siquiera mirarlo. Endureció la expresión y miró al hombre como instándolo a replicar.
El hombre alzó el mentón con un gesto agresivo. En su rostro, enrojecido por el vino, sus ojos marrones brillaron como el filo de un cuchillo.
—Quince años.
Frank se lamió los labios y volvió a aspirar el humo del cigarrillo. Cuando exhaló el humo, se pasó una mano por el pelo y le preguntó:
—¿Tu nombre?
— Mario Carruzo.
Frank hizo un hosco gesto de asentimiento con la cabeza mientras repasaba el aspecto hosco del hombre con evidente recelo.
—¿Puedo confiar en ti, Mario Carruzo? —El hombre hizo un hosco gesto de asentimiento, y separó las piernas a la altura de los hombros como si estuviese dispuesto a atacar. Frank alzó una ceja—. ¿Y por qué debería hacerlo?
El hombre sonrió y mostró una hilera de dientes maltrechos.
—Porque yo no le debo lealtad a los fantasmas.
—Ni tampoco a los vivos—agregó Max desde su lugar.
El hombre parpadeó, pero no hubo gesto que delatara alguna emoción.
Frank, impávido, echó la colilla del cigarro a un vaso y caminó hacia sus nuevos hombres.
—Pueden retirarse. John los llamará cuando necesite de sus servicios.
Los hombres se retiraron en silencio. Antes de salir por la puerta, el viejo oficial miró a Frank de soslayo y en su cara se asomó el repudio. Luego posó la vista sobre Magno Montanari y sus miradas se cruzaron por un leve segundo. El oficial le sostuvo la mirada un instante, pero, tal vez intimidado al sentirse descubierto, volvió el rostro. Sin más, apuró el paso y se marchó. Enseguida el viejo bajó los ojos y se llevó una mano al pecho. Temió lo peor. Frank no solo era un hombre engreído, también era orgulloso y sumamente astuto. Sin límites, la arrogancia y la astucia eran tan peligrosas como una pistola con carga, pero Frank tardaría en descubrirlo. ¿Acaso no se había dado cuenta de que se había ganado un enemigo?
Ajeno a los razonamientos de su padre, Frank miró al resto de los hombres y les dijo:
—Imagino que ya conocen el motivo de esta reunión.
Nick, quien se había mantenido en silencio, bebió un largo trago de Whisky y replicó:
—Sí. Lo sabemos, y ya hemos tomado medidas al respecto. La casa está bien asegurada, protegida en todos los frentes por nuestros hombres. Nadie entra ni sale de ella sin mi permiso.
Frank asintió.
—Pero, hasta el momento, todo se ha mantenido tranquilo—intervino Santino desde su esquina.
Frank escrutó la pálida cara del hombre, surcada por una gruesa cicatriz de cuchillo.
—Lanzarán el golpe cuando menos lo esperemos—le señaló—. No podemos confiarnos de la aparente tranquilidad de Fabricio Caputo. El viejo de su hermano ya no está, tampoco su apestoso sobrino. El negocio pasará a sus manos y querrá hacernos a un lado, con la excusa de vengarlos. Esto recién está comenzando.
Nick, con el gesto inexpresivo de siempre, se pasó una mano por la barbilla y acotó:
—Y si no lo hace él, lo harán sus hijos. Todos conocemos la fama de Marlon y Antonio. Apostaría a qué, incluso, podrían matar hasta a su madre por un poco de poder.
Santino, algo nervioso, echó una ojeada alrededor y profirió:
—Creo que se han olvidado del Vikingo.
Frank se volvió a mirarlo.
—¿De qué hablas, Santino?—inquirió.
El hombre se mordió los labios y replicó:
— Del hijo bastardo del viejo Caputo. Dicen que apareció hace algunos meses, pero el viejo lo mantuvo en secreto.
En ese momento John, el hombre de confianza de Magno, intervino:
—Es algo de poca importancia, Frank. No te preocupes; que es solo un rumor. Además, no será Fabricio Caputo quien herede el imperio del viejo Gino.
Frank se volvió a mirarlo con la expresión de un niño confundido.
— ¿Y quién lo hará? —le preguntó.
El viejo John endureció la expresión y contestó:
— El único hijo que le queda vivo.
Frank se llevó una mano a la barbilla y frunció las cejas.
