CAPÍTULO SIETE Los ojos de Sebastián empezaban a acostumbrarse a la cercana oscuridad de su celda, a la humedad, incluso al hedor. Empezaba a adaptarse al ligero borboteo del agua en algún lugar a lo lejos y al ruido de la gente yendo y viniendo más allá. Seguramente eso era una mala señal. Existían algunos lugares a los que nadie debería acostumbrarse. La celda era pequeña, poco más de un metro por cada lado, con barras de hierro en la parte delantera, atadas con una cerradura sólida. Esta no era la prisión refinada de una torre, donde la familia de un hombre podía pagar su mantenimiento con clase hasta que, finalmente, le llegara el momento de perder la cabeza. Era la clase de lugar donde arrojaban a un hombre para que el mundo se olvidara de él. —Y si se olvidan de mí —susurró Sebast