CAPÍTULO I-2

2006 Words
—Mi padre estaba en completa bancarrota— contestó el Conde y su voz se tomó dura—, había jugado y perdido toda la fortuna de la familia. No contento con eso, creó un escándalo dejándose matar en un duelo, en circunstancias bastante deshonrosas. —Todo eso fue muy lamentable— observó el Príncepe—, recuerdo que el Rey lo comentó, con profunda preocupación. —Tuve la suerte— continuó el Conde—, de ser transferido a un regimiento en la India. Tal vez no parezca de particular interés para Su Alteza Real, pero la herida que recibí allí, una herida menor, en una batalla sin importancia, cambió mi vida entera. —¿Cómo?— preguntó el Príncipe. No había la menor duda de su interés y el Conde prosiguió su relato: —En el ejército me declararon incapacitado para el servicio. Como no tenía dinero para volver a Inglaterra, me dediqué a buscar alguna ocupación remunerativa. Los aristócratas de Inglaterra tal vez lo consideren criticable, pero me dediqué al comercio. —¿Al comercio?— exclamó asombrado el Príncipe. — Fui en extremo afortunado— declaró el Conde— , y un par de atractivos ojos oscuros me ayudaron a conocer a los mercaderes que cosechan enormes fortunas en El Dorado Oriental, del cual oiremos mucho más en los próximos años. — Cuéntame cómo es eso— exigió el Príncepe con una evidente expresión de curiosidad, que resultaba halagadora para el Conde. —Su Alteza Real sabe bien que Inglaterra recibe de la India un flujo siempre creciente de especias, índigo, azúcar, marfil, ébano, té, madera de sándalo, salitre y sedas. Empecé a participar en este comercio y en el negocio del transporte de esos productos. Con el curso del tiempo ello me permitió no sólo labrar mi propia fortuna, sino también limpiar el nombre de mi padre. —La señora Fitzherbert me dijo que pagó usted todas sus deudas. —Hasta el último penique— contestó el Conde—, ¡y con intereses! Como quien dice… la pizarra ha quedado limpia. ¿Y tus propiedades? — Las he recuperado. Hace apenas unas cuantas semanas— explicó el Conde al Príncipe—, hace veintitrés años, cuando mi padre empezó a perder sus posesiones, una por una, en las mesas de juego. un primo mío, el Coronel Fitzroy Roth, decidió hacerse cargo de la casa familiar y de las grandes tierras que la rodeaban. Asumió todas las responsabilidades concernientes a nuestros arrendatarios y pensionados, a nuestro rebaño y demás obligaciones, bajo la condición de que permanecieran en su poder mientras él viviera. —¿Quieres decir que ha muerto?— preguntó el Príncipe. —Murió hace unas semanas, así que ahora puedo tomar posesión de mi propia casa. Había una leve nota de excitación en su voz. —Me alegro por ti, Rothingham, pero al mismo tiempo estoy convencido de que ahora, más que nunca, necesitas una esposa que adorne la cabecera de tu mesa. —Hay muchas solicitantes para el puesto, señor, se lo aseguro. Pero pienso disfrutar, todavía, muchos años de la vida. Tal vez cuando ya esté anciano y necesite una mujer tierna y cariñosa, que soporte mis impertinencias y cuide de mi débil salud, decida casarme… —Bueno, parece que a lady Elaine le aguarda una larga espera— suspiró el Príncepe, poniéndose de pie. —Eso me temo— reconoció el Conde—, aunque sin duda no tardará en encontrar alguna atracción con la cual consolarse. —Subestimas la fidelidad del corazón femenino— replicó el Príncipe—, así como tu capacidad para destrozarlo. —He descubierto desde hace tiempo que los brillantes son un gran remedio para los corazones rotos. Todavía no he encontrado una mujer que rechace tal medicina. El Príncipe se echó a reír y dijo: —¿Vas a Newmarket conmigo mañana? —Lamento, señor, tener que declinar tan tentadora invitación, pero ya he hecho arreglos para visitar mi propiedad. Hace muchísimos años que no veo “El Castillo del Rey” y tengo intenciones de hacerle muchas reformas y mejoras. Sin embargo, no espero ausentarme más de dos o tres días. A fines de esta semana habrá una velada muy divertida con los cuerpos de ballet de la ópera. Todos nos sentiríamos muy honrados si usted estuviera presente, señor. —¿Los cuerpos de ballet, eh?