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Pasaron diez años, que para los enamorados parece una eternidad, y Leo aún no tenía idea de dónde estaba Matilde ya que nadie en la Casa Grande sabía y nunca pudo averiguar con Don Enrique y menos con Doña Antonia. Así que, después de insistir semanas y meses, se dio por vencido de que alguien le diera la información que deseaba y se dedicó a trabajar como administrador de la hacienda, tal y como su destino lo dictaba y a vivir una vida en soledad, básicamente como si ese día trágico hubiera enviudado.  Todas las mañanas antes de ir a la Casa Grande para ver si Don Enrique deseaba algo, Leo iba hasta el final de los cafetales, justo en ese árbol que tanto le gustaba a Matilde y se quedaba esperando a que saliera el sol, lo hacia como un ritual, como si lo necesitara para vivir y después,

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