Capítulo 7

1315 Words
Apenas Lucía ingresó la señora Elisea se acercó a paso rápido. —Niña — le dijo preocupada, poniéndola alerta al momento —, Clarita no ha estado muy bien— explicó mientras subían al cuarto de las hermanas. —¿Qué sucedió? — indagó angustiada. Clara era una niña fuerte y jamás se enfermaba, pero ya no comían tan variado y el frío se colaba por cada abertura de esa habitación.  —Comenzó con algo de tos. Pero hace unas horas que la fiebre la atacó. Le he dado todos los cuidados necesarios y algo ha bajado, pero creo que volverá a subir — terminó de explicar en cuanto estuvieron en la entrada del cuarto. Clara dormía debajo de unas cuantas colchas finas y apestosas, al parecer Elisea había conseguido que los vecinos le prestaran unas cuantas, porque Lucía no reconocía ninguna de ellas. En cuanto la morocha vio a su hermana la notó pálida, tan perdida en la fuerte fiebre que se atemorizó demasiado. —Clarita — susurró acariciándole el pelito revuelto —. Ya llegué, todo está bien.  La pequeña apenas pudo abrir sus ojos, que estaban brillantes por la fiebre, y sonreír un poco, intentando aliviar a su hermana. Volvió a caer en ese inquieto sueño que tuvo a Lucía toda la noche en vela. Al llegar la mañana la fiebre por fin descendió, aunque la pequeña se mostraba agotada y adolorida. —Es una gripe fuerte — dijo el doctor que doña Elisea había conseguido y se llevó una buena parte de sus ahorros —. Que tome mucho líquido, sopa de pollo y estas hierbas — explicó extendiéndole un papel con el detalle de aquellos yuyos que debía conseguir. —Muchas gracias — respondió la mayor demasiada ensimismada en sus pensamientos.  Ella no tenía idea qué hacer con la pequeña en esa condición. No podría ir a trabajar, pero necesitaba el dinero para los medicamentos y la comida. Elisea le dijo que no se preocupara por el alquiler ese mes, pero se sentía muy mal si no pagaba aquello, después de todo la dueña de la pensión se portaba más como una madre que como una arrendataria. —Puedo ir contigo — dijo Clara desde la cama, observando a su preocupada hermana que caminaba de un lado a otro. A la pequeña no le gustaba sentirse un estorbo y en ese preciso momento era lo que justamente estaba siendo. —No, Clara. Yo… —No podemos vivir sin tu sueldo. Hoy es sábado y es cuando más ganás. Juro que me quedo quieta en donde me digas. Si querés me quedo aguardando fuera, hasta que termines tu turno — propuso tan inocente, siendo tan buena niña. —Clarita — susurró su hermana pasando con incomodidad la mano por su corto cabello. —Ya me siento mejor — declaró.  Solo habían dos posibles opciones y Elisea había hecho demasiado la noche anterior y con su artritis había terminado agotada y adolorida. No podían pedirle que se esforzara otra noche. —Bien — finalmente cedió y la menor extendió la sonrisa inocente que tanto amaba su padre —. Pero si te digo deberás mantener tus ojos cerrados — ordenó y ella asintió como la niña pequeña y entusiasta que era. Caminaron por las frías calles hasta llegar al bar. Lucía inhaló profundo antes de ingresar. ¡Dios, si estaba Ramiro seguro que no podría articular palabra antes que las echara de nuevo a la calle!. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad la sonrisa de Cristina la relajó. Se acercó envolviendo a su pequeña hermana en la colcha que colgaba de sus pequeños hombros. Cristina elevó una ceja, observando primero a la morocha y luego a la pequeña a su lado. —No sabía que tenías una hija — dijo confundida. Lucía rodó los ojos. ¿Es que acaso nadie notaba que ella era demasiado joven para tener una niña de ocho años?. —Es mi hermana — explicó—. Ha estado muy enferma y no tenía quien la cuidara — continuó bajando el tono. —Oh… — simplemente respondió la despampanante mujer. —Usted es mucho más hermosa de lo que dijo Lucía— la suavecita voz de esa pequeña, que la observaba con sus brillosos ojos desde la posición en que se encontraba, envuelta en aquella colcha que poco debía cubrirla del frío, le ablandó su, ya delicado, corazón.  —Gracias, pequeña — respondió agachándose a su altura —. ¿Venís a acompañar a tu hermana?. —Sí. Yo no me podía quedar sola, doña Elisea ya hizo demasiado por mí, y mi hermana no podía dejar de venir porque necesitamos el dinero para los remedios y la comida — explicó con las mejillas rojas por la fiebre. —Bien. Pero te dejaremos en el camerino. Allí puede quedarse en el sillón hasta que termines — explicó Cristina con voz suave mientras volvía a erguirse en toda su altura. Lucía asintió y guió a su pequeña hermana hasta el sitio indicado.  —Yo le explico a Ramiro — dijo Cristina cuando salieron del camerino con la morocha. Clara había caído rendida en cuanto su cabecita tocó el sillón. Aquella caminata de la pensión hasta el bar, había sido demasiado para la pequeña. —Gracias — susurró sosteniendo con suavidad las manos de su jefa.  Cristina caminó directo a la oficina de Ramiro, no iba a tomárselo bien, pero esperaba que la evidente debilidad del hombre por aquella mujer jugara a favor. —Ramiro — dijo ingresando sin golpear. Sí, lo hacía a propósito—. Debemos hablar de una inesperada situación— continuó ignorando la evidente irritación de su jefe y tomando asiento frente a él.  —Dime — gruñó dejando de leer aquellos papeles para prestarle atención a la mujer que se empeñaba en sacarlo de las casillas. —Tu muchacha — Él levantó una ceja. Era claro que Cristina no dejaría aquella expresión jamás— llegó con una pequeña que está muy enferma. Bueno, ahora entendía menos. ¿Lucía tenía una pequeña?¿Una pequeña hija?¿De cuántos años?¿De quién era?. No. Debía dejar de interrogarse y escuchar a la irritante mujer frente a él.  —¿Su hija? — Cristina rió, rió muy fuerte.  —Si vieras tu cara — dijo aún riendo —. No — afirmó luego de ponerse un poco más seria —. Es su pequeña hermana, no debe tener más de nueve. La niña está enferma y no tenía con quién dejarla ni tampoco podía no venir y perder el dinero de esta noche — explicó acomodándose en su lugar—. La pequeña está en el camerino, durmiendo y con fiebre. A Lucía se le notaba cansada, creo que no ha dormido — explicó observando a detalle el suave cambio en la expresión de su jefe. —Dile que apenas termine la presentación puede irse a casa. Le pagaré la noche completa, sin propinas— dijo rápido y demasiado serio. Cristina asintió poniéndose de pie. En cuanto la mujer estuvo a punto de salir volvió a escuchar la voz de Ramiro —. Llévala a casa en mi auto. Mario las llevará. —Como gustes — respondió y salió con una enorme sonrisa de satisfacción. José justo estaba llegando a la punta superior de la escalera y contempló a la mujer que salía demasiado feliz de aquella oficina. Solo por una cosa las mujeres salían con esa actitud de allí y saber aquello lo puso de un humor de mierda. —José — saludó ella cuando estuvo a su lado. —Cristina — respondió y caminó directo a la oficina de su jefe.  Debían empujar aquel sentimiento bien al fondo de sus pechos si no querían terminar a mitad de la noche sintiéndose unas mierdas que no merecían seguir con vida.
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