—¿Un hijo legitimo?
John se tomó un momento antes de replicar:
—Sí. Pero el viejo lo mantuvo alejado de su vida desde que era un crío.
Frank mantuvo silencio unos segundos. Después de un momento, preguntó cautelosamente:
— ¿Su nombre?
—Aún no manejamos esa información— replicó el viejo enseguida— . Lo único que sabemos es que el viejo lo envió a Londres cuando era un niño. Allí, el muchacho sufrió un accidente automovilístico y lo dieron por muerto. Pero, según Carruzo, el muchacho sigue vivo, con esposa e hijos.
Frank echó la cabeza hacia atrás y, una vez más, aspiró el humo del cigarrillo.
— Caputo jamás mencionó a ese hijo. Debe ser un rumor, pero de igual forma confirma esa información.
—En eso estoy—replicó John al instante.
En ese momento oyeron la traposa voz de Max:
—Y si es verdad que ese bastardo está vivo y tiene hijos, mátalos a todos.
El rostro de Frank se crispó como si lo hubiesen golpeado. Cruzó una rápida mirada con su padre, pero no replicó. Enseguida volvió los ojos hacia John.
—Averigua si ese hombre está vivo y si esos niños existen o no. Quiero saber sus edades y dónde…
— ¿Y qué importa la edad de esos críos? —le interrumpió Max con enojo—. Me da igual si son críos de pecho o unos malditos mocosos de diez. ¡Que los maten y ya!
Frank sintió que la ira lo envolvía como un vaho caliente que le escaldaba la piel. Max hablaba como un maldito asesino: frío, destemplado, con desdén. ¿Cómo podía siquiera pensar en matar a unos niños?
Inescrutable, miró sobre el hombro de Nick y vislumbró el rostro enrojecido de su hermano. Vio los ojos desorbitados, la cara desencajada, los labios firmemente apretados. Sintió asco. Desvió la atención de la deplorable imagen de Max y se miró los manos: los dedos le temblaban y un profuso sudor le bañaba las palmas. ¿De ira contenida? ¿De temor?
Como siempre, apartó la rabia que le borboteaba en el pecho y señaló:
—Avísame cuando tengas toda esa información, John. Ahora déjennos solos.
Los hombres se retiraron en silencio. Entonces Frank alzó la vista mirando primero a su padre y luego a Max.
—No mataré a unos críos. No soy un maldito asesino —le dijo, y le temblaron las manos por unos segundos.
Max se incorporó del sillón con torpeza y caminó tambaleante hacia él. Una vez frente a Frank alzó el brazo con ademán violento, la mano tembleque, el índice torcido.
—¡Dijiste que los querías a todos muertos! … ¿O ya lo olvidaste?
Frank echó la cabeza hacia atrás.
—No discutiré con un borracho.
Max se sorbió la nariz con un gesto asqueroso y se tambaleó a los costados.
—Volviste a ser el maldito cobarde de siempre, ¿verdad?
Frank soltó un ruidito de fastidio. En ese momento se escuchó la voz del viejo:
—Vete a dormir, Max. Ni siquiera logras mantenerte en pie.
Max se volteó hacia él, hecho una furia.
—¡Tú no me dirás qué hacer! —Volvió el rostro hacia Frank, y en sus ojos brilló el delirio—. ¿Crees que cambiaré de parecer cuando se me pase el efecto del vino? —Sonrió con un gesto frenético y apretó los dientes—. No lo haré, Frank. Quiero que todos esos malditos acaben muertos…Ellos mataron a Katty, a mamá.
Frank endureció la expresión.
—Ellos no mataron a esa mujer, y lo sabes bien.
Max dio otro paso hacia Frank y soltó una risotada que reprimió enseguida. Las gotas de su saliva salpicaron el rostro de Frank. Frank entrecerró los ojos y se limpió la mejilla con la mano. Entonces Max lo asió por la muñeca y lo atrajo hacia sí con inesperado vigor.
— Me lo debes, Frank—le dijo entre dientes.
Frank sintió a la rabia contenida en esos tembleques dedos fríos. Alzó la vista hacía él y vio los ojos brillantes y húmedos. Con notorio desdén le retiró la mano y dio un paso atrás. Max tenía el rostro arrebolado por la ira y los efectos del vino. Frank escrutó los labios firmemente apretados, las fosas nasales dilatadas, la rabiosa mirada destemplada. Sintió al temor y al desprecio mezclados. Su deseo de venganza había azuzado la ira desmedida de su hermano.
