Capítulo 4

3438 Words
Releyó esa carta por centésima vez y cada vez que lo hacía las lágrimas caían mientras las dudas se acumulaban. Pequeña Martina mía, sabés que te adoro como a nadie en el mundo. Vos y tu hermana son mi razón de vivir y por eso me detesto por la horrible situación en las que las he colocado. Desearía ser un mejor padre, uno que no las pusiera en este peligro, pero no sucedieron así las cosas y ahora pagaré mis malas decisiones como debe ser. Hija adorada, en cuanto te alejes de mí te pido que no vuelvas a buscarme jamás. Yo estaré bien y siempre pensaré en ustedes. Cuida a tu pequeña hermana como siempre lo has hecho y nunca dejes de sonreír. Por lo que más quieras mantente alejada de Vitali Ritiari. Nunca, atiende bien, nunca dejes que sepa quién eres. Cambia tu nombre junto al apellido y trata de vivir una nueva vida, lejos de los errores que este viejo cometió. En caso de extrema urgencia te puedes contactar con Anselmo Corrias, mi socio en Corrientes y del que pocas personas saben. Solo usa este contacto cuando ya no tengas más opciones. Te amo con todo mi ser. A vos y a tu hermana que me han hecho el hombre más feliz del mundo. Las extrañaré cada día, las recordaré con cada respiración que dé hasta el final de mis tiempos. Cuídense, mis bellas niñas. Con mucho amor. Papá Lucía guardó la carta en ese bolso desgastado y se secó las lágrimas una vez más. No entendía qué había sucedido con su padre, un hombre que siempre fue honesto y se dedicó a sus negocios, para que ahora se encuentre en una situación dónde estaba obligado a dejar a sus hijas a la suerte y el destino. No conocía a ningún Vitali (nombre extraño en Argentina) y mucho menos comprendía por qué debía alejarse de él. Su padre no le dió explicaciones y dudaba que algún día se las daría. Dudaba si aún seguía con vida. Debió llevarse ambas manos a la boca para ahogar el sollozo lastimero que intentó escapar de sus labios. No quería molestar a Clara que dormía en la estrecha cama, ajena a todo lo que sucedía. Después de vaciar todas sus angustias se colocó de pie. Nada ganaría llorando, debía ser fuerte y enfrentar su destino. Con mucho cuidado se acostó al lado de su hermanita y dejó que los sueños la llevaran a un mundo donde ningún hombre la buscaba, donde aún seguían en su adorada Mendoza, en su enorme casa, bajo la protección de su padre. —Lucía, hay que desayunar — La pequeña niña movía su cuerpo, en un vano intento por despertar a su hermana —. Vamos Lucía. Tengo hambre — le pidió y ella se removió con pereza entre las sábanas ásperas. —Ya voy Clara. Dejame dormir un poco más — pidió cubriendo su cara con la tela. —Dale, Lucía. Me prometiste llevarme a ese cafecito de la plaza — La morocha sonrió ante el recuerdo. Su hermana la sacaba de la mugre en la que se encontraban y la llevaba a un sitio en su mente donde todo estaba bien, donde sus vidas seguían siendo las de aquellas refinadas muchachitas que recorrían las calles mendocinas con elegantes vestidos y bellos zapatos. —Bueno, bueno — respondió mientras se destapaba —. Vamos — Y en menos de veinte minutos ya estaban recorriendo las callejuelas del barrio de San Telmo. El cafecito era, en realidad, unas cuantas mesitas instaladas en una mugrienta plaza de la ciudad, pero, por algún motivo que la morocha desconocía, la niña estaba encantada con el lugar. Lo habían descubierto hace unas semanas y desde ese día Clara insistía en volver una y otra vez. Tomaron asiento en un pequeño espacio y ordenaron dos cafés con leche acompañadas por unas deliciosas facturas con crema pastelera. Clara no dudó un segundo en atacar su desayuno apenas estuvo enfrente de ella. Lucía solo podía sonreír. —¿Hoy también trabajas? — preguntó