Frank lo encontró en el calabozo, sentado sobre una litera hedionda y maltrecha, con huellas de llanto en la cara y la vista perdida en un pequeño anillo que tenía entre las manos. Confundido por la expresión adusta que deformaba el rostro de su hermano, Frank frunció el ceño y detuvo el paso. ¿Qué había pasado? ¿Acaso había confesado?
—¿Qué hiciste, Max? —le preguntó desde la puerta, temeroso de escuchar su respuesta—. ¿Por qué no llamaste a papá?
Max giró la vista hacia él y alzó el rostro. Se veía demacrado, enfermo, ojeroso.
— Solo tenía una llamada y sabía que el viejo no me respondería. Y no he hecho nada, Frank…nada.
Frank asintió con un hosco gesto y miró de soslayo al oficial que permanecía cerca de la puerta. Con un gesto sombrío, se aproximó a la litera y se inclinó sobre Max como si fuese a besarle la rubia cabeza.
—No digas nada que pueda inculparte, Max, y sígueme el juego—le dijo entre susurros—. Cuida de tus palabras y recuerda que aquí hay ojos y oídos.
Max hizo un torpe gesto de asentimiento con la cabeza y se limpió la nariz con la manga. Frank arrugó la nariz: Max apestaba a sudor, a alcohol. Sin agregar palabras, se sentó a su lado mirando primero al oficial y luego a él.
—¿Por qué estás aquí? ¿Te descubrieron manejando borracho? ¿Estabas metido en una pelea?
Max negó reiteradamente con la cabeza.
—Se me acusa de haber asesinado a Dino Caputo y a su acompañante; Katherine Newman. — Al pronunciar el nombre de la mujer apretó los labios.
Frank alzó una ceja con escepticismo y se tomó un momento antes de hablar:
—Así que el bastardo que asesinó cobardemente a mamá está muerto. Me alegro, ¿lo mataste tú? — Max frunció el ceño y volvió a negar con la cabeza. Frank soltó un hondo suspiro y agregó—: No pueden retenerte aquí, a menos que tengan pruebas en tu contra. Espérame aquí, iré a hablar con el detective.
Max dejó caer la cabeza. Frank hizo ademán de levantarse, pero la dolida voz de su hermano lo detuvo:
—Yo la conocía, Frank. Estaba saliendo con ella. Era mi chica.
Frank parpadeó como si no lo hubiese oído. El asombro, transformado en un súbito escalofrío, le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Palideció. Por un minuto no supo qué hacer ni qué decir. Estaba impactado, enredado entre las frías redes del pasmo. ¿Había matado a la mujer de su hermano?
Intentando serenarse volvió a sentarse a su lado y encendió un cigarro. El corazón le batía bajo la camisa y tenía los dedos sudados. Le había costado mucho decidirse a ir al cuartel: el miedo y el deber se habían batido a duelo en su mente, pero había primado la lealtad que sentía por él. Después de todo, Max era su hermano y ambos estaban metido en el asesinato. Pero Max no había disparado; había sido él.
Un poco más tranquilo exhaló el humo del tabaco, miró a Max y le dijo:
— No sabía que ese bastardo estaba muerto, tampoco sabía que habías perdido a tu mujer. Lo siento mucho. — Hizo una pausa, carraspeó y le preguntó—: ¿Piensan que la mataste porque la encontraste con otro hombre? ¿Qué los celos te cegaron?
Max se encogió de hombros.
—No lo sé, Frank. Pero te juro que yo no la maté. —Sin que pudiese evitarlo, soltó el llanto.
Frank sintió una extraña mezcla de rabia y lástima. Entonces arrojó el cigarro al suelo, miró a Max y se abalanzó sobre él. Con una mano grande y rígida, lo cogió de la nuca y lo atrajo hacia sí.
—Aquí no, Max. Espera a que salgamos de este lugar—le dijo entre susurros, acariciándole la cabeza como si fuese un niño. Max asintió con un torpe movimiento de cabeza. Entonces Frank le tomó la cara entre las manos, lo miró fijamente y agregó—: No pueden retenerte aquí, si no levantan cargos en tu contra. No pueden culparte si no tienen pruebas. ¿Lo entiendes, Max?
Max entrecerró los ojos.
—Sí—replicó lacónico.
Frank respiró hondo, echó el cuerpo hacia atrás y lo soltó.
—Ahora espérame aquí. —Sin gastar más saliva se incorporó de la litera y caminó hacia la salida.
Max lo miró alejarse, oscilando entre la rabia y un enorme sentimiento de culpa.
ººº
Cruzó el pasillo a paso ligero. Quería terminar luego con ese asunto y sacar a Max de ese lugar, antes de que la culpa lo empujara a hablar. Encendió otro cigarro. Aspiró profundamente el humo del tabaco y siguió caminando. En el aire tibio del cuartel se mezclaban el olor del café fresco con el hedor a sudor y el humo del tabaco. Frank se veía sereno, aunque las piernas le temblaban y el sudor le bañaba el cuerpo. Todavía no podía asimilar lo que había escuchado de Max, minutos atrás. Le parecía irreal, como si aún siguiera dormido y no lograra despertar. ¿Cómo era posible que esa chica fuera la mujer de Max? ¿Por qué no se lo había dicho?
Decidido a ponerle fin a esa maldita pesadilla, apartó el pasmo de su mente y se obligó a reaccionar: debía retomar su típica postura de abogado; debía mostrarse tranquilo, decente, relajado. Al llegar a una oficina, detuvo el paso e inhaló profundo. Luego estampó unos cortos golpecitos sobre la puerta y abrió. El lugar estaba frío, aunque en el resto del cuartel se percibía un aire tibio. El detective alzó la vista de unos papeles y lo miró. Alzó una mano y, con un gesto indiferente, le indicó entrar. Frank alzó el mentón con un gesto altivo y entró.
—Señor Montanari, ¿en qué…?
—Sabes muy bien porque estoy acá—le interrumpió Frank abruptamente. El hombre, ceñudo, lo miró desde su asiento. Frank se inclinó sobre la mesa y apagó el cigarro en el cenicero—. Entrégame a mi hermano. No tienes pruebas en su contra. No puedes retenerlo acá.
El detective soltó un suspiro y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla.
—Ah, ¿no? ¿Y quién dice que no tengo pruebas?
Frank esbozó una sonrisa mordaz.
— Si tuvieses pruebas, ya habrías presentado cargos en su contra. ¿Lo hiciste? ¿De qué lo acusas?
El hombre lo miró con mal disimulado enojo.
— Es evidente que fue él. Tu padre ya está viejo para eso y tú, Frank Montanari, no mancharías tu nombre de abogado prestigioso.
Frank soltó una risotada que reprimió enseguida. Entonces corrió una silla y se sentó. Nuevamente sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió.
— Dime algo, Tom: ¿Te esforzaste mucho para llegar a esas suposiciones ridículas? ¿Crees que mi hermano es tan imbécil como para matar al bastardo que asesinó a mi madre? El bastardo que, por cierto, seguía libre hasta unos días atrás. El mismo que, extrañamente, no lograste incriminar. ¿No crees que el viejo de Fabricio Caputo tenga algo que ver en todo esto? —Exhaló una bocanada de tabaco y miró al hombre a través de un manto de humo—. Muéstrame las pruebas que incriminan a mi hermano o dime el nombre de los testigos que lo acusan.
Tom se removió incómodo en la silla.
— Todavía no he reunido las pruebas suficientes y no tengo testigos del asesinato. Creo que el dinero de tu padre abarca mucho y puede que ya haya llegado a los bolsillos de algunos oficiales.
Frank alzó las cejas con un gesto de asombro.
— ¿Estás insinuando que mi padre ha comprado a tus hombres, Tom? — El hombre apretó los labios reprimiendo una respuesta. Frank, con toda la calma que su carácter le permitía, se pasó una mano por el pelo y agregó—: Deberías investigar al respecto y acusarlo si tienes pruebas. Aunque, yo había escuchado que tú y tus oficiales recibían el afecto de Caputo, al menos, una vez al mes.
Había algo burlesco, ladino en el tono. El detective torció los labios y bajó peligrosamente las cejas.
—¿Me estás acusando de algo, Frank?
Frank sonrió abiertamente.
—¿Acusarte de qué? ¿Acaso has hecho algo indebido, Tom?
El hombre sintió que el rubor le subía del cuello hasta las orejas. Enrojeció y frunció duramente el ceño. Entonces le preguntó:
— ¿No sientes vergüenza de pertenecer a una familia asesina y corrupta?
Frank soltó una risita, aspiró el humo del pitillo y le dijo:
— Que yo sepa mi viejo padre es empresario, dueño de muchos casinos y algunos finos caballos. Y mi hermano, el pobre de mi hermano, no es más que su empleado. Mi apellido es Montanari, Tom, no Caputo. Te pediría que no te confundas. ¿Conoces a esa gente, Tom? ¿A los Caputo? —Hizo una pausa, volvió a sonreír y agregó —: Ah, lo olvidaba. Olvidaba que solías salir de juerga con Dino y sus putas. Todavía tengo un par de fotos tuyas con ese bastardo a tu lado. ¿Quieres verlas, Tom? Así podrías refrescar tu memoria. —Echó el cuerpo hacia adelante y volvió a apagar el cigarro en el cenicero. Tom, mudo, lo observó. Entonces Frank acercó el rostro a unos centímetros de la cara de él y gruñó—: Suelta a mi hermano…Ahora.
Sorprendido por la hostilidad que endurecía la voz de Frank, Tom echó el cuerpo hacia atrás y apoyó la cabeza contra el respaldo. Se tomó un momento antes de hablar, sopesando todo con sumo cuidado. Frank lo miró fijamente sin parpadear y sin soltarlo. Luego de unos segundos, Tom volvió los ojos hacia la puerta y alzó la voz hasta el grito:
—¡Gutiérrez! —Enseguida la figura de un regordete oficial apareció bajo el umbral. Tom endureció la expresión y le ordenó—: Libera a Max Montanari.
Frank, inescrutable, se levantó del asiento y lo miró desde su altura. Entonces hizo un leve movimiento de cabeza y le dijo:
—Gracias, Tom. Dale mis saludos a tu esposa. — Sin más se retiró.
El detective dilató las fosas nasales y tensó el mentón, esforzándose por ocultar que era presa del rencor y de una ira aún mayor.
ººº
Frank, sentado frente al volante, echó a andar el auto y miró hacia el costado: el rostro de Max semejaba una lámina traslucida. Sus mejillas habían perdido el color y unos halos oscuros le rodeaban los ojos dándole el aspecto de un hombre mucho mayor. Estaba más flaco, cansado, encorvado como un anciano consumido por los años.
—¿No has dormido? —le preguntó.
Max giró el rostro hacia él y negó con la cabeza. Frank asintió con un hosco gesto y volvió la vista al frente. El invierno avanzaba y las calles, cubiertas por una fría llovizna, se veían desoladas. La escarcha cubría el parabrisas como una fina capa de vidrio y del capot se escapaba el vapor.
—No puedo dormir, Frank—dijo Max de improviso.
Frank se volvió a mirarlo. Asintió con un hosco gesto, pero no replicó. Enseguida volvió a posar los ojos en el camino. Max tragó saliva y se reacomodó en el asiento. El olor de él le llegó hasta Frank como un puñetazo en pleno rostro. Apestaba. Hedía a sudor, a mugre, a alcohol. Llevaba días sin bañarse, sin cambiarse la ropa, sin cerrar los ojos, sin comer. Aquella noche, la fatídica noche, había tenido un sueño que no lograba recordar del todo, pero que lo quebró. Había visto a Katty, el rostro de ella. La sangre le brotaba de la frente y le escurría por la boca; los labios se le diluían entre los dientes hasta transformarse en una masa rojiza, amorfa. Luego el rostro de ella se transformaba en una calavera; un cráneo con un orificio en la parte frontal que abría grotescamente la boca. Entonces se escuchaba un grito espeluznante. La boca de la calavera se repletaba de espuma colérica: chillaba y su chillido le golpeaba los oídos con tanta potencia que sus tímpanos, heridos por el golpe del rugido, comenzaban a sangrar.
Ajeno al tormento que Max vivía, Frank lo miró de soslayo y le preguntó:
—¿Por qué no me lo dijiste, Max? ¿Por qué mierda no me detuviste? … ¿O al verla con otro la rabia te cegó?
Max parpadeó y abrió los ojos como platos. Entonces, con los ojos al borde del llanto, replicó:
— No, Frank. ¡No soy un maldito psicópata! —Sin darse cuenta había alzado la voz hasta el grito.
Frank, calmado, volvió a asentir.
—Cálmate. No te estoy tildando de psicópata.
Max se restregó el rostro con un gesto frenético y suspiró. Entonces, un poco más tranquilo, murmuró:
—Todo pasó tan rápido, que no logré…— La tristeza que sentía le hizo arrastrar las palabras—no pude reaccionar. Nunca me han inquietado los muertos, pero ella…—El recuerdo del sueño lo asaltó como una repentina enfermedad. La boca se le repletó de baba amarga y sintió deseos de vomitar—. Detén el auto, Frank. —Se inclinó en una arcada violenta y seca.
Rápidamente, Frank se desvió del camino y aparcó en la berma. Max salió del auto tropezando como un borracho. Frank sacó las llaves del arranque y salió detrás. Con el ceño fruncido, lo estudió bajo la débil luz del atardecer: Max, pálido como un muerto y doblado sobre sí mismo, se retorcía por las continuas arcadas que lo golpeaban. Frank sintió una punzada en la garganta, el molesto dolor de la culpa, de la lástima. Con sumo cuidado se aproximó hacia él y lo tomó de un brazo. Max, salivando como un perro, alzó el rostro hacia él. Debajo de los párpados, la piel se hundía grotescamente hasta pegarse a las cuencas. En la nariz se asomaba un hilillo de sangre y mucosas. Frank miró los ojos, rojos como si estuviesen repletos de derrames. Las lágrimas le inundaban las pestañas y las pupilas se contraían y se dilataban como si quisieran gritar. De improviso Max se echó a llorar. Entonces Frank lo atrajo hacia sí y, como cuando eran niños, lo envolvió entre sus brazos tratando de consolarlo. No podía hacer más. Era imposible regresar a esa muchacha de la muerte, como tan imposible era que el tiempo volviera atrás.
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