—No vuelvas a ponerme una mano encima—le dijo con voz cargada de desprecio. Inexpresivo, se alisó la manga del saco con los dedos y miró a su padre desde su lugar—. Ve que le den algo de comer y oblígalo a dormir. —Sin más se dirigió hacia la puerta, dispuesto a marcharse.
Max, al borde del llanto, le gritó:
—¡Me lo debes, Frank!
Con el eco de esas palabras restallándole en los oídos, Frank entrecerró los ojos y se marchó.
ººº
El viento rugía como un animal hambriento. La lluvia caía en ramalazos sobre el parabrisas y, de vez en cuando, se escuchaba el bramido de un trueno. Las calles se veían oscuras, desoladas, alumbradas intempestivamente por las luces de otros carros. No había nadie alrededor y el mundo parecía esconderse ante el azote de la fría estación.
La bruñida mirada de Frank recorrió todo y volvió a posarse sobre la pequeña librería. La tenue luz de un farol alumbraba la entrada. Las cortinas estaban abajo y el lugar permanecía cerrado. Frank aspiró una honda bocanada de tabaco y cerró los ojos. El humo le recorrió la garganta aliviando un poco el sabor amargo que tenía en los labios. Todavía seguía escuchando la fría voz de su hermano; sus palabras continuaban remeciéndolo como si aún lo estuviese increpando. ¿Cómo podía Max centrar toda su ira en unos críos que no conocía? ¿Cómo podía culparlos de algo que no habían hecho? ¿Cómo podía odiarlos? Enrojeció como si hubiese sido él quien había lanzado esas palabras sin pensar. Entonces sintió un vaho caliente de sonrojo intolerable que logró apaciguar respirando profundamente, echando la cabeza hacia atrás. Él también tenía las manos manchadas con sangre inocente y era tan despreciable como lo era Max.
No sabía si lograría sobrellevar el peso de su consciencia, pues era una carga demasiado pesada que continuamente lo aplastaba. Cada vez que estaba frente a los hombres de su padre o con Max, el peso cedía por completo y la culpa lo dejaba en paz. Pero en cuanto se descubría solo y sin nadie alrededor, el maldito peso volvía a aplastarlo sin ninguna contemplación. ¿Quién era en realidad? ¿El débil hombre que tiritaba como un perro enfermo cada vez que despertaba? ¿O ese hombre, frío y déspota, que daba órdenes con voz perentoria y no pensaba en nada más? No. No era ninguno de ellos dos. Era el hombre que solo ella conocía, el hombre que la miraba y sonreía.
Desde hace ya muchos días que solía encontrarse con ella en la iglesia. Todas las mañanas iba en su búsqueda, y el solo hecho de saber que la vería lo empujaba a esbozar una sonrisa. Las conversaciones con ella no eran aburridas, al contrario, siempre terminaban en risas. Acostumbraban a caminar por el parque, a echarse en el pasto y a compartir un par de horas de sus vidas. Luego la acompañaba al trabajo y se despedía de ella con un beso en la mejilla. Era extraño, pero sus encuentros con ella se habían transformado en un ritual que le permitía sobrellevar el resto del día.
Abrió los ojos del todo y endureció la expresión. Volvió a mirar a la librería, pero lo único que vio fue a un perro viejo y mojado por la lluvia. «¿Dónde estará?»—se preguntó, pero no encontró respuestas a su pregunta.
Entonces, nuevamente, el temor lo inundó: ¿Qué pasaría si ya no volvía a verla? ¿En qué clase de hombre se transformaría? ¿En un hombre como Max? O, peor aún, ¿en ese hombre desalmado y déspota al que solía llamar papá?
Sin que lo pudiese evitar, los temores que le poblaban la mente cobraron vida en la imagen rejuvenecida de su padre. Tembló y un escalofrío le recorrió la espalda de punta a punta. La sola idea de verse transformado en el viejo le resultó asquerosa. No podía ni quería terminar como él y, talvez, por eso insistía en buscar a Emily. ¿Era eso lo que la mantenía atado a ella?
