Una espesa neblina cubría la capital, como si «La carita de Dios» quisiera acompañar la tristeza de Diego. Su rostro mostraba una profunda aflicción, sus ojos: ausentes, afligidos, hinchados, y enrojecidos de tanto llorar, de aquel feliz hombre no quedaban rastros de su alegría del ayer, el dolor se reflejaba en su semblante taciturno. El momento de dar el último adiós a su pequeña Dulce María, había llegado; uno de los guardias lo sacó esposado de la celda, lo subieron a una patrulla. Con el corazón quebrado en miles de pedazos, la tristeza anclada en su pecho y el peso de la culpa llegó a la funeraria: médicos, enfermeras, amigos, familiares estaban, agolpados en el lugar. Diego fijó su mirada en el féretro de madera en el cual descansaba el pequeño cuerpo de su hija, un vacío enorme