25 de febrero de 1920
Prácticamente había pasado un mes desde que la noticia de que James Hamilton buscaba esposa llegó hasta ella. Daisy había tenido el tiempo suficiente para preparar y elaborar un minucioso plan desde entonces. No estaba orgullosa de lo que había pensado, pero aquella era la única solución ante sus problemas.
-Todo sea para evitar esta locura -murmuró.
Cogió aire lentamente y luego esperó. Esperó a que la puerta de la entrada se abriera, pues ya sabían que ella estaba ahí, esperando ver a James. Había acudido con la intención de hacerle cambiar de opinión de una forma u otra. En este caso, no de la mejor manera posible: iba a engañar a James.
Durante el último mes, había pensado en todas y cada una de las posibilidades y opciones que tenía, sin embargo, ninguna le parecía buena. Al final, se había decidido por el engaño. Un método algo feo y horrible, pero era todo lo que tenía.
A veces para ganar, uno tenía que apostar. Y ese precisamente era su caso.
La puerta se abrió lentamente, de una forma que le pareció casi escalofriante. Scott, quien le abrió la puerta, le dio la bienvenida como un oscuro espectro.
-¡Maldición, Scott! -jadeó-. ¡Me has asustado!
El hombre rubio simplemente sonrió, sin molestarse en ocultar su diversión.
-Pensé que se alegraría de que yo la acompañara al despacho del señor, señorita Daisy.
> era como llamaban a James en aquella casa. A menudo se sorprendía de la rapidez con la que había completado sus estudios y creado un negocio, pero luego, recordaba que pertenecía a la familia Hamilton y se le pasaba.
Es decir, los Hamilton vivían del dinero.
Se habían criado todos con cucharas de oro y prácticamente nadaban en él, incluso tras la guerra.
Bueno, a excepción de Rafael. A él lo habían puesto en una especie de ultimátum temporal, por lo que no estaba segura de lo que pasaría exactamente.
Scott se giró y se adentró en la mansión, guiándola hacia un despacho que conocía perfectamente. Después de todo, no era la primera vez que estaba allí ya que era la amiga de la infancia de James. Y, como amiga, se había tomado la molestia de hacerle una visita en numerosas ocasiones para ver qué tal se encontraba.
Suspiró.
¿A quién trataba de engañar? Lo hacía por puro egoísmo.
Quería ser la única en la vida de James y escuchar sobre su posible boda la estaba matando lentamente.
-¿Todo bien, señorita Daisy?
Casi temió de responder.
-Excelentemente.
Él hizo una pausa.
-Si me permite el atrevimiento, se la ve bastante preocupada e indispuesta.
¿Preocupada? Evidentemente. Su mejor amigo estaba a poco de casarse con una mujer que no era ella. ¿Cómo no iba a sentirse preocupada?
¿Indispuesta? Bueno, tampoco podía negar eso. Sentía un nudo en el estómago y estaba segura de que, si tomaba algo, probablemente lo vomitaría.
Decidió que lo mejor era respirar profundamente. Estando nerviosa no hacía gran cosa. ¡Maldición! No conseguía sentirse más calmada.
¿Y si estaba cometiendo un error?
¡No!
Ya le había dado suficientes vueltas y había tomado una decisión. Eso era, se dijo a sí misma. No podía acobardarse y no planeaba hacerlo.
Un paso.
Dos.
Bump, bump. Bump, bump.
Su corazón comenzó a latir nuevamente acelerado. Dios. Parecía que se le iba a salir del pecho de lo nerviosa que estaba. Scott se detuvo frente a la puerta de roble que daba al despacho de James.
-Ya llegamos al despacho del señor.
Bien, ya estaban allí, lo que significaba que había perdido su última oportunidad para acobardarse. Lo vio golpear la puerta y anunciar su llegada. Luego, retrocedió un par de pasos, hizo una leve reverencia y se marchó.
Expulsó el aire lentamente de sus pulmones, en un último intento de tranquilizarse. Bien. Era momento de entrar.
Tac. Tac. Tac.