Sin saber qué responderse y hastiado de sí mismo, apagó el cigarro en el cenicero y se frotó la cara con las palmas de las manos. Al despejarse el rostro soltó un suspiró y movió el cuello de lado a lado. Pensó en irse a descansar, pero sabía que no lograría cerrar los ojos sin la maldita pastilla para dormir. Entonces desechó la idea por completo y empuñó las manos en un claro gesto de frustración.
Luego de unos segundos soltó un hondo suspiro y echó mano al móvil que permanecía en su costado. Se sentía muy solo y sabía que la soledad era un maldito confesionario que no lo dejaría en paz. Sin detenerse a pensar, marcó un número y encendió el carro. Luego de unos segundos y del otro lado del móvil, una suave voz le respondió:
— Frank Montanari, pensé que te habían abducido.
Frank clavó la vista en el camino y replicó:
— Estuve ocupado, Laura. En quince minutos más paso por ti. — Sin gastar más saliva, colgó la llamada y dejó el móvil a un lado.
La lluvia acreció. Frank aguzó la visión y clavó la vista en el camino mientras encendía la radio y comenzaba a sonar una canción.
ººº
Frank enrojeció: la mujer no dejaba de inhalar cocaína mientras sonreía como una loca y hablaba sin parar. Frank tenía la mirada fija en la cara de ella; en esa mueca rígida que le torcía los labios cada vez que hablaba. Laura, indiferente, se sentó en la cama y se levantó el vestido más arriba de los muslos. En la piel, blanca como la luna, se distinguían claramente un cúmulo de venas azules.
—¿Vas a seguir aspirando esa mierda? —le preguntó Frank entre murmullos.
La mujer, con el asombro pintado en el rostro, alzó bruscamente la mirada hacia él.
—¿La misma mierda que tú solías disfrutar?
Frank endureció la expresión.
—Cuando tenía veinte, quizás, pero no ahora que tengo más de treinta.
—¿Te transformaste en un viejo aburrido?
Frank encendió un cigarro y la miró en silencio.
—No te traje aquí para hablar de nuestras vidas. —Bebió un largo trago de ron y soltó un ruidito de fastidio.
Laura sonrió con malicia y se puso de pie. Con un movimiento felino, caminó hacia él; moviendo sus estrechas caderas de un lado a otro en un insinuante vaivén. Una vez frente a Frank se levantó el vestido a la cintura y se sentó a ahorcajadas sobre él.
—¿Y para qué me trajiste?— le preguntó con una aceitosa sonrisita.
Frank alzó la vista hacia ella. Vio los ojos extraviados, las pestañas repletas de maquillaje, los labios grotescamente pintados. Miró el polvo blanco que se asomaba por las fosas nasales, la base marrón que cubría las mejillas, el gesto delirante que le deformaba la sonrisa. La mujer semejaba un grotesco y pintarrajeado maniquí. Sintió al repudio y a la lástima mezclados.
—No hables más—le dijo con una voz que no aceptaría réplicas.
La mujer soltó una risotada y le restregó el cuerpo sobre los muslos.
—Cállame la boca a besos —replicó con un ronroneo.
Frank echó la cabeza hacia atrás y apagó el cigarro en un vaso. La mujer le colocó las manos sobre los anchos hombros. Con un gemido se inclinó sobre él y le puso los labios sobre la boca. Frank degustó el sabor de esa sonrisa: sabía a tequila, a limón, a sal. Laura volvió a jadear y cerró los ojos. Él, sin decir nada, echó la cabeza hacia un lado rehuyendo el contacto y la levantó entre sus brazos.
—Sin besos—le dijo—. Todavía tienes esa mierda metida en la nariz.
La mujer volvió a reír. Frank caminó unos pasos y la dejó sobre la cama. Laura se quitó el vestido, el sujetador y le dio la espalda. Frank miró ese cuerpo semidesnudo y pálido sobre la cama. Parpadeó. Laura semejaba una muerta, tan muerta como esa otra pobre mujer del restaurant. Entonces, la culpa nuevamente lo asaltó. Sintió la misma punzada en el pecho, la misma desazón que le cortaba la respiración. Tembló. Estaba haciendo lo mismo que hacía su padre: enredarse entre los brazos de otras mujeres para aliviar un poco el dolor. El temor lo embargó, pero un instinto profundo lo impulsó a tomar a esa mujer para demostrarse a sí mismo que seguía siendo él.