— preguntó el Príncipe—. Te confieso, Rothingham, que he notado que hay verdaderas preciosidades entre esas muchachas. —Sí, son un grupo encantador. Entonces, ¿puedo contar con su presencia el próximo jueves a las once de la noche? —Por supuesto— contestó el Príncipe—. ¿Tú das la fiesta? —Me imagino que a mí me pasarán la cuenta— contestó el Conde. —¿Y quién mejor que tú para hacerlo? Y esto me recuerda, Rothingham, que supe que habías pagado dos mil guineas por esos caballos grises que ibas conduciendo ayer. ¡Es la pareja de caballos más bella que he visto en mucho tiempo! Yo quise adquirirlos cuando los ofrecían en Tattersall, pero estaban mucho más allá de mis posibilidades. La señora Fitzherbert— añadió el Príncepe—, estuvo de acuerdo conmigo en que eran los caballos más excepcionales que habíamos visto en mucho tiempo. —Bueno, si le gustaron a la señora Fitzherbert— señaló el Conde con lentitud—, permítame, señor, que se los regale. No me gustaría que ella se sintiera desilusionada. El rostro del Príncepe se iluminó. —¿Lo dices en serio, Rothingham? ¡Caramba, que eres un tipo generoso! Tú sabes que yo no debo aceptar un regalo así… —Si usted y yo sólo hiciéramos lo que debemos, Su Alteza Real, este mundo nos resultaría demasiado aburrido. El Príncipe se echó a reír y puso la mano en el hombro de su amigo. —Está bien, si lo dices en serio, acepto el regalo. ¡Es generoso de tu parte, muy generoso… y no lo olvidaré! —Serán entregados en la caballeriza de usted mañana, señor. Y confío en su habilidad diplomática para lograr que la señora Fitzherbert no se enfade conmigo. Tal vez ella sea tan amable y pueda consolar los sentimientos heridos de lady Elaine. El Príncipe rió. —¡Ya sabía yo que habría alguna condición en tal generosidad! —No puede usted esperar que olvide tan pronto mi instinto de mercader, ¿verdad?— replicó el Conde. El Príncipe continuaba riendo cuando salieron del salón, hacia el ancho corredor que conducía a la escalera. Los perezosos ojos azules del conde revelaban una cínica diversión. Al salir de la Casa Carlton, el conde encontró que lo esperaba su faetón de alto pescante, amarillo y n***o, en el que se dirigió a una casa ubicada en la Calle Curzon. Un sirviente, a quien el Conde saludó con familiaridad, abrió la puerta. — Buenas tardes, John. ¿Está la señora en casa? —Sí, milord. Milady está arriba, probándose vestidos de la señora Bertin. —Seguramente esto me costará dinero— gruñó el Conde—, está bien, yo subiré solo. Gracias. Subió la escalera, cruzó el pasillo, llamó a una puerta y entró antes de recibir respuesta. En el centro de un dormitorio decorado en seda color de rosa, lady Elaine Wilmot, que llevaba puesta una transparente négligée de color verde claro, estaba inspeccionando un vestido que le mostraba madame Bertin. Esta famosa modista, la más cara y exclusiva de la elegante calle londinense de Bond, había sido doncella de la Reina María Antonieta, pero cuando empezaron a surgir los primeros rumores de la revolución, huyó a Inglaterra, donde se estableció como costurera, con un éxito notable. Cuando se abrió la puerta, lady Elaine volvió la cabeza y al ver al Conde lanzó un grito de satisfacción. —¡Ancelin, no te esperaba! Corrió hacia él, indiferente al hecho de que, su négligée transparente, contra la luz de la ventana, revelaba la exquisita perfección de su cuerpo desnudo. El Conde tomó las manos que ella extendía hacia él y se las llevó a los labios. —¿Será posible que necesites más vestidos?— preguntó. Lady Elaine hizo un pequeño mohín, pero sus ojos eran suplicantes al decir: —No tengo nada que ponerme y tú dijiste… —Sí, está bien, yo lo dije— contestó el conde de buen humor. Lady Elaine lanzó un suspiro de alivio y se volvió hacia madame Bertin para decir en tono autoritario: —Mándeme los cuatro vestidos que escogí, tan pronto como sea posible. —Por supuesto, milady. ¿Y la cuenta al señor Conde, como de costumbre? —Como de costumbre— contestó el conde antes que lady Elaine lo hiciera. Madame Bertin y su ayudante reunieron sus cajas, vestidos, rollos de seda y demás. Hicieron una reverencia y salieron de la habitación. Tan pronto como la puerta se cerró tras ellas, lady Elaine se acercó al Conde y puso los brazos alrededor de su cuello. —Eres tan bueno conmigo— comentó—, temí que me creyeras despilfarradora al comprarme nuevos vestidos, cuando acabas de pagar la última cuenta de esa vieja bruja, que cobra precios exorbitantes. —¿Despilfarradora tú?