capítulo 4

1928 Words
Una vez que Fernando se fue, Constanza dejó rodar las lágrimas que había estado reteniendo. Soltando un suspiro, pensó en sus padres y en lo locos que deberían estar buscándola. En un momento desesperado, agarró el móvil para llamarles y explicarles las razones por las que había desaparecido. Sin embargo, al darse cuenta de que ellos ya sabían las razones de sobra, puso el móvil sobre la mesa, ya que no tenía señal. Después de limpiar su mejilla con otro suspiro, se concentró en el libro que sostenía en sus manos. Leer era lo único que le hacía olvidar su desdicha. Había comprado varios libros y esperaba que fueran suficientes para los cuatro meses que estaría en ese barco. Por la noche, después de ducharse, Fernando salió de la habitación con un elegante traje ajustado a su cuerpo, que lo hacía ver más guapo de lo habitual. Caminó hacia Constanza, que aún estaba leyendo, y ella se quedó gélida al verlo. Lo miró de abajo hasta arriba y, cuando sus ojos se encontraron, se perdió en esos ojos verdes que acababan de cautivarla. —¿Dónde es el baile? —preguntó, sin dejar de mirarlo. —Voy a un casino, ¿quieres acompañarme? —¿Te gustan las apuestas? —él negó y se acomodó en la silla. —No hay nada más que hacer aquí, quizás en el casino las apuestas estén interesantes. —¡Ah, ya veo! Espero que lo disfrutes —dijo, volviendo su mirada al libro. —Prometo no molestarte más, si me acompañas esta noche —propuso, con la barbilla apoyada en sus manos sobre la mesa. —No iré —refutó con firmeza— Además, también sé defenderme, y si sigues molestándome haré que te arrepientas. No más te digo que luego no te quejes —advirtió. Fernando se encogió de hombros y respondió: —Bien, tú te lo pierdes —ella sonrió mientras él se iba. ¿Qué podría perderse?, se preguntaba a sí misma. Su padre siempre decía que esos lugares estaban llenos de personas que no valían la pena. Después de varias horas, terminó de leer el libro. No pensó que leería tanto el primer día, pero estaba tan concentrada que lo terminó. Se levantó y estiró su cuerpo, dirigiéndose a su camarote en busca de otro libro y un abrigo para cubrirse del frío de la noche. Mordió su labio al no encontrar ninguno de sus libros. Aunque buscó por todas partes, no los encontró. Dio vueltas en la habitación, sacando conclusiones sobre quién podría haber tomado sus cosas. Estaba a punto de informar al capitán cuando una persona vino a su mente: Fernando. Apretando su cabeza y soltando un grito soft, su mente se llenó de la certeza de que solo ese hombre pudo haber hecho tales cosas. Salió hecha una fiera, sin siquiera cambiarse de ropa. Llevaba puesto un short y una blusa de tirantes ajustada a su cuerpo. A pasos rápidos, caminó hasta llegar al casino. Su propósito era enfrentarse a Fernando y reclamarle por la desaparición de sus libros. Sin embargo, cuando se abrieron las puertas e ingresó torpemente, atrajo todas las miradas de los presentes. Por un momento, quiso dar media vuelta y regresar por donde había venido, pero cuando logró divisar a Fernando, se armó de valor e ingresó. Ignorando las miradas obscenas, caminó hacia él y, tocándole el hombro con el dedo índice, capturó su atención. Él estaba conversando con otras dos personas y, al sentir el suave toque, se volteó y, al encontrarse con su mirada, sonrió. —¿Dónde dejaste mis libros? —preguntó Constanza, restándole importancia a su pregunta. —No pensé que vendrías —musitó sarcásticamente. Cerrando los ojos mientras ajustaba su dentadura, Constanza contuvo el aire porque estaba a punto de explotar. Le resultaba demasiado exasperante que no hubiera pasado ni un día y Fernando ya la había sacado de quicio varias veces. —Escucha, mis libros desaparecieron y tú debiste robarlos —le acusó directamente, y él solo sonrió. —¿Yo? ¿Por qué robaría tus libros? Las dos personas con las que había hablado hace un momento le observaban incrédulos. —No hagas que pierda la paciencia, es mejor que salgas de este lugar y vayas hasta el camerino y busques mis libros —amenazó entre dientes. —¡Hermosa! —espetó él. Aquella palabra le obligó a tragar grueso— Escucha, no sé nada de tus libros, así que ¿por qué no te relajas y disfrutas de esto? —Con ambas manos señaló el lugar. Constanza suspiró cerrando los ojos para calmar la rabia que sentía. Nunca imaginó que se encontraría con un abusivo como Fernando. Este último bebió de la copa de vino tinto sin dejar de observarla. Una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios porque, aunque estuviera enfadada, ella se veía hermosa. —Hola, soy Enderson —se presentó el muchacho de cabello rubio y ojos azules—. Y ella es mi novia, Elizabeth. Constanza les miró a ambos. Estaba tan furiosa que ni siquiera se había percatado de que había dos personas detrás de él. Estirando su mano para saludarles, se presentó. —Soy Constanza Báez. —Mucho gusto en conocerte, Constanza. ¿Ustedes dos son pareja? —indagó Elizabeth, provocando que ambos se sintieran incómodos. —¡No! ¡Dios me libre de tener una pareja como él! —agregó, provocando que Fernando sonriera silenciosamente. —Morirías por tenerme como tu pareja —reprochó, al volver a beber de su copa. Ella puso los ojos en blanco y, manteniendo la mirada en Fernando, reprochó. —Ya quisieras, idiota. Soltando un suspiro, llevó la mirada a otra parte. Porque, aunque