El hombre al que siempre he amado en secreto

2016 Words
Antonella La calurosa brisa de Bucaramanga me acaricia mientras espero en el hangar privado del aeropuerto. Es una tarde soleada, como cualquier otra en esta parte de Colombia que he llegado a llamar hogar. Mi mirada se pierde en el horizonte mientras anticipo la llegada de mi familia paterna, una familia a la que, si bien solo veo una o dos veces al año, siempre está en mi corazón. Mis pensamientos me llevan atrás en el tiempo, a aquellos recuerdos infantiles que apenas puedo sostener en mi mente. Nací en Italia, en el seno de la familia Mancini, la familia más poderosa del país, pero mi infancia en Italia fue efímera, una vaga nebulosa de caras y lugares que apenas logro recordar. Mi padre, Massimo Mancini, fue el más grande capo que tuvo la mafia italiana en toda su historia, pero fue traicionado por su familia materna, los Saboya, y forzado a huir del país. Yo tenía apenas tres años cuando abandonamos Italia, por lo cual mis recuerdos de mi infancia en mi país de origen prácticamente son nulos. Mi hogar, mi vida, están aquí en Colombia. Mi pasaporte es colombiano. Mi acento es de la provincia de Santander. Como arepa todos los días. Seco mi ropa interior y mis medias detrás del refrigerador. Le echo queso al chocolate caliente. Le echo miel al pollo. ¿Más colombiana pa’ dónde? Mi madrastra, Martha, una colombiana con la que mi padre se casó poco después de llegar a este país, ha sido mi madre de facto desde entonces; la amo como a una madre de sangre, y ella me ha criado en este hogar colombiano-italiano que hemos construido. En cada arepa que me prepara, en cada canción vallenata que canta en la cocina, encuentro un pedazo de mi identidad. Me siento más colombiana que italiana, y eso es algo que siempre me ha costado explicar a quienes me preguntan por mis orígenes, ya que, por el rostro que tengo, claramente no parezco latinoamericana. Y mientras reflexiono sobre mi vida y mis raíces, escucho el zumbido de un avión acercándose. Mi corazón late con fuerza en anticipación. Desde que Luciano fue coronado como rey de Italia y buena parte de la familia Mancini regresó con él a nuestro país de origen, solo los veo una o dos veces al año, y en esta ocasión, ellos están aquí para celebrar la navidad. A medida que el avión aterriza y las escaleras se despliegan, me preparo para dar la bienvenida a mis hermanos junto a sus respectivas parejas e hijos. Mi familia está dividida entre dos continentes y dos mundos, y mi papel en él todavía está por descubrirse. Mientras espero, mis ojos se fijan en la escotilla del avión que se abre lentamente. Mi corazón late con la expectativa, buscando desesperadamente el rostro de cierto chico con rasgos indígenas entre los pasajeros que descienden. Estoy segura de que él vendrá; nunca se pierde las fiestas decembrinas en familia, y la única razón por la que me encuentro aquí en el aeropuerto, es por él. Primero descienden del avión mi hermano Vicenzo y su esposa Marcela, junto a sus dos hijas mellizas, Luciana y Melanie. Tras de ellos, bajan mi hermano Luciano y su esposo Carlos, los reyes de Italia, junto a sus hijos, Donatello, Carla y Salomé, y por un momento me llego a emocionar, ya que junto a ellos debería venir su hijo mayor, Edahi, pero al ver que detrás de ellos aparecen mis otros hermanos, Gianluigi y Lorenzo, y seguido a eso se cierran las puertas del avión, una oleada de tristeza me invade. La decepción me hace sentir un nudo en la garganta. He esperado este momento durante todo el año, imaginando su sonrisa, su mirada cálida y su abrazo reconfortante, pero, en lugar de eso, me encuentro con un vacío que me hiela el alma. —¿Dónde