la pequeña. —Sí. Sabés que solo me dan los lunes en la noche de descanso — respondió llevando delicadamente la taza a sus labios. —¿Algún día puedo conocer el lugar? — volvió a indagar la niña. Lucía torció el gesto, no estaba segura que pudiera y muchos menos que sea un lugar adecuado para una niña pequeña. —No creo que a mi jefe le guste — respondió luego de meditar unos instantes. —¡Pero hace mucho no te oigo tocar! Dejame acompañarte una vez. Por favor — pidió juntando sus manitos frente a su hermosa carita. —Clara, no lo sé. No es un lugar para niñas. —Oye, que yo soy grande — exclamó la niña con gesto serio. Lucía aguantó las ganas de reír. —Lo vemos después. Ahora terminate el desayuno así podés ir un rato a jugar — pidió con seriedad. La pequeña obedeció, como siempre lo hacía a las órdenes de su hermana mayor, y luego salió corriendo a unirse a un pequeño grupo de niños que correteaba por la plaza. —Asique tienes una hija — La voz de Nicolás la asustó al mismo tiempo que su sensación de peligro de disparó a niveles insospechados. —¡Nicolás! — exclamó llevando una mano a su corazón —. ¡Me asustaste! — lo regañó. —No es mi culpa que seas tan asustadiza. Asique… — retomó, pero Lucía continuó bebiendo su café. —No, no es mi hija. Es mi hermana — respondió luego de un rato en silencio, silencio que le sirvió para estudiar al hombre rubio que tenía enfrente. Nicolás jamás se mostró demasiado interesado en nadie. La vida había sido dura para él y solo se preocupaba por su propio bienestar, pero con Lucía, con ella todo era diferente. Luego de intensas horas de ensayo, y luego más horas de trabajo, el hombre le había comenzado a tomar un cariño especial, cariño que jamás se permitió sentir por nadie más que sus difuntos padres. —¿Hermana? — volvió a preguntar. La morocha asintió —. ¿Qué edad tiene? —Ocho años. Es muy inteligente, espero que pueda terminar la escuela — La ceja de Nicolás se levantó. —¿La escuela? — preguntó intrigado —. Eso es para niños ricos y, disculpá que te lo diga, nosotros no somos eso — Ahí Lucía comprendió su error. Ella y su hermana recibieron la mejor educación de mano de las mejores profesoras de Mendoza. Su padre invertía grandes cantidades de dinero con el objetivo de que sus hermosas niñas estudiaran y sean las mejores. —Bueno… yo… — Su nerviosismo crecía a medida que las ideas se agotaban. Había sido estúpida y descuidada. Nadie de su clase social actual, podría darse el lujo de estudiar. —Es notable que vos recibiste educación que yo no — volvió a hablar el muchacho —.¿Puedo saber cómo? — Y apoyó sus codos en la mesa, acercándose aún más a la morocha. Dejando que esa bella sonrisa le iluminara el rostro. Lucía debió parpadear unas cuantas veces para concentrarse. —En Mendoza nosotras trabajamos para una señora mayor, muy viejita, que vivía sola y no tenía familia. Ella, antes de morir y durante todo el tiempo que estuvimos en su casa, nos enseñó algunas cosas. Nada raro — explicó rápidamente antes de volver a beber su frío café. Nicolás la estudió unos segundos y decidió dejar pasar la mentira. Después de todo él no la juzgaría por mentir. —¿Lu, quién es él? — preguntó la niña que había regresado a la mesita. —Es Nicolás. Trabaja conmigo. Él es el que canta — le susurró lo último y la pequeña amplió su sonrisa. —Cantá para mí — ordenó y el rubio sonrió ante la seguridad que desprendía ese pequeño cuerpo. —Ahora no. Me tengo que ir. Pero otro día las voy a visitar y puedo cantar todo lo que quieras — respondió guiñando el ojo a la pequeña. Clara se ruborizó, debía aceptar que ese muchacho era muy guapo, solo esperaba que su hermana no sea tan torpe de no prestarle atención. Lucía, cuando en realidad era Martina, había ignorado