— preguntó el Conde con aire burlón—. ¿Quién pudo poner tal idea en tu linda cabecita? La miró al hablar, apreciando los oscuros ojos rasgados, las cejas arqueadas del mismo color n***o de sus rizos que arreglados con buen gusto, enmarcaban el óvalo perfecto de su rostro. No cabía la menor duda de que lady Elaine era una indiscutible belleza. La blancura de su piel, lo seductor de sus grandes ojos y su boca sensual eran admirados y aclamados por todos los aristócratas de Londres. Hija de un Duque, había hecho un matrimonio desastroso cuando era apenas una adolescente. Por fortuna para ella, fue de corta duración. Su esposo, un joven alocado, irresponsable, gran bebedor, se había matado en una peligrosa carrera de obstáculos, a la medianoche, en la que la mayor parte de los corredores se encontraban demasiado ebrios para saber lo que hacían o para mantenerse sobre sus monturas. La joven y hermosa viuda se lanzó a la vida social de la alta aristocracia, donde causó sensación desde el primer momento. Resultaba natural que, frecuentando los mismos círculos, el libertino conde, con su creciente fama de rico conquistador, y la bella viuda se conocieran y se atrajeran uno al otro como por una fuerza magnética. —¿Fuiste a la pelea de esta mañana?— preguntó lady Elaine—, así es, y mi peleador ganó. ¡Eso debe haber enfurecido al Príncipe! — Su Alteza Real había apostado fuerte a Tom Tully. Pero me ha perdonado. —¿Almorzaste en la Casa Carlton? La forma en que lady Elaine hizo la pregunta, reveló al conde que sabía que el Príncipe había hablado con él. —Sí, y tuve una larga conversación a solas con el Príncipe, cuando los demás invitados se fueron. Después de decir esto se quedó esperando en silencio, advirtiendo la ansiedad de ella. Había cierta crueldad en la sonrisa de sus labios. — ¿Me… mencionó… el Príncipe?— preguntó lady Elaine titubeante. — Habló de ti como un padre— contestó el Conde—, o tal vez debería decir… como una de esas madres interesadas en casar a sus hijas en edad de merecer. Hubo una pausa. —¿Y cuál fue tu respuesta?— murmuró lady Elaine, levantando la cara al hablar, haciendo que sus labios rojos un poco entreabiertos, resultaran muy incitantes y quedaron cercanos a los del Conde. —Le aseguré al Príncepe— declaró el Conde, rodeándola con los brazos y atrayéndola hacia él—, que aunque adoro a las mujeres hermosas… amo aún más mi libertad. —¿Cómo pudiste decir eso? No había la menor duda de que la voz de lady Elaine tenía ahora una nota aguda. Por toda respuesta, el Conde la atrajo más hacia él. —¿Tienes que ser tan codiciosa? ¡Estoy dispuesto a ofrecerte tantas cosas! ¡Todo lo que quieras, mientras la relación nos satisfaga a ambos! Pero no puedo ofrecerte un anillo de bodas, querida mía. Eso es algo que no me puedo dar el lujo de darte. Lady Elaine rodeó con los brazos el cuello del Conde y lo acercó más a ella. —Pero yo te amo— murmuró—, te quiero… En respuesta, el Conde oprimió sus labios contra los de ella. Sintió que un deseo ardiente surgía en ambos. Era un deseo tempestuoso, intenso y desesperado. La levantó en sus brazos. Ella vio que la llevaba hacia la cama. Retiró los labios de los de él y echó hacia atrás la cabeza. —Tú me deseas y… yo te deseo— dijo ella con voz ronca de pasión—. ¡Oh! ¿Por qué, por qué no te casas conmigo? —Eres demasiado atractiva para atarte a un solo hombre— contestó el Conde y ella comprendió que se estaba burlando. Lanzó un grito de protesta, pero no tuvo oportunidad de decir más. El Conde la arrojó sobre las almohadas de la cima y su boca, dura, apasionada y exigente, descendió sobre la de ella y todas las discusiones quedaron olvidadas. Algunas horas después el Conde se marchó hacia Piccadilly. En el Teatro de la Opera de Covent Garden estaban ensayando. El Conde entró por la puerta de los artistas y subió una escalera de hierro, de caracol, hacia un pequeño camerino. Michelle Latour había salido de los cuerpos del ballet y ahora tenía un pequeño papel estelar, lo que le daba derecho a camerino propio. En la habitación, llena de cestos y ramos de flores, no había nadie.
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