ella intentaba evitarlo, no podía. Ese hombre tenía una mirada intensa que hacía que algo revoloteara dentro de ella. —¿Qué tal si dejan de discutir y nos vamos a la discoteca? —propuso Enderson. —¿Discoteca? No sabía que en el barco hubiera una discoteca. —Hay de todo un poco, anímense —acotó Lourdes. —Yo me apunto —dijo Fernando, posando la copa en la charola de un mesero que pasaba. —Y tú, ¿no quieres acompañarnos? —volvió a indagar Lourdes. —Vale, les acompaño, pero tú y yo arreglaremos este problemita después —lo apuntó con el dedo y salió del casino en dirección a la discoteca, la cual estaba repleta de jóvenes que Constanza ni siquiera se había percatado que existían. La música a todo volumen parecía reventarle los oídos y los cuerpos que se movían de un lado a otro la mareaban. Los saltos y brincos seguidos de los gritos le parecían divertidos. —¿Quieres bailar? —preguntó el hombre de traje que estaba detrás de ella. Sintiendo el aire caer en su hombro, se giró lentamente para contemplarlo mejor. Se quedaron mirando fijamente mientras la poca luz que iluminaba el rostro de Fernando le hacía ver muy precioso. Sintiéndose un tanto incómoda, observó a su alrededor. Ella jamás había estado en un lugar así, sin embargo, le agradaba y, junto a su nuevo amigo, caminó hasta el centro de la pista. —Pero te advierto que no sé bailar. —Relájate y baila como quieras, brinca, salta, al ritmo de la música. La música que sonaba era muy movida y rápidamente prendió a Constanza. Comenzó a moverse y empezó a gustarle aquel lugar. De un momento a otro, la música cambió de movida a romántica. —Es para los enamorados. ¡Que viva el amor! —gritó el hombre del micrófono. Fernando y Constanza se miraron fijamente mientras la letra de la canción rodaba. «Fue un día como cualquiera, nunca olvidaré la fecha, coincidimos en tiempo y en lugar, algo mágico pasó. Tu sonrisa me atrapó y sin pensarlo me robaste el corazón». Lentamente se fueron uniendo y bailaron suavemente. Los latidos del corazón de Fernando empezaron a retumbar con gran ímpetu y, cerrando los ojos mientras aspiraba el perfume de los cabellos de Constanza, suspiró. Llevando sus anchas manos a la espalda de ella para ajustarla más a él, se detuvo, porque como cuando pasa una estrella fugaz, se le vino el recuerdo de Dania. Cerró sus ojos y se apartó de inmediato, seguido salió de la discoteca sin voltear a ver atrás. Constanza Báez le quedó observando partir, soltando un suspiro se encogió de hombros y se sentó en la barra. —¿Coñac? ¿Estás segura, preciosa, de querer tomar ese trago? —preguntó el cantinero. —Muy segura, prepáralo. —OK —dijo mientras servía el licor—. Una vez servido, alzó la copa y aquel licor fue dejando una irritación por su garganta que parecía calcinar sus tripas. —Dame otro. —Como ordenes —respondió el cantinero—. Volvió a alzar la copa y sintió el mismo ardor, solo que esta vez no fue tan fuerte como el anterior. Enderson y Elizabeth se acercaron después de haber bailado por varios minutos. —¿Dónde está Fernando? —preguntó Elizabeth. —Se fue. —¿Tan pronto? —Él es así, muy raro. —¿Llevas mucho tiempo conociéndolo? —No, sólo le conocí hoy en el barco, sin embargo, ya sé que es un tipo cambiante. Hay ratos en los que ríe, otros está perdido en sus pensamientos y luego tiene una actitud estúpida —agregó Constanza mientras levantaba la copa. —¿Qué bebes? —indagaron Enderson y Elizabeth tras de ella, provocando que por poco se atragantara. —Creía que te habías marchado. —Solo salí a tomar aire. —¿Quiero uno de lo que ella bebe? —preguntó Enderson. —Nosotros también —dijo Elizabeth. —¡Coñac! ¿En serio estás tomando coñac? —inquirió Constanza. —¿Qué tiene? —Te ves tan delicada que imagino un coñac despedazando tu barriguita. —Mmmm —sacó la lengua, haciendo mueca a Fernando, quien sonrió antes de alzar la copa. Después de pegarse unos cuantos tragos, volvieron a bailar. Ya con el trago subido a la cabeza, Constanza abrazó a Fernando y se colgó de su cuello, mirándole fijamente espetó: —Me pregunto si mi prometido será así de guapo como tú. —¿Tu prometido? ¿Tienes novio? —indagó Fernando. —Sí, imagina, mis padres me buscaron un novio antes de existir —soltó una sonrisa al mismo tiempo que apegaba su nariz en el hombro de él—. Mejor dicho cuando no era ni espermatozoide —volvió a carcajearse y Fernando la acompañó—. Hoy, a esta misma hora, yo estaría conociendo al hombre con el que me casaría en menos de un mes. —Ahora entiendo ¿Por eso huiste? —ella asintió, mientras la cabeza le daba muchas vueltas. —¿Te sientes mal? —preguntó Fernando. Apenas lo preguntó, Constanza recostó su cabeza y se durmió recostada en su pecho. Fernando pasó gruesa saliva por su garganta al sentir una extraña sensación en su pecho. Observándole fijamente el rostro, sintió unas ganas profundas de probar esos labios. No sabía por qué aquella mujer que apenas conocía le estaba provocando sensaciones extrañas. Soltando un suspiro, la levantó en los brazos, salió de la discoteca y se dirigió al camarote. La colocó en la cama y la abrigó. Se quedó un momento contemplando el perfecto rostro de Constanza, para luego darse una ducha y meterse bajo las sábanas de su cama. Cuando intentaba dormir, el recuerdo de Dania se le vino a la mente.
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