Sus tacones resonaron en el frío suelo de mármol cuando entró. Daisy se giró, cerró la puerta e intentó no ponerse más nerviosa cuando se volvió a girar. Sus ojos se fijaron en él casi al instante.
El hombre estoico y sereno que conocía.
Se encontraba sentado tras un enorme escritorio de roble oscuro. Detrás de él, una gran ventana con cortinas claras y pesadas; a los lados, tenía dos grandes estanterías, a juego con el escritorio. Y, a la derecha de la habitación, casi en una esquina, un hermoso sofá de tapizado claro, junto con una mesa de café.
Todo se encontraba en una perfecta armonía, en cuanto a la decoración. Aunque, eso era normal puesto que había sido ella quien se había encargado de todo.
Cuando compró la casa y se mudó, él le dio carta blanca y ella había hecho lo mejor posible para crear un hogar armonioso, hogareño y agradable. Aquella se había convertido en la casa de sus sueños con James, pensó.
Una vez más, se recordó que las cosas no deberían terminar así. No sin intentarlo antes.
-Hola, James.
Ojos verdes y cabello azabache.
Un apuesto hombre alzó la cabeza para mirarla desde el otro lado de la habitación. Un gruñido, tal vez, un sonido bajo; o quizás, un breve susurro para decir >. Fuera lo que fuera, solo podía imaginar que él le había devuelto el saludo.
Trató de acercarse de la forma más natural posible.
-¿Qué tal todo, James? ¿Nuevos avances con el negocio?
Sí, justo así. Siendo completamente natural.
Él se encogió de hombros y dejó la pluma a un lado en el escritorio.
-No te esperaba aquí. No has venido en varios días, así que creí que estabas ocupada. Pediré que te traigan un té y algunos dulces.
Ups. Estaba enfadado.
Esa no era una buena manera de comenzar una conversación que probablemente le cambiaría la vida a uno de los dos. O a los dos, si lo pensaba mejor.
-¿Daisy?
Una vez más, la simple mención de su nombre la desestabilizaba. Dios. Simplemente no podía contra aquel hombre. Lo había visto creer y, ¡Dios!, si no lo había hecho bien. En realidad, todos los hermanos Hamilton lo habían hecho bien. Un punto más a favor de ellos y un motivo más por el que muchas mujeres darían lo que fuera por echarle el lazo a uno de los hermanos.
Bien, vamos, tú puedes, Daisy.
Inspiró y expiró, luego, trató de poner su cara de preocupación. Aquello le tenía que salir bien, si no, tendría que recurrir al secuestro.
-Tengo un problema, James.
Su mirada verdosa se estrechó, junto con su ceño. James se veía confundido, pero, aun así, decidió preguntar.
-¿Qué problema puedes tener tú?
Vale, no sabía si eso era una forma sutil de decirle que siempre terminaba metida en líos o que no le creía.
Tragó con dificultad.
-Mi padre… Él… -tuvo que agarrarse las manos con fuerza debido a lo mucho que temblaban. ¡Maldición! Se le daba fatal mentir y más cuando se trataba de James-. Él quiere que me case.
Silencio.
Un profundo y tenso silencio se instaló en la habitación.
Un sonido de la puerta al ser golpeada fue un simple eco mientras una doncella entraba, preparaba la mesa de té y, con un además de mano de James para indicar que no quería interrupciones, se marchaba.
Todo el tiempo, con los ojos de él fijo en los de ella. Era casi escalofriante.
-¿Y qué tiene de malo que te cases? ¿No era lo que siempre habías querido?
Bueno, esperaba al menos la primera pregunta.
-No cuando se trata de un matrimonio sin amor.
Él frunció el ceño.
-¿No amas..?
Ella negó. La mentira estaba yendo mejor de lo que esperaba. Eso la sorprendió.
-No lo conozco.
Nuevamente, se hizo el silencio.
No estaba segura de qué era lo que pensaba James, pero se veía tan serio y… tan enfadado. Que casi estaba segura de que se iba a terminar cayendo al suelo de rodillas del susto.
Maldición. Ella conocía a James. Maldita sea, sí lo hacía.
