—¡María del Lourdes!
El gran estruendo de la voz gruesa y áspera de una de las encargadas de la cocina de aquel orfanato retumbó en las paredes de aquella habitación.
La pequeña, de largo cabello claro, ojos vivaces y verdes, piel trigueña, se hallaba escondida bajo la mesa, se había comido gran parte del pie de manzana que había preparado ese día para recibir al obispo.
—¿En dónde estás engendro del demonio? —vociferaba la mujer, era regordeta, tenía voz de sargento, decían los niños, inspiraba más miedo en los pequeños que la propia hermana superiora.
Cada paso que la mujer daba con sus gruesas piernas hacía rechinar el piso de aquella cocina. Lulú como solían decirle de cariño a la pequeña, se aferró a las patas de la mesa, pensó que el piso se abriría y la tragaría. El corazón de la niña retumbaba con la misma violencia que el entablado.
«Virgencita no hice nada malo, tenía mucha hambre y ese dulce me encanta, por favor ayúdame»
Suplicaba en la mente, cerró sus ojitos orando.
De pronto la mujer vio esos pequeños deditos sosteniéndose de la madera, ladeó los labios en una sonrisa maliciosa, se acercó con cuidado, descubrió el mantel de plástico y encontró a la pequeña ladrona.
—¡Te atrapé!
La pequeña sintió que todos los vellos de su piel se erizaron. Miró a la regordeta mujer con expresión de terror.
—¡No me haga nada malo! —suplicó, apenas tenía seis años la chiquilla, pero era la más traviesa, y también bastante rebelde, y respondona, no se quedaba callada, pero ese día estaba asustada, jamás había sido descubierta por Rigoberta, quien era prácticamente la dueña de la cocina.
La mujer la sacó debajo de la mesa con todas sus fuerzas.
—¡Mis bracitos! —chilló Lulú. Rigoberta detestaba a los niños, y no tenía consideración con ninguno.
—Ven, acá engendro del demonio, eso es lo que eres. ¿Cómo se te ocurrió comerte el pie de manzana que era para el señor obispo? —rugió con esa áspera voz. —Te voy a llevar donde la hermana superiora y ojalá te dé un castigo severo, te encierre en una celda, sin agua ni comida. —Sonrió para su interior, solía atemorizar a los niños con esas cosas, o contándoles historias de cuando ella trabajó de cocinera en una prisión.
Pero Lulú a pesar del temor, no se iba a quedar callada, nunca lo hacía.
—¡No me importa! ¡Aquí no hay celdas de castigo!
Rigoberta soltó una carcajada siniestra.
—¿Eso crees niñita ilusa? ¿Sabes que aquí hay un sótano? —Lulú asintió—, bueno, en ese lugar es donde encerramos a los que se portan mal, y algunos no salen vivos, ahí hay unas ratas enormes que se