estás, Edahi? —murmuro en voz baja, como si las palabras pudieran convocarlo a mi lado. Mis ojos vuelven a buscar ansiosamente en la multitud de Mancinis, pero no hay señales de él. Me doy cuenta de que esta reunión significa mucho para mí. Mi vida en Colombia ha estado llena de amor y apoyo por parte de mis padres, pero hay una parte de mi corazón que sigue anhelando la conexión con mi herencia italiana. Mis hermanos representan ese vínculo, una conexión con Italia y mis raíces, pero, aun así...hace falta Edahi. La tristeza que siento se mezcla con la confusión. ¿Por qué Edahi no ha venido? ¿Algo ha salido mal? Las preguntas se arremolinan en mi mente, y no puedo evitar sentir que algo importante se escapa entre mis dedos. Mientras observo a mi familia acercarse a mí, una sensación de pérdida me invade. Esta reunión con los Mancini es una oportunidad para unir los dos mundos que habitan en mí, y la ausencia de Edahi deja un vacío en ese delicado equilibrio. Las lágrimas amenazan con empañar mis ojos, pero me obligo a mantener la compostura. Tengo que descubrir por qué Edahi no está aquí. A pesar de que Edahi y yo no compartimos la misma sangre, todos en la familia lo amamos como si realmente fuera un Mancini. Edahi fue el hijo que Carlos, el esposo de Luciano, tuvo con una cacique indígena antes de resultar ennoviado con mi hermano, así que Luciano lo adoptó, y lo ha amado como si fuera su hijo biológico. Mi hermano ama tanto a ese chico, que lo nombró como su heredero al trono, prefiriéndolo incluso por encima de Donatello, el que sí es su hijo de sangre. Es un lazo que va más allá de la sangre. Todos lo amamos y respetamos como a un Mancini, y yo no soy la excepción. Entre los buenos recuerdos que tengo de mi infancia, está Edahi, el niño que siempre me cuidaba y jugaba conmigo. A pesar de que él tenía cuatro años más que yo, nuestra amistad era sólida como el granito, y su partida hacia Italia cuando yo tenía nueve años dejó una marca en mi corazón. Sentí que Edahi me abandonó. Él era mi mejor amigo, mi confidente, mi protector, mi héroe, mi todo..., y que se fuera así de mi vida, ha sido una frustración constante durante ocho años. Solo puedo verlo una o dos veces al año, y cada despedida es un tormento silencioso. —¡Eh! ¡Hermanita! —exclama Gianluigi, siendo el primero en correr a saludarme. Él llega a mí y me rodea con su abrazo cálido y familiar, para luego alzarme en volandas y dar varias vueltas, logrando sacarme una carcajada. Gianluigi es uno de los gemelos que mi padre tuvo antes de tenerme a mí y definitivamente cerrar la fábrica de hijos. Entre mis cinco hermanos, Luigi siempre ha sido al que más le he tenido confianza. Sin embargo, él también me dejó hace unos años. Se fue a Italia apenas cumplió dieciocho para perseguir su sueño de convertirse en futbolista profesional, y lo logró con creces. Ahora es una figura destacada en el AS Roma y el capitán de la Selección de Italia. Su éxito es un motivo de orgullo, pero al mismo tiempo, me ha dejado con un sentimiento de abandono. —No sabes cuánto te he extrañado, Gioconda —me dice Luigi, refiriéndose a mi segundo nombre, ese que no me gusta de a mucho. A mi papá se le zafó un tornillo cuando era joven, así que, aparte de que tuvo a todo un ejército de hijos, a todos nos puso nombres extravagantes, y a mí...a mí me bautizó como Antonella Gioconda. Cada vez que alguien me llama por mi segundo nombre, mi mente viaja al origen de ese nombre, un legado familiar; una historia que me conecta con una hermosa mujer del pasado cuya belleza cautivó a un genio del arte. La famosa Gioconda, mejor conocida como la Mona Lisa, era nada más y nada menos que una Mancini. Se decía que su belleza era casi