a más de un pretendiente. La pequeña no sabía qué esperaba su hermana de un caballero, pero claramente no se dejaba encantar con facilidad. —Me encantaría. A Lu también — dijo tomando con fuerza la mano de la morocha que abría sus ojos grandes por la sorpresa. Ni siquiera estaba segura que se pudieran recibir visitas en la pensión de Doña Elisea. —Bueno, Lu — remarcó el apodo —. Espero tu invitación — dicho esto se levantó, saludó con un gesto bajando levemente la gorra que llevaba en su cabeza, y caminó a paso rápido hacia el centro del mercado. —Clara, no sé si puede ir — explicó la mayor. —Yo hablo con Doña Elisea y vos te encargas de traer a Nicolás — sentenció tomando de nuevo esa postura de señora de la casa que tan bien le sentaba. Faltaba menos de una hora para abrir y Candela acababa de informar que no llegaría a trabajar. Cristina caminaba nerviosa de un lado al otro. Que una de las muchachas de la barra faltará hoy, un día viernes, era lo peor que les podría pasar. Tampoco podía culpar a la joven, después de todo una no decide cuándo enfermarse. De pronto la puerta principal del lugar se abrió y Lucía entró a paso ligero. La morocha sonrió al ver a la mujer, tan arreglada como siempre. Cristina era como una madre para todas las mujeres que trabajaban en ese lugar. Si bien no era mucho más grande que ellas, siempre las cuidaba y aconsejaba con real interés. Lucía la adoraba porque le hablaba sin vergüenza. Podía preguntar lo que quisiera a aquella mujer que ella le respondería con absoluta honestidad. —Niña, has llegado a salvarme — exclamó envolviendola en un apretado abrazo. —Dígame que necesita — respondió entre los brazos de la mujer. Un tanto incómoda por tanto afecto. —Primero — su tono cambió a uno más serio —, que no me tratés de usted. No tengo tantos años — sentenció —. Segundo, que ayudes a Mercedes en la barra — Y la sonrisa de la morocha cambió a un gesto de completa incomprensión —. Candela no pudo venir. Está enferma la pobre. Necesito alguien que prepare las bebidas y vos siempre dijiste que ayudabas en eso a aquella viejita que las cuidó. Por favor — le pidió juntando sus manos delante del pecho. —Pero, ¿cómo hago con la banda? — preguntó aceptando indirectamente aquella propuesta. Después de todo era imposible que se negara a un pedido de Cristina, la mujer la cuidaba como si fuese su hermana pequeña, haciéndola sentirse un poquito menos desamparada en esa enorme ciudad. —Sólo ayudarás una vez que terminés con la banda. Yo me encargo de decirle a Ramiro que te pague un dinero extra por tus servicios. Además las chicas de la barra reciben buena propina — le explicó mientras la tomaba por los hombros para comenzar a llevarla escalera arriba. —Bueno. No me viene mal algo de dinero extra — susurró para sí misma pero Cristina llegó a escucharla ampliando su sonrisa casi en el acto. —A todos nos viene bien. Además los clientes saben que las chicas de la barra son solo para mirar — aclaró ingresando al cuarto donde las jóvenes se cambiaban —. Ahora veamos qué te pongo para hoy — pensaba mientras veía las prendas colgadas en perchas. —¿Voy a tener que usar algo… voy a … eso me lo tengo que poner? — preguntó casi a punto de entrar en pánico. Cristina la miró y sonrió. —Por supuesto. Pero me voy a asegurar que nadie te reconozca. Hace mucho quería probarte estos vestidos — aplaudió entusiasmada. Luego de decidir qué usaría la muchacha, Cristina caminó a la oficina de su jefe. Se detuvo en la puerta al oír unos gemidos provenientes del interior del lugar y esperó a que los habitantes terminaran su tarea. No es que le avergonzara ver a Ramiro desnudo, eso lo había hecho muchas veces, el impedimento para entrar es que a veces no era Ramiro, sino