CAPÍTULO I-1
CAPÍTULO ILa enorme multitud formaba un círculo irregular en torno a la improvisada arena. Algunas personas estaban arrodilladas y otras recostadas en el suelo.
A un lado, un cúmulo de paja se había cubierto con mantas para que pudiera sentarse el Príncipe de Gales.
Más allá había otro círculo formado por toda clase de vehículos, carruajes, calesas, faetones, berlinas, carretas cerradas y carretas abiertas, pertenecientes a los miembros más ricos y distinguidos de la muchedumbre.
Bajo un cielo despejado, sobre el pasto cortado casi alba, se enfrentaban, en ese momento, Tom Tully, el gigantón de Wiltshire, patrocinado por el Príncipe de Gales y la mayoría de sus amigos, y un peleador desconocido, Nat Baggot, más pequeño que él, apoyado por el Conde de Rothingham.
Tom Tully, un hombrón de mandíbula cuadrada, fuertes músculos y un aspecto tan firme como el del Peñón de Gibraltar, recibía imperturbable los golpes que le enviaba su contrincante más pequeño.
Sin embargo, Nat Baggot, un hombrecillo de mirada astuta y pies rápidos, no parecía impresionado por su imponente adversario.
Llevaban más de una hora peleando y ninguno resultaba vencedor.
Más allá de la multitud de vehículos, se escuchó el galope de unos caballos y un traqueteo de ruedas que giraban con rapidez.
Un carruaje tirado por cuatro caballos avanzaba por la llanura a gran velocidad, conducido con tal destreza, por un caballero, que a pesar del interés de la pelea muchos de los espectadores se volvieron a mirarlo.
Detuvo sus caballos con mano experta, entregó las riendas a su palafrenero y saltó del vehículo con una agilidad atlética que resultaba notable en un hombre de semejante estatura.
Iba vestido a la última moda, con el sombrero ladeado con elegancia sobre el oscuro cabello sin empolvar. Sus botas, que habían sido pulidas con champaña, brillaban como espejos.
Una vez que desmontó, el caballero no pareció tener prisa. Avanzó con aire indiferente, casi aburrido, hacia los asientos ocupados por el Príncipe de Gales y sus amigos.
La multitud se abría a su paso, reconociendo instintivamente su autoridad.
Al llegar frente al Príncipe, inclinó la cabeza y se sentó junto a él.
El Príncipe lo miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada, se concretó a volver de nuevo la cabeza para continuar viendo la pelea. El recién llegado se instaló con visible comodidad y también concentró su atención en lo que estaba sucediendo.
Nat Baggot tenía un profundo corte en la mejilla y estaba sangrando de la nariz; sin embargo, mientras seguía el intercambio de golpes, el hombrecillo sonreía, en tanto Tom Tully parecía tener una expresión sombría.
Inesperadamente se oyó un repentino movimiento de pies, una respiración jadeante, los terribles golpes producidos por los nudillos ya sangrantes de Nat Baggot. y, Tom Tully, el campeón invicto, abrió los brazos, se tambaleó hacia atrás y cayó en el piso como un fardo.
Por un momento se produjo un silencio cargado de asombro.
Los segundos de los contrincantes, que habían estado contemplando la pelea, miraron al árbitro. Este empezó a contar con lentitud:
—Uno… dos… tres… cuatro…
Surgieron gritos de la multitud, incitando al campeón a levantarse.
—Cinco… seis… siete… ocho… nueve… ¡diez! Hubo gritos, silbidos, aplausos y abucheos, mientras el referee levantaba la mano de Nat Baggot, dando por terminada la pelea.
—¡Maldita sea, Rothingham!— exclamó el Príncipe al caballero que se encontraba a su lado—. Te debo trescientas guineas y tú ni siquiera te molestas en estar presente para la mejor parte de la pelea.
—Presento a usted mis más sinceras disculpas, señor— respondió el Conde de Rothingham con lentitud—, me entretuvieron, atractivas y deliciosas circunstancias, sobre las cuales no tuve control alguno. . .
El Príncipe trató de mostrarse severo, pero no lo logró.
Su sonrisa se hizo más amplia hasta terminar en una carcajada que fue acompañada por la de sus amigos.
—¡No cabe duda que eres incorregible!— exclamó—, anda, vamos, que nos espera el almuerzo en la Casa Carlton. El Príncipe se dirigió hacia su faetón, vitoreado por la multitud. No dirigió siquiera una mirada al campeón caído que tanto dinero le había costado.
El Conde de Rothingham se entretuvo unos minutos en estrechar la mano de Nat Baggot, entregarle una bolsa llena de monedas de oro y prometerle otra pelea en un futuro cercano.
El almuerzo en la Casa Carlton, como de costumbre, fue una comida muy elaborada, compuesta de un excesivo número de platillos en opinión de los invitados de Su Alteza Real. Pero el Príncipe parecía disfrutar de todos ellos con incontrolable entusiasmo, como disfrutaba de todas las cosas buenas de la vida.
El Conde pensó, al mirarlo en la cabecera de la mesa, que, aunque el Príncipe era un hombre apuesto, la gordura empezaba a alterar su apariencia. Sin embargo, a los veintisiete años, Su Alteza Real era poco más que un joven apuesto y alegre, con un fino sentido del humor.
Desde que volvió a Inglaterra, el Conde se sintió atraído por el círculo frívolo y alegre que rodeaba al Príncipe de Gales, a pesar de que él era mayor y por lo tanto, con más experiencia que el resto del grupo.
Cuando regresó, en 1787, encontró que en su país se había desatado una verdadera pasión por el box.
—El interés por el box— le había dicho un eminente militar en el barco que los traía de regreso de la India—, ha logrado que en toda Inglaterra surja un profundo sentido del juego limpio; de modo que, desde las más altas clases sociales hasta las más bajas, imponen en el deporte reglas tan rígidas como las que los Caballeros de la Mesa Redonda imponían a sus miembros.
—Cuénteme más sobre la Inglaterra actual— sugirió el Conde—, he estado ausente demasiado tiempo. El viejo soldado se detuvo un momento.
—Usted pensará que soy un romántico y un exagerado— dijo—, si le digo que es una época de oro. La sociedad inglesa es más amable, más sutil y mejor equilibrada que ninguna otra sociedad que haya vivido sobre la tierra desde la época de la Antigua Grecia.
—¿Es eso posible?— preguntó el Conde.
La nobleza de Inglaterra que dirige el país es un grupo saludable, sociable y generoso— contestó el General—. Gobierna sin necesidad de fuerza policíaca, sin una Bastilla y virtualmente sin una administración civil. Logran hacerlo a fuerza de seguridad y personalidad. Se detuvo y continuó con lentitud:
—En mi opinión, la Inglaterra actual podría vencer a cualquier otra nación del mundo, con una mano atada a la espalda.
—Me temo que, no todos estarán de acuerdo con usted— comentó el conde, con escepticismo.
—Usted lo verá por sí mismo— respondió el General.
El Príncipe de Gales era, tal vez, el ejemplo más perfecto de las contradicciones del carácter inglés.
Tenía mucho talento, un gran sentido artístico, una excelente educación literaria y era en extremo civilizado en cuanto a buena conducta, buenos modales y limpieza se refería.
Sin embargo, a semejanza del pueblo sobre el que reinaba su padre, disfrutaba de chistes obscenos, toleraba un cierto grado de crueldad y hasta podía ser inclemente, llegado el caso. Además, como alguien había dicho, amaba a los caballos tan profundamente como amaba a las mujeres y era muy probable que ningún otro caballero en Inglaterra, tuviera más habilidad que él para apreciar ambas cosas.
Era de mujeres de lo que el Príncipe quería hablar con el Conde cuando, al terminar el almuerzo después que los invitados se retiraron, le llamó a un lado para decirle:
—No quiero que te vayas todavía, Rothingham. Quiero hablar contigo.
Lo condujo hacia uno de los salones, decorado con excesivo lujo, a un costo exorbitante que todavía no se había pagado, y lo invitó a sentarse en un sillón, frente al que él ocupaba.
Aunque era evidente que el Príncipe quería hablar de otra cosa, se distrajo al mirar la elegante chaqueta azul que el conde llevaba puesta sobre inmaculados pantalones blancos. Sencilla y sin adornos, la llevaba su propietario con una elegancia y una comodidad, que el Príncipe nunca había logrado obtener.
—Caramba, Rothingham, ¿quién es tu sastre?— preguntó—. Weston no pudo haber hecho esa chaqueta.
—No, nunca me ha gustado cómo trabaja Weston— contestó el Conde—. Esta me la hizo Schultz.
—Entonces podrá hacerme una a mí— señaló el Príncipe —, y también quisiera que mi valet me atara la corbata con tanta habilidad como el tuyo.
— ¡Yo mismo me ato la corbata! Hace años que lo hago. He descubierto que lo puedo hacer más rápido y mejor que cualquier valet.
—Eso es lo malo contigo— comentó el Príncipe con irritación—, eres demasiado autosuficiente. Y, por cierto, es a ese respecto que quiero hablarte.
Él entrecerró los ojos con cierta insinuación de burla, como si adivinara lo que el Príncipe iba a decir.
Sus ojos, color azul oscuro, eran penetrantes hasta el grado de inquietar, y sus enemigos se turbaban al tener que enfrentarse a ellos.
Había en él una franqueza que resultaba desconcertante, pero al mismo tiempo, quien lo conocía bien, sentía que tenía profundas e impenetrables reservas.
Delgado, sin una onza de carne superflua en toda su figura. Sus facciones bien definidas, de corte clásico, lo hacían un hombre apuesto, que provocaba admiración y respeto.
No era de sorprender, pensó el Príncipe con la mirada fija en el conde, que las mujeres giraran en torno a él, como abejas alrededor de un panal.
— Y, bien, señor, espero que me explique el motivo de esta pequeña reunión. Espero que no sea para darme una reprimenda— dijo el Conde sonriendo.
El Príncipe pareció un poco turbado.
—Lady Elaine Wilmont ha estado hablando con la señora Fitzherbert— repuso el Príncipe después de un momento de silencio.
El brillo travieso que había en los ojos del conde se hizo más pronunciado cuando dijo:
—¿De veras, señor? ¿Sobre qué cosa en particular?
—¡Como si no lo supieras!— exclamó el Príncipe— . ¡Han estado hablando de ti, por supuesto! La señora Fitzherbert considera, como yo también, que lady Elaine sería una esposa muy adecuada para ti, Rothingham.
—¿Adecuada en qué sentido, señor?— preguntó el Conde. El Príncipe se quedó pensativo un momento.
—Es muy hermosa. De hecho, lady Elaine es incomparable en St. James. Es la más admirada, es divertida, ingeniosa… y tiene experiencia.
El Príncipe se detuvo antes de añadir:
—Yo nunca he podido soportar a las niñas inexpertas. Esas risitas tontas, esos rubores y lloriqueos deprimen al más paciente de los hombres.
—Es cierto, señor— reconoció el Conde.
Recordó que la señora Fitzherbert, con quien era evidente que vivía el Príncipe, tenía nueve años más que él. Si era o no fundado el rumor de que se habían casado en secreto, él no lo sabía; pero nadie podía negar que parecían muy felices juntos.
Hubo una ligera pausa y entonces el Príncipe preguntó:
—¿Qué más me dice, Rothingham?
El Conde sonrió.
—Usted sabe muy bien, señor, que mi espada, mi persona y mi
fortuna están a su servicio— respondió—, pero en lo que se refiere al matrimonio, debo suplicarle que permita que sea yo quien seleccione a mi esposa.
El Príncipe movió la cabeza.
—La señora Fitzherbert se va a sentir desilusionada.
—Y también, por desgracia, lady Elaine— añadió el Conde—, pero, señor, encuentro deliciosas a tantas mujeres, que no tengo deseo alguno de encadenarme a una sola de ellas por el resto de mi vida.
—¿Quieres decirme que no intentas casarte?— preguntó el Príncipe.
—Intento divertirme, señor. Cuando uno tiene tantas bellas flores entre las cuales escoger, ¿por qué resignarse a cortar una sola?
El Príncipe echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Como he dicho antes, Rothingham, eres incorregible. El problema contigo es que eres un libertino.
—Y no me arrepiento de serlo, señor.
—Además de libertino, eres autócrata, inflexible y, tal vez hasta… implacable. Sólo un hombre como tú habría sido capaz de hacer que ese tipo Mainwaring fuera expulsado de los clubs y menospreciado por la alta sociedad.
—Se lo merecía, señor— contestó el conde.
—Tal vez, pero no conozco muchos hombres con la determinación necesaria para hacerlo castigar de ese modo. Sí, eres muy duro, Rothingham, pero tal vez una esposa podría cambiarte.
— Lo dudo mucho, señor.
—De cualquier modo, necesitarás un heredero, si tu fortuna es tan cuantiosa como dicen.
Había una evidente curiosidad en la expresión de Su Alteza Real y el Conde contestó:
—En ese sentido los rumores son verídicos, señor. No puedo quejarme, porque tengo bastante dinero.
—Siento una gran curiosidad por saber cómo hiciste esa fortuna— comentó el Príncepe—. Si mal no recuerdo, saliste de Inglaterra cuando tenías veintiún años, sin un penique en la bolsa.