Sabía que él odiaba perder su tiempo y que, cuando se enterara de que le había estado mintiendo, posiblemente la odiaría. Probablemente nunca volvería a hablarle, nunca volvería a poder ver su hermoso rostro.
¡Dios! ¡Aquello había sido una idea espantosa!
Tenía que haber recurrido al secuestro y punto. Sí. Esa habría sido la mejor opción.
-Entonces, ¿me estás diciendo que no sabes con quien te vas a casar?
Una vez más, negó.
-No.
Diversión.
Una risa burlona escapó de los labios de James. A ella casi se le escaparon los ojos de las orbitas cuando lo vio. ¿De verdad James se estaba riendo?
-¿James?
Su serio volvió a ser completamente serio. Sus dedos comenzaron a tamborear sobre el escritorio.
-Entonces, ¿qué es lo que necesitas de mí exactamente?
El mismo James frío de siempre. Una punzada de dolor se clavó en su pecho. Le habría guastado que se preocupara más por su situación, después de años de amistad. Sin embargo, sin importar lo que pasara, él siempre se mostraba imperturbable.
-Yo… Me gustaría que me dejaras quedarme aquí -y así seducirte. Aunque, no dijo esa parte.
Una ceja oscura se arqueó.
-¿Quieres quedarte aquí?
Ella asintió.
-Quiero -se humedeció los labios-. Es decir, mi padre va a obligarme a casarme con alguien que no quiero. Así que necesito quedarme en algún sitio hasta que consiga hacerle cambiar de idea.
Él abandonó el toque de su mesa y se reclinó sobre el asiento con la mirada fija en ella.
-Pensaba que no eras una mujer a la que pudieran obligar a hacer cosas que no quería.
¡Maldita sea, James! ¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil?
-Por favor…
Él pareció pensarlo. El corazón de ella latiendo nervioso, mientras esperaba a que tomara una decisión. Realmente no había esperado que hiciera algo, es decir, James tendía a ser bastante indiferente en cuanto a la gente. Sin embargo, una pequeña parte de ella había esperado importarle, aunque fuera un poquito. Por eso de ser amigos de la infancia y tal.
Por desgracia, a medida que pasaban los segundos, su confianza caía más y más en picado. James no iba a ayudarla. Él se casaría con otra mujer y ella terminaría en desgracia porque la persona más importante para ella sería feliz con otra.
Debería sentirse feliz. Es decir, si él se casaba por amor, sería feliz por él. Lo que ocurría era que estaba segura de que nadie lo haría tan feliz como ella.
Lo sabía. Dentro de ella lo sabía y eso le hacía sentir egoísta.
Tal vez, debería haber dejado las cosas tal y como…
-Puedes quedarte.
Sus palabras fueron tan sorprendentes que casi se quedó sin aliento y se cayó de culo.
-¿De verdad? -preguntó, todavía sin creerlo-. ¿Puedo quedarme?
Él asintió.
-Si es lo que quieres.
Oh, por Dios. Oh, por Dios. ¡Oh, por Dios!
¡No podía creerlo! Se había salido con la suya… Adiós a la idea del secuestro, hola a la idea de la seducción.
Simplemente, quería gritar de alegría.
-¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! -exclamó, sintiéndose nerviosa, extasiada y con ganas de besar el hermoso rostro de ese hombre-. ¡Te besaría en este mismo momento!
Silencio.
Una vez más, silencio.
Esta vez por un motivo completamente distinto. Como un reflejo, sus manos viajaron a su boca para cubrirla y evitar decir más cosas. Oh, por Dios. ¿Qué acababa de decirle?
James arqueó ambas cejas.
-¿Me besarías?
Mierda.
-Yo… -tragó-. Bueno, yo… ¿Dónde estará mi habitación? Dijiste que podría quedarme aquí.
James frunció el ceño y pareció debatirse por unos momentos antes de responder:
-Le diré a Scott que te la muestre.
-Gracias -esta vez lo murmuró, temiendo decir algo de nuevo que pudiera arruinar el momento.
Simplemente, ¡mierda!