Capítulo 6

1522 Words
Desde su elevada posición Nicolás observaba el intercambio de palabras entre el italiano y su compañera de banda. Realmente aquel sujeto no le caía mal pero tampoco bien, solo era uno de los tantos hombres que venían al bar a beber y jugar un poco a las cartas. — Ey, Nicolás — le susurró Luis a su lado mientras terminaban de acomodar las cosas sobre el pequeño escenario de madera. El rubio lo miró con curiosidad —. ¿Crees que Mercedes hoy sí me deje acompañarla a casa? — El muchacho sonrió ante la pregunta de su amigo. Él poco sabía de relaciones, jamás había tenido una y no estaba en sus planes relacionarse con nadie. No lo estaba hasta que apareció Lucía y su mirada inocente junto con sus buenos modales. Debía admitir que le relajaba estar cerca de la joven que tenía ese acento peculiar de la gente del oeste del país. El tono calmado y arrastrado con el que hablaba lo hacían bajar la guardia, mientras que sus ojos, celestes y brillantes, le demostraban lo limpio de su alma. — Si querés hablo con Lucía, ya viste que siempre se van juntas, y si querés la acompaño a ella. Podemos caminar los cuatro y, tal vez así, Mercedes se sienta más a gusto que si van solos — Luis sonrió ante el plan de su amigo. Le palmeó el hombro a modo de respuesta y, cuando Nicolás levantó la vista para volver a observarla antes de empezar a cantar las últimas canciones de la noche, ella lo observó de frente, con una sonrisa en sus labios. Nicolás le guiñó el ojo, en un gesto muy poco propio de él, y se dedicó a entonar las primeras palabras de aquel tango que desgarraba el alma, sin dejar de contemplar a la morocha preciosa que trabaja sin parar detrás de la barra. — Canta bien el rubiecito — le susurró Mercedes a la muchacha a su lado. Lucía asintió sin poder dejar de observar al hombre sobre el escenario. Realmente su voz la cautivaba y transmitía con tanta facilidad los sentimientos que la canción relataba, que ella se sentía incapaz de hacer algo más, ni siquiera podía dejar de contemplarlo. El italiano aún se encontraba a su lado, admirando la belleza de esa muchacha que lo estaba dejando embobado. “Maldita regla de Ramiro”, pensó con cólera. Su primo le tenía prohibido acercarse a las muchachas de la barra y él jamás lo había hecho. Nunca tuvo intenciones de cortejar a ninguna de las camareras, nunca hasta esa noche. Ahora Lucía estaba allí y él parecía ser invisible ante la bella muchacha. Terminó su bebida, le dio una última sonrisa a la bella muchachita de brillantes ojos celestes, y giró para ir en busca de su primo. Ramiro estaba enfrascado en una importante conversación con un importante senador porteño. El hombre, que gustaba de las mujeres, el licor y las apuestas, era fiel cliente del castaño. Ramiro quería aprovechar la presencia del sujeto para pedirle que le disminuyeran algunos controles que el gobierno tenía sobre sus cabarets.  — Primo querido — escuchó a su espalda. — ¿Cuándo mierda vas a hablar bien el castellano? — le preguntó girándose en su silla para observar a su primo que caminaba hacia él con los brazos extendidos. El jodido de Vitali amaba los abrazos, algo que Ramiro aborrecía con todas sus fuerzas. — Lo hablo muy bien y las mujeres mueren por este acento — dijo soltando el abrazo y ubicándose en la silla sobrante alrededor de la pequeña mesa redonda. El senador se quedó unos minutos más hasta que vió a una hermosa rubia que lo traía loco. Se puso de pie, despidiéndose de los hombre, y con una promesa de tratar el asunto de Ramiro con el mismísimo Gobernador, se fue.  — ¿Cómo estuvo ese viaje al interior? — preguntó Ramiro bebiendo su cerveza. — Mejor de lo que creía. Aunque la mierda de Ocaña no me pagó todo lo que me debe. El muy hijo de puta tiene su cuenta más gorda y el terreno más caro a nombre de su hija. Ahora tengo que encontrar a la muchacha para que me pague el saldo de su padre — explicó con fastidio. Ramiro notaba a su primo agotado pero feliz. Sabía que tener más terrenos en Argentina significaba tener más ingresos, y de los buenos. — ¿Y dónde está la muchacha esa? — preguntó el castaño. — Ni puta idea — respondió enojado —. Se escapó antes de que encontráramos a su padre. Tengo un par de hombres buscándola en Mendoza y otros en