José, el que estaba dentro, y ahí sí la situación era completamente diferente. Finalmente la puerta se abrió y pudo ver a Mercedes salir de allí con una enorme sonrisa en su rostro. El jefe lo había hecho de vuelta, otra vez una de las muchachas caía en sus redes de placer y orgasmos. —Se te ve feliz — le dijo a la chica que sonrió más amplio. —Pasá Cristina — escuchó la voz de su jefe desde el interior de la oficina. —Ramiro — lo saludó y miró a todos lados intentando adivinar dónde lo habían hecho. —En ese sillón — señaló el castaño terminando de acomodar su camisa dentro de los pantalones. —Bien. Entonces me siento acá — respondió tomando asiento en una silla frente al escritorio —. Vengo a contarte que tu pequeña va a estar en la barra hoy después de terminar con la banda — el vaso que Ramiro llevaba a su boca quedó a medio camino. Evaluó a su amiga con una ceja levantada, tratando de descifrar su objetivo. —¿Y eso por qué? — preguntó antes de beber de un solo golpe todo el whisky del vaso. —Candela se enfermó. Me acaba de avisar. Lucía sabe preparar bebidas y además muero por verla con uno de mis vestidos — explicó ilusionada. Por suerte Ramiro estaba dándole la espalda a la mujer y pudo ocultar su malestar por aquellas palabras, aunque en realidad no entendía por qué se sentía así. Apenas si conocía a la chica y no cruzaban más de dos palabras porque ella se mostraba demasiado temerosa cuando él estaba cerca. Pero tenía algo, algo que lo atraía como una droga deliciosa. —Bueno. Pero no se puede notar que es la misma persona que está sobre el escenario — le ordenó con total seriedad. —No te preocupés. Aunque sí le tendrías que pagar unos cuantos pesos extra por el trabajo que va a hacer — Ramiro asintió de mala gana y dejó que su amiga se marchara. No sabía qué planeaba aquella mujer pero seguro que pronto lo descubriría. Luego de una breve charla, Cristina convenció a Ramiro para que el maestro, junto con su banda, interpretaran las últimas canciones en las que no necesitaban de la morocha sobre el escenario. El cabaret se había llenado y necesitaban de forma urgente a alguien más en la barra, pero antes de que Lucía tomara su nuevo puesto, debía lograr que se veía deslumbrante. — Cristina creo que voy a morir de la vergüenza — le decía la muchacha mientras su jefa la empujaba por la espalda, obligándola a bajar las escaleras que llevaban al salón. — Si hubiera sabido antes que sos tan hermosa jamás te hubiese dejado venir con esas pintas que siempre traés — la regañó con una enorme sonrisa de satisfacción. Ella sabía que esa jovencita debía ser hermosa y ahora, con ese sugestivo vestido y la peluca roja, la real belleza de la muchacha salió en todo su esplendor. Ni siquiera había necesitado maquillarla demasiado, solo lo necesario para realzar sus carnosos labios y los bellos ojos celestes. Bajaron a paso rápido mientras la banda se terminaba de acomodar sobre el escenario para comenzar sus últimas interpretaciones. Cristina la plantó detrás de la barra y varios hombres se acercaron para hacer sus pedidos, dejando miradas lascivas que avergonzaban aún más a la morocha. Nicolás giró su rostro al escuchar un chillido proveniente de Mercedes, quien trabajaba diligentemente en la barra, y la visión lo atontó unos segundos. ¿Esa pelirroja era Lucía? Supo que sí en cuanto sus bellos ojos celestes conectaron con él. La saliva se puso espesa y costó que el aire abandonara sus pulmones. La música comenzó y él entró unos segundos tarde al no poder unir sus ideas para que los labios comenzaran a moverse. Ramiro, que miraba atento lo que sucedía sobre el escenario, se extrañó al ver tal actitud en su empleado y decidió seguir con sus ojos aquello que el muchacho