irreal, y Leonardo da Vinci, el genio detrás del icónico retrato, cayó profundamente enamorado de ella, y en su deseo de preservar su misterio y su belleza ante el mundo, da Vinci retrató a la Gioconda de una manera que dista mucho de cómo era en realidad. Esa historia, que he oído innumerables veces en mi familia, me llena de orgullo y misterio. Saber que una Mancini fue la musa de uno de los artistas más grandes de todos los tiempos me conecta de alguna manera con mis raíces, aunque siempre he sentido que vivo a la sombra de todos los Mancini, pero eso cambiará dentro de unos años porque...porque seré la próxima líder de la mafia italiana. —Yo te he extrañado aún más a ti —le digo a Luigi, y después miro a mis otros hermanos —. A todos los he extrañado mucho. —Oh, pero si cada vez que te veo, estás más hermosa —me dice Luciano, dándome un fuerte abrazo —. Mi pequeñita. Aunque ya casi cumpliré diecinueve, siempre seré la pequeñita. A mi papá se le dio por tenerme cuando ya tenía casi 50 años, así que mis hermanos Luciano, Vicenzo y Santino ya eran veinteañeros cuando nací y, por ende, siempre me verán como a una niña, mientras que Luigi y Lorenzo, que me llevan apenas siete años de diferencia, parecen ser los únicos conscientes de que ya he crecido. Mientras me termino de saludar con mis hermanos, cruzo una rápida mirada con mi sobrino Donatello, que ya está cerca de cumplir los quince años, pero parece de más. No pasa desapercibido su evidente expresión de fastidio al verme. Donatello no me quiere, ¿razón? Él quiere ser líder La Capitalena, la mafia de nuestra familia, pero Massimo, mi padre, tomó la decisión que lo dejó con un resentimiento ardiente: yo seré La Madrina. La primera mujer en liderar a la mafia italiana. La elección de mi padre fue una sorpresa para todos, y especialmente para Donatello, quien se supone es el legítimo heredero de la mafia por ser el único hijo biológico de Luciano, y a pesar de que somos familia, Doti me ve como la intrusa; la que ha robado su destino. Su mirada de fastidio, tan obvia en este momento, me recuerda la complejidad de las dinámicas familiares. La tensión entre nosotros es palpable, pero yo estoy decidida a ganarme su respeto y, con el tiempo, su aceptación. La responsabilidad que papá ha depositado en mí es un peso que llevaré con honor en un futuro, a pesar de las tensiones familiares que puedan surgir. —¿Y Edahi? —le pregunto a Luciano. —Oh, no tarda en llegar —responde mi hermano mayor, mirando la hora en su Rolex —. No quiso viajar en un avión normal. Ya sabes..., ahora como es subteniente de la fuerza aérea, prefiere los aviones de caza. Debería estar llegando en tres, dos... Un estruendo atronador rompe el aire; un rugido de potencia y velocidad que hace que mi corazón lata aún más rápido. Mis ojos se dirigieron al cielo, y lo que veo me deja sin aliento. Un alucinante avión con la insignia de la Fuerza Aérea italiana aterriza en el aeropuerto, pero lo que me hace contener el aliento no es el avión en sí, sino la figura que emerge de él. Un hombre gigante, de dos metros de estatura, se desliza con agilidad desde la cápsula del avión, y cuando se quita el casco, mi corazón da un vuelco. Ante mis ojos se encuentra Edahi, más apuesto y valiente que nunca. Sus rasgos indígenas destacan en su hermoso rostro, y su cabello castaño ondea al viento mientras se acerca. Un suspiro de alivio y alegría escapa de mis labios, y mi corazón late con una mezcla de emoción y alivio. La distancia y el tiempo que han amenazado con separarnos se desvanecen en este momento, y solo existe él, el hombre que...el hombre al que siempre he amado en secreto.
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