Córdoba, porque ahí es donde el pelotudo tenía unos cuantos socios. Espero encontrarla rápido. — Bueno. Por hoy dejemos los negocios en paz y disfrutá de la noche. Mañana me contás mejor y te ayudo con lo que pueda — se ofreció él con verdadero entusiasmo. El castaño amaba su negocio pero le parecía bastante interesante también la rama a la que se dedicaba su primo. Trabajar en ocasiones con él le daba ese aire fresco que cada cierto tiempo anhelaba. — Che, buena muchacha tenés en la barra — dijo el italiano golpeando suavemente a su primo mientras miraba a la barra. Ramiro torció el gesto —. Está bastante linda la pelirroja. Espero me dejes… — No — lo interrumpió realmente encabronado —. Sabés cómo son las reglas — sentenció ganándose un gesto de desaprobación de su primo. En serio el italiano quería hacer las cosas bien, pero su primo era demasiado terco y estricto por lo que debería utilizar otros métodos para acceder a la muchacha. — Bien, bien. Entiendo — dijo levantando las manos en señal de rendición. El resto de la noche el par se mantuvo bebiendo y jugando un poco al truco. Al terminar con sus asuntos ambos se despidieron acompañados de bellas mujeres pero pensando en la misma joven de ojos celestes y mejillas sonrojadas.                                                         x----------------------------x La noche estaba cerrada, la Luna hoy no apareció y las pocas luces que iluminaban la calle daban un aspecto lúgubre a la ciudad. Los cuatro compañeros del bar caminaban a paso lento por las sucias callejuelas de Buenos Aires, hablando sobre sus proyectos para el futuro, futuro tan irreal como el que soñaban. No pasó mucho tiempo hasta que debieron separarse al llegar a una esquina en donde Lucía debía torcer a la derecha mientras que su amiga continuaba recto. Nicolás, rápido en su accionar, se ofreció acompañar a la morocha que lo miraba expectante con sus ojitos celestes debajo de la gorra de hombre. — Vamos — le susurró luego de saludar al par que continuó recto. — Me encanta como cantás — le confesó ella de golpe. Nicolás no pudo evitar sonreír amplio, tal vez la sonrisa más amplia que jamás hizo. — Gracias — respondió mirándola de frente mientras continuaban caminando, él con sus manos en los bolsillos y ella estrujando los puños de aquel suéter que le quedaba enorme. — Creo que sos el único que me ha hecho erizar la piel — continuó ella hablando pero sin mirarlo. Confesarle aquello se sentía bien pero daba mucho pudor. — Bueno. Imagino que eso es bueno — contestó divertido. — ¿Has ido alguna vez a la ópera? — cuestionó de repente. Nicolás frunció el ceño ante aquel cuestionamiento. — Ni una sola vez — declaró él casi con orgullo. — Bueno — prosiguió ella —. En la ópera muchos lloran por las interpretaciones. No voy a negarlo, los cantantes son excelentes, pero creo que vos estás en otro nivel. Es algo mucho más simple lo tuyo, mucho más real. No tan estudiado — Y se detuvo a mirarlo de frente cuando notó que el rubio había cesado su caminar. — ¿En serio lo creés? — preguntó con la voz afectada. Ella asintió sonriéndole tan bonito como sabía hacerlo —. Es lo mejor que alguien me ha dicho — susurró y no dudó en apretar fuerte a la muchacha entre sus brazos. Es que ella jamás podría saber lo que aquello significaba para ella rubio. Después de años de luchar, de trabajar incansablemente en mejorar, de superar cada obstáculo que parecía estar a punto de derrotarlo, por fin estaba empezando a hacerse relativamente conocido en el mundillo del tango, y aquel halago inesperado, proveniente de esa bonita mujer que le recordaba todo lo limpio y puro de la vida, le había golpeado con fuerza el alma, reconfortando su cansado espíritu y devolviéndole la energía necesaria para seguir. Lucía se encendió de vergüenza. Hace mucho que no estaba tan cerca de un hombre y había olvidado el sentimiento de protección que sentía al verse envuelta en esos musculosos brazos. Se separaron luego de unos instantes y continuaron su camino en silencio hasta la pensión donde la morocha residía. Lucía lo saludó con un gesto de manos y Nicolás le devolvió una suave inclinación de cabeza. Ninguno de los dos pudo dormir en todo lo que quedó de la noche.
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