Al borde del abismo.

4139 Words
La tristeza lo había consumido por completo. Ya no sonreía y sus rugosos ojos negros irradiaban melancolía. Envuelto en un velo taciturno y con un cigarro en la mano, veía cómo los días transcurrían. Más de alguna vez había pensado en el suicidio, pero era más fuerte su cobardía. La vejez lo había transformado en un hombre débil y enclenque que, a duras penas, lograba mantenerse en pie. Frank lo encontró despierto, esperando con impaciencia la luz del día. Estaba sentado en la silla mecedora de su difunta esposa, meciéndose hacia adelante y atrás, tarareando una canción en voz baja, inhalando el humo del cigarrillo. —Necesito hablar contigo—le dijo Frank, erguido unos pasos más atrás. El viejo se volteó hacia él. Frank no logró distinguirle el rostro, enmascarado por las sombras de la noche. Sin decir nada se aproximó al interruptor y lo pulsó. En menos de un segundo, la habitación se iluminó. El viejo arrugó aún más los ojos y volteó el rostro. —No me gusta esa luz—rezongó. Frank, indiferente, lo miró. —Necesito que hablemos—volvió a decir, y dio un par de pasos hasta plantarse de lleno frente a él. El viejo alzó el rostro. Frank se sorprendió, pues la cara era la de un deplorable anciano. Ajado, pálido y enjuto, con los párpados caídos y los labios blancos, Magno Montanari era otro. Alrededor de su frágil cuerpo se esparcía el humo del tabaco. —¿Hablar de qué? —replicó el viejo, entrecerrando los ojos. Frank encendió un cigarro y lo miró desde su altura. —De tu hijo. Magno, pálido, aspiró el humo del cigarro y carraspeó: — ¿De ti? Frank, con el desprecio pintado en el rostro, replicó: — De Max. Estuvo detenido, ¿lo sabías? El viejo le sostuvo la mirada unos instantes. Luego le rehuyó la vista y replicó: —Algo supe. Frank sintió que la rabia le borboteaba en el pecho. Enrojeció. —Tú iniciaste esta mierda. No puedes hacerte a un lado. Asume lo que provocaste y hazte cargo. El viejo lo miró a través del humo. —Te dije que no participaría en esto, pero parece que lo olvidaste — le dijo con voz monocorde. Frank lo contempló con un gesto de perplejidad. —Esto se inició hace muchos años atrás, cuando decidiste meterte en negocios sucios sin pensar en nadie más. — Inhaló el humo del tabaco y logró contener la ira que no lo dejaba pensar—. Dino Caputo está muerto. El viejo parpadeó. —Sabía que tu hermano lo… —Fui yo quien lo mató; no él—le interrumpió Frank fríamente—. Lo maté a él y a la chica que lo acompañaba que, por cierto, era la mujer de Max. El viejo, palidísimo, le sostuvo la mirada. Sintió que el pulso se le aceleraba. Su mayor temor se había hecho realidad: Frank se había transformado en aquello que decía detestar. Ajeno a los razonamientos del viejo, Frank lo miraba fijamente. —¿No dirás nada? —le preguntó con una sonrisa. Una vez más, el viejo aspiró el humo del tabaco. — ¿Y qué podría decir? ¿Acaso mis palabras podrían deshacer lo que ya está hecho? Frank se puso serio. La típica risita burlona de su rostro se esfumó. —No. Lo hecho, hecho está. Pero sabes muy bien que la guerra se iniciará. —Se interrumpió para inhalar el humo del cigarro y continuó—: Entiendo el duelo por el que estás pasando y también lo comparto. No te pido que olvides tu dolor, pero si te pido que mires a tu alrededor. Max te necesita, él no está bien. La culpa lo está matando. —¿Y a ti no? ¿No sientes culpa por haber matado a esa muchacha? Frank no parpadeó. Sintió que un súbito entumecimiento le golpeaba el cuerpo como un golpe lento. —No estoy hablando de mí. —Pero yo sí, y sé que no es fácil vivir con eso. Frank hizo un gesto de impotencia con las manos. La rabia y la culpa hicieron