Impávido y sudando frío, se desnudó. Tenía que apartar la culpa de su mente y doblegar el temor que lo hacía temblar como un enfermo. Ajena a los razonamientos de él, la mujer se volvió a mirarlo con malicioso interés.
—¿Acaso no te gusta lo que ves? —Se bajó las bragas hasta las rodillas y separó un poco más las piernas.
Frank entrecerró los ojos y le rehuyó la mirada con impaciencia.
—No me mires, Laura.
La mujer soltó otra risotada, movió su larga cabellera rubia de lado a lado y clavó los ojos en la almohada. Con rabiosa pasión, Frank le enterró los dedos en la escuálida carne blanca de las caderas y la atrajo hacia sí. En la ingle sintió el contacto de una piel fría y húmeda. El cuerpo no le respondió. El vigor no le aceleraba el pulso y su virilidad se mantenía tozudamente dormida. Cerró los ojos y atrajo a su mente el recuerdo de Emily. Entonces pensó en su sonrisa, en su cuerpo menudo y frágil, en su cara natural y limpia. Volvió a abrir los ojos y miró a la mujer con atención. Laura, entre gemidos teatrales, arqueaba la espalda hacia atrás mientras luchaba torpemente por quitarse las bragas.
—No puedo—le dijo Frank con voz seca, separando su cuerpo del de ella—. Estás demasiado drogada.
La mujer abrió los ojos del todo y se giró sobre su cuerpo hasta quedar sentada. Luego, con una maliciosa sonrisita, se inclinó sobre él y le colocó la cabeza en la entrepierna.
—Talvez, yo pueda despertar…
—No—le interrumpió Frank—. Vístete de una vez, que te iré a dejar. — Hizo ademán de levantarse de la cama, pero la mujer se abalanzó sobre él y le propinó una brusca bofetada.
—¿Te estás burlando de mí?— le preguntó ella con el rostro enrojecido de cólera.
Frank volvió el rostro hacia el costado y se llevó una mano a la cara. Cuando volvió a mirar a la mujer mostró una mejilla levemente enrojecida e hinchada.
—No vuelvas a tocarme—le dijo con voz repleta de desprecio.
Pero la mujer, ensordecida por la ira, se le fue encima y comenzó a golpearlo con golpes de puños y patadas.
—Maldito desgraciado, poco hombre—le gritaba fuera de sí.
Entonces Frank, hastiado, la tomó firmemente de los brazos y la zarandeó. La mujer, rígida de ira, esperó a que el hombre la golpeara, pero aquello no ocurrió. En cambio, se desasió de ella con un gesto desdeñoso y bajó la voz:
—Yo me voy de acá. Vístete ahora o te quedarás sola en la habitación. — Sin más se levantó.
La mujer soltó el llanto y se acurrucó en un rincón.
Frank, indiferente, comenzó a vestirse mientras echaba un vistazo alrededor. ¿Qué mierda hacía allí, lidiando con los arranques de locura de una mujer drogadicta y frívola? ¿Por qué no se había ido a dormir?
Antes de que la pregunta se desvaneciera en su mente, supo la respuesta: prefería lidiar con los arranques de esa mujer, a tener que enfrentarse a la voz de su indeseable consciencia. Sabía, a ciencia cierta, que ya no era el mismo de antes. Había comenzado a transformarse en un hombre demasiado parecido a su padre. Aceptó la idea durante un leve segundo, pero luego la rechazó. No. No era el mismo de antes, pero tampoco era como el viejo. Era solo un hombre que había perdido el norte y deambulaba por la vida sin rumbo. Pero ¿Quién podría señalarle el camino a seguir si ya no estaba su madre?... ¿Emily?
Tragó saliva y miró a la mujer por última vez. Laura, aún semidesnuda, se había quedado dormida sobre la cama. Frank parpadeó. Impulsado por la lástima, caminó hacia la mujer y la vistió. Luego, con un nudo en la garganta, la levantó entre sus brazos y la sacó en andas de la habitación.
Mientras se acercaba al carro una sola idea la surcaba la cabeza: debía buscar a Emily. Necesitaba verla y comprobar que, debajo de ese despreciable disfraz, seguía siendo él.
ººº