miraba a su espalda. Se giró sobre la silla y buscó el objetivo de aquel hombre. La vio. Detrás de la barra estaba Lucía que trabajaba a toda velocidad vertiendo líquidos alcohólicos en pequeños vasos y reía ante lo que Mercedes le susurraba. Era la visión más hermosa y perfecta que podía tener de una mujer. Ella, tan inocente, con sus mejillas sonrojadas, metida en ese provocador vestido lleno de vuelos y llevando aquel maquillaje que resaltaba esos labios tan carnosos, lo sacaron por un momento de su concurrido local para hundirlo en una realidad donde solo estaba ella. Ella y su majestuosa belleza. Tragó y debió volver a mirar al hombre que estaba hablando con él en aquella mesa. — ¿Contrataste a una nueva chica? — le preguntó el sujeto mirando por encima del hombro de Ramiro en dirección a la barra. — Cristina — se limitó a responder. No quería que ese hombre perverso mirara a Lucía, a su Lucía. — Está bastante guapa la chiquilla — respondió ampliando su lujuriosa sonrisa. — Sabés que las chicas de la barra solo se miran. Borrá esa sonrisa — le escupió de mala gana. — Todos conocemos tus reglas, Ramirito. Relajate un poco — lo invitó volviendo a tomar el whisky que le quemó la garganta al bajar. — Seguime contando lo del bar de Manolo — le pidió cambiando el tema. A Ramiro le interesaba expandirse aún más y el bar de Manolo estaba por ser rematado por deudas. El castaño quería comprarlo antes de que eso sucediera, pagando muy poco por el edificio y luego se encargaría que el gobernador, quien en ese momento tenía a Esther en sus piernas, le perdonara las deudas que el español Manolo había acumulado. — ¿De dónde vas a sacar más chicas que sirvan para el trabajo? — le preguntó el sujeto con intencionada maldad. — No voy a obligar a ninguna — sentenció con la mirada inyectada de furia. El hombre le insistía que podían engañar a algunas muchachitas del interior del país y ponerlas a trabajar en los cabarets solo pagándoles con comida y alojamiento. Ramiro detestaba aquella práctica porque su madre originalmente fue traída a Buenos Aires bajo esos engaños. Finalmente la mujer se había suicidado cuando él tenía cinco años al no poder soportar más aquella inmunda vida. Desde ese momento Ramiro supo que jamás obligaría a una mujer a trabajar en contra de su voluntad. Su padre lo hacía, pero él había cortado aquella despreciable práctica en cuanto pudo. — Bien. Entiendo — dijo levantando la mano —. Pero tené en cuenta que te daría mucha más ganancia — finalizó poniéndose de pie y, luego de un saludo corto, el sujeto se marchó. — Estúpido — murmuró con mal humor y se tomó de un solo trago el whisky que aún le quedaba. Ramiro se puso de pie, listo para ir hacia su oficina, pero la volvió a ver. Cambió el rumbo de sus pies y se dirigió hacia la barra. Lucía lo miró tan avergonzada como siempre. Ese hombre la intimidaba demasiado y le costaba mantenerle la mirada demasiado tiempo. — Señor. ¿Quiere algo de beber? — le preguntó con la vista clavada en la barra. — ¿Por qué no me mirás? — le preguntó. — Yo… es que usted… — Ramiro, dejá a la chica en paz — la voz de Cristina hizo sonreír a la muchacha. — Cristina, veo que hiciste un buen trabajo — le dijo señalando a la morocha que momentáneamente era pelirroja. — Siempre hago un excelente trabajo. Solo que está vez fue fácil porque la materia prima es hermosa — respondió mirando a la joven con una cálida sonrisa. — Quiero otro whisky — respondió él con sequedad —. Que lo lleve a mi oficina — Y la mujer arqueó una ceja en total desacuerdo con aquel pedido. — Ramiro — advirtió. — Soy el jefe de ambas. Hagan lo que les ordeno — sentenció y se dirigió a las escaleras.
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