que las lágrimas le anegaran los ojos. Tensó el mentón negándose a sucumbir al llanto. —Quizás, y así sea—replicó con un carraspeó—. Pero no estoy hablando de mí, estoy hablando de Max. Ya perdiste a tu mujer, ¿también lo perderás a él? ¿No te da miedo? Después de todo, Max es lo único que te queda. El viejo esbozó una tembleque sonrisa. — ¿Y tú, Frank? ¿Acaso tú no eres importante para mí? Frank suspiró. —Yo no nunca fui cercano a ti, en cambio Max… —Sí lo eras— le interrumpió el viejo—. Pero me dejaste a un lado por cientos de libros y un montón de leyes. —Leyes que nunca respetaste—replicó Frank con evidente enojo. Poco a poco su voz se fue repletando de intensidad—: ¿Crees que no me sentí decepcionado cuando descubrí toda tu inmundicia?… ¡¿Piensas que no sentí vergüenza al saber que estabas metido en esa mierda?! ¡Soy un abogado, por Dios! El viejo apagó el cigarro en un cenicero y echó la mecedora hacia atrás. Con toda la calma que pudo expresar, miró a Frank sin parpadear y sin soltarlo. Frank vislumbró la sombra de pesar que oscurecía los ojos del viejo y, quizás acongojado, volvió el rostro. Magno se envolvió estrechamente en la manta que le cubría la espalda y le dijo: —Puedo entender tu vergüenza, pero no tu odio. Desde que tu madre partió… —Yo no te odio—le interrumpió Frank abruptamente, alzando los ojos hacia él —. Pero tú también eres responsable de su muerte. El viejo, derrotado, dejó caer la cabeza. —Lo soy. Tu madre pagó el precio de mis pecados; pecados que yo debí pagar. Pero como bien tú dijiste: lo hecho, hecho está. Frank rio por lo bajo. Por lo visto, el viejo zorro seguía presente; oculto bajo ese enjuto disfraz de anciano. Con un gesto altivo caminó hacia el cenicero y apagó el cigarrillo. Cuando volvió sobre sus pasos, miró nuevamente al viejo y endureció la expresión. —No vine acá para hablar de tus pecados ni de los míos. Si necesitas hablar de eso, ve a la iglesia a la que solía ir mamá. Allí siempre hay curas dispuestos a escuchar. El viejo sonrió con una mueca mordaz; el mismo gesto que caracterizaba a la sonrisa de Frank. Al notar la sarcástica sonrisita, Frank palideció. Fue como si hubiese viajado en el tiempo y se estuviese contemplando de viejo. Sintió temor. ¿Se estaba convirtiendo en él? Ajeno a los pensamientos de su hijo, Magno sacó la cigarrera de oro que tenía en el bolsillo y la abrió. Con dedos torpes sacó un cigarro y le ofreció otro a Frank. Frank alzó el mentón hacia él, negó con la cabeza y se cruzó de brazos. El viejo encendió el cigarro, exhaló el humo y le dijo: —¿Qué propones, Frank? ¿Cómo puedo ayudarlos a ti y a tu hermano? Frank se tomó un momento antes de contestar, midiendo sus palabras con cuidado, tratando de sonar persuasivo: —Reúne a todos tus hombres y diles que la guerra está cerca. Echa mano al bolsillo, compra a unos cuantos policías más y soborna a los hombres leales a Caputo. —Se interrumpió para encender un cigarrillo y prosiguió—: A Max hay que protegerlo de sí mismo…Ordena que un par de hombres lo acompañen las veinticuatro horas del día y no le menciones lo de la chica. El viejo asintió y se puso de pie con un gesto fatigado. Quedaron frente a frente, a unos metros de distancia. Frank parpadeó y el viejo lo miró de arriba abajo. En su rostro se leía un dejo de decepción, que Frank sintió como un puñetazo. El viejo siguió mirándolo en silencio. Frank le rehuyó la vista e hizo ademán de retirarse, pero el viejo se abalanzó sobre él y lo asió del brazo. Frank, atónito, trató de retirarle la mano, pero el viejo lo miró a los ojos y le dijo: —Nunca quise esto para ti. Frank, irritado al máximo, replicó: —Debiste haberlo pensado antes—le apartó la mano con impaciencia y se marchó. Al salir de la habitación, se frotó las mejillas con las palmas de las manos y comprobó, asombrado, que las piernas le temblaban. ¿Por qué reaccionaba de esa manera? ¿De rabia? ¿De temor? No supo qué responderse, por lo que se arrebujó estrechamente en el abrigo y se alejó. ººº Max ya no llevaba el pecho cubierto por el cabestrillo, pero, sin saber por qué, seguía sintiendo la presión de la venda sobre la piel. La herida de bala había cerrado, aunque todavía sentía ese dolor punzante que lo llegaba a estremecer. Estaba agotado. Lo único que anhelaba era cerrar los ojos y dormir, dormir sin soñar, porque apenas el sueño lo abrazaba los fantasmas lo asediaban y el recuerdo de Katty lo acechaba. A veces, sin que lo pudiese evitar, se dormía. Entonces se hundía en horribles pesadillas que amenazaban con trastocarle la cordura. En esos momentos anhelaba aplastarse la cabeza para impedir que los recuerdos de ella lo inundaran. Incluso, en esas noches de desvelo, llegó a pensar en pagarle a alguien para que le hiciera un ritual; algo que le permitiera conectarse con el espíritu de ella y rogarle que lo dejara en paz. Ya no sabía qué hacer. El temor a enfrentarse con el fantasma de ella no cedía, por el contrario, crecía día tras día. Pensaba que su padre no se había dado cuenta del estado en el que se encontraba. Evitaba tenerlo cerca y trataba de mantenerse lejos de su vista, porque no deseaba hablar de lo que había sucedido. También rehuía el contacto con Nick, pues su sola presencia le recordaba la noche aquella. Pasaba la mayor parte del día encerrado en el gimnasio y cuando el temor y la culpa se volvían insoportables, comenzaba a golpear el saco hasta que le temblaban las piernas y le sangraban las manos. ººº Apretó los párpados, esperando a que el sueño llegara para liberarlo del calvario que le imponía el desvelo. La culpa había vuelto a él y le picoteaba el pecho como un maldito cuervo. El sueño como siempre tardaba, por lo que se revolvía inquieto sobre la cama. Adonde mirara veía la mirada suplicante de esa mujer e incluso, con los ojos cerrados, no dejaba de verla. Además, el encuentro con su padre lo había perturbado más de la cuenta y todavía no lograba superarlo. ¿Por qué se había visto reflejado en él? No lo sabía con exactitud, pero intuía que era algo que iba más allá de los gestos. Quizás, dentro de él, habitaba un alma negra y sedienta que esperaba con ansias liberarse de la prisión racional que la apresaba o, tal vez, no era más que el indeseable resultado de la genética. Pero, fuera lo que fuera, ese algo se había revelado el día en que la había asesinado. Ese día, cuando apretó el gatillo sin titubear, sintió que algo en él había cambiado. Como si se negara tozudamente a aceptar las ideas que le surcaban la mente, sacudió la cabeza a los costados y se incorporó hasta quedar sentado. Llevaba días sin dormir y se sentía demasiado cansado. Con un bufido de fastidio encendió la lámpara, echó mano a la mesita de noche y cogió un cigarro. Casi desesperado lo encendió, y aspiró ansioso el humo del tabaco. Miró alrededor y descubrió que la habitación en la que dormía no había cambiado nada. Era su habitación de adolescente, cuando solía vivir bajo el techo del viejo. Los diplomas y los trofeos deportivos seguían adornando las paredes y las viejas medallas de oro seguían relucientes. Con una sonrisa contempló las fotografías: se veía tan joven, tan sonriente. Que distintos eran esos tiempos, que distinto era él. El tiempo había transcurrido demasiado rápido y lo había transformado en un hombre amargado, huraño. ¿Por qué había cambiado tanto? Sin saber por qué se le vino a la mente el recuerdo de aquella tierna mujer, y cayó en la cuenta de que con ella se había sentido como el adolescente que solía ser. En esos pocos minutos que estuvo con ella, los fantasmas que le poblaban la mente se habían esfumado como el humo del cigarro; su alma había tenido un breve descanso, sus temores se habían apaciguado y la culpa que lo atosigaba se había transformado en un recuerdo vago. Sonrió. ¿Qué tenía de especial esa mujer? Volvió a aspirar una bocanada de tabaco y miró al costado. A través del manto ceniciento del humo, distinguió la pequeña botella de ella. Soltó un suspiro, apagó el cigarro en el cenicero y cogió una pastilla para dormir. Nuevamente se echó sobre la cama y cogió la almohada. Por el rabillo del ojo se miró la mano. Desde que había apretado el gatillo, sentía los dedos ajenos, entumecidos. Algo temeroso movió los dedos uno por uno. Ahora volvía a sentirlos propios, pero seguían estando rígidos. ¿Qué mierda le pasaba? Los párpados se le cerraron solos. Necesitaba dormir. ººº Frank la encontró en la iglesia, arrodillada frente al altar. Los cirios estaban recién encendidos y su luz iluminaba tenuemente la imagen del Cristo. Hacía frío y el lugar semejaba un tétrico laberinto. Emily, en actitud penitente, estaba posada sobre el último escalón, con los ojos cerrados y las manos apegadas una a la otra. Rezaba, entregada a Dios, tal como se lo dictaba su religión. Frank, a lo lejos, la observó. Sin poder evitarlo pensó en su madre. Era como si la estuviese contemplando, como cuando aún era un niño y ella rezaba por el alma de su padre. Frank, estremecido, bajó los ojos. Si su madre aún viviera, tal vez, le diría que Emily era la chica correcta. Sonrió y levantó el rostro. En cuanto despertó se había decidido a ir por ella, con la excusa de entregarle la botella. Había calculado la hora en la que la podía encontrar y, sin razonamientos, se había encaminado a ese lugar. Y ahora estaba allí, frente a ella, mirándola como se admira una flor bella. Al sentir la presencia de alguien más, Emily abrió los ojos y volvió la cabeza hacia atrás. Se dio cuenta de que Frank se erguía unos pasos más allá y sonrió. Frank la saludó con un tímido movimiento de cabeza. Enseguida Emily volvió los ojos hacia el Cristo, se persignó y se levantó. Frank, con una sonrisa algo boba, la miró acercarse. Emily vestía un pantalón deportivo, una camiseta blanca y un par de simples tenis. De su brazo colgaba una chaqueta. Llevaba el pelo suelto y la cara media oculta por un largo e hirsuto mechón n***o. —Veo que hoy decidiste bañarte—le dijo ella con una sonrisa—. Me alegro. Luces mucho mejor. Frank esbozó una amplia sonrisa, abrió los brazos y giró sobre sí mismo. —¿Todavía luzco como un vagabundo?—le preguntó. Emily frunció el ceño y lo miró con atención. —No. Ahora solamente podrías ser un loco o un borracho. Frank dejó de girar y se irguió. Quedaron frente a frente. Emily inclinó la cabeza y sonrió brevemente. Frank estudió en detalle el rostro de la mujer y le alegró la tierna expresión con la que ella lo miraba. —O, quizás, un borracho demente—replicó. Parpadeó, algo nervioso, y le aproximó la botella—. Vine a traerte esto. El otro día me la llevé sin querer. Emily asintió y estiró la mano para cogerla. De manera accidental, sus dedos se rozaron entre sí. Frank sintió que una descarga de energía lo sacudía mientras la muchacha, con un gesto tímido, le sonreía. —Perdona—le dijo ella—. No es que quisiera tomarte la mano ni nada por el estilo. Frank la contempló. Olía a crema, a shampoo de hierbas. Su mirada se detuvo sobre los ojos de ella; en esa chispa que latía como un pequeño corazón. Sintió el pulso acelerado y tragó saliva. La expresión tímida del rostro de la muchacha contrarrestaba poderosamente con el fuego que ardía en sus oscuras pupilas. —¿Tan mala te parece la idea? —le preguntó. Emily lo miró como si no lo hubiese escuchado. —¿Qué idea? — La de tomarme la mano. Emily se sonrojó. —No, pero tampoco me vuelve loca. Frank la miró con una sonrisa traviesa pintada en la cara. —Eso lo dices porque aún no me las tomado. Emily alzó una ceja. —Cuidado, Frank Rossi—le dijo—, que si te caes de tu ego te matas. Frank alzó una ceja con un gesto de sorpresa. —Ah, por lo que veo no te olvidaste de mi nombre. Emily le sonrió como una niña. —Tengo buena memoria, a pesar de que estoy a un paso de cumplir los cien años. Frank rio con emoción. — Y a tu edad, ¿puedes tomar café? Porque pensaba invitarte uno. Emily se balanceó sobre los tobillos de un lado a otro. Su pelo, largo y n***o, se meció a los costados. El olor de su cabello llegó hasta él. Frank aspiró hondamente ese aroma a hierbas. —Preferiría un helado y caminar por el parque — replicó ella, y los ojos se le encendieron. Frank frunció el ceño. — ¿Un helado? ¿En pleno invierno? La muchacha se encogió de hombros. —¿Y qué? No hay ninguna ley que te prohíba disfrutar de un helado en invierno. —Hizo un gesto con la cabeza, señaló la salida y se puso la chaqueta—. Vamos, yo invito. Frank, perplejo, asintió. ¿Qué más podía hacer? ººº Cuando llegaron al parque, la muchacha se sentó en el suelo con aire descuidado y se dedicó a disfrutar de su helado. Frank, cuidadoso, se acuclilló en frente hasta quedar cara a cara con ella. —Hace siglos que no probaba uno de estos—le dijo, enfocado en lamer el mantecado. Emily meneó la cabeza. —Que mal por ti, querido. Te has perdido muchos años de esta delicia. — Alzó la vista hacia él y agregó con una sonrisa—: ¿Por qué no te sientas? —Frank bajó la mirada y se miró el pulcro traje n***o. Emily sonrió con un gesto burlón—. Es pasto, Frank, no ácido. Además, a juzgar por tu reloj, imagino que puedes comprarte otro. Frank meneó la cabeza y asintió. Entonces se echó sobre el pasto y le dijo: —Por lo visto me has mirado en detalle. Emily se mordió el labio y sonrió. — Imposible no ver tu reloj. Es tan pomposo como tú. —¿Pomposo, yo? La muchacha soltó una carcajada. —Sí, tú. Es cosa de ver tu inmaculado traje elegante. ¿Es un Amosu? ¿Un D’Orsi? ¿O de algún otro diseñador desconocido que hace trajes exclusivos? Frank alzó una ceja e hizo un gesto de aceptación con la cabeza. —Veo que conoces de diseñadores. ¿Quién lo diría?... Señorita amante de los jeans y los tenis. Emily mordió el mantecado y miró a los niños que jugaban alrededor. Uno de los niños miraba fijamente el helado. —En mi trabajo no necesito vestirme formal. Y sí, algo conozco de ese mundo elegante. — Sonrió de manera tierna e hizo una seña con la mano para que el niño se acercara. El pequeño, algo tímido, caminó hacia ella. Emily se volvió hacia Frank con una sonrisa y le dijo—: Dámelo, para endulzarle la vida a esos niños. —Frank parpadeó y, sin oponer resistencia, se lo entregó. Enseguida, la muchacha se giró hacia el niño y se los ofreció—: Anda, tómalos. Están riquísimos. Dale uno a tu amigo. Frank tragó saliva y se puso serio. Ese gesto, tan humano y cálido, lo estremeció. Carraspeó: —¿En qué trabajas? —le preguntó. Emily volvió los ojos hacia él. —En una librería. Estudié unos años enfermería, pero me retiré. —¿Y se puede saber por qué hiciste eso? —Porque el dinero no me alcanzaba para cubrir mis estudios y vivir. Tengo un hijo. Frank abrió los ojos de par en par. —¿Un hijo? ¿Qué edad tienes? Emily sonrió. — ¿Te asustaste? ¿Piensas salir corriendo? Porque te veo algo espantado. Frank negó con la cabeza. —No. No me asustan los niños. Emily suspiró. —Tengo veintiocho y mi hijo cuatro. —¿Y el padre del niño no te ayuda? —No. Él sí salió corriendo y, a estas alturas, ya debe haber llegado a China. Frank soltó una risotada que reprimió enseguida. Luego se puso serio. Nuevamente miró a la muchacha con atención. Los ojos de ella eran oscuros y brillantes como una noche de luna llena. Un lunar le decoraba el contorno superior del labio; una pequeña peca sensual que contrarrestaba con la párvula expresión de su cara. Parpadeó. —No me explico cómo alguien podría dejarte—susurró. Emily lo miró como si lo viera por primera vez. La dulzura inoportuna de sus palabras la estremeció. Tembló. —Ya no importa. No suelo indagar en los porqués. Por unos segundos se miraron en silencio. Ella fue la primera en bajar la mirada, temerosa, tal vez, de perderse entre los profundos ojos de él. Frank, consciente de la incomodidad de ella, carraspeó: —¿Y tus padres? ¿Vives con ellos? —le preguntó. Emily parpadeó. En el terciopelo n***o de sus ojos brilló el dolor. —No. Mi madre murió cuando yo aún era una niña y mi padre murió hace unos meses. —Tragó saliva, y se esforzó por esbozar una sonrisa—. Como ves, soy un alma solitaria, triste y a la deriva. Frank trató de sonreír, pero no pudo. —Solitaria y a la deriva, tal vez, pero triste lo dudo. Yo diría que eres muy alegre y divertida. Emily se mordió los labios y torció la sonrisa. —Y tú, don pomposo, ¿a qué te dedicas? Frank, más relajado, echó la espalda hacia atrás y apoyó las manos sobre el pasto. —Soy socio de una firma de abogados. Me dedicó a… —Meter gente a la cárcel—le interrumpió ella. Frank asintió alegremente—. Era evidente que eras un hombre de leyes. Imagino que eres un abogado reconocido y prestigioso o, al menos, eso me dice tu Rolex. ¿A cuántos asesinos has enviado a la cárcel? Frank palideció y la sonrisa se esfumó de su rostro de un segundo a otro. Las últimas palabras de ella le cayeron como un balde de agua fría en la cara. Tragó saliva y trató de recomponerse, pero no lo logró. El temor a que ella descubriera su verdad le impedía pensar, reaccionar. Al notar la súbita palidez de Frank, Emily frunció el ceño. —¿Te sientes bien? Frank asintió torpemente y echó mano a la cajetilla de cigarros que guardaba en el saco. Con dedos tembleques, sacó uno y lo encendió. —Perdona—le dijo—. No he dormido bien últimamente. Emily le dedicó una sonrisa paciente. —Es entendible. Todavía estás de duelo. — Echó una ojeada al reloj y se levantó rápidamente—. Diablos, tengo que irme a trabajar. —Miró a Frank desde su altura y le tendió una mano. Frank miró la diminuta mano que se lo ofrecía y la cogió. Emily lo ayudó a levantarse —. Vamos, acompáñame hasta el tormento que llaman trabajo. Frank asintió y caminó a su lado. Una ventolera se levantó del suelo con un tenue silbido. Era una brisa invernal que venía a recordarles la crudeza del frío. Emily tembló y se arrebujó en su delgada chaqueta de mezclilla. Frank la miró de soslayo y se quitó el abrigo. Sin decir nada, detuvo el paso y le cubrió la espalda con el. Emily sintió el peso tibio de la prenda sobre los hombros y soltó un suspiro de alivio. — Gracias— le dijo. Frank asintió y se llevó las manos a los bolsillos. — No me lo devuelvas hoy, hace demasiado frío. Además, así tendré una excusa para volverte a ver. —Y no mentía. Necesitaba volver a verla, pues ella, de alguna extraña forma, era un momento de paz en su mundo repleto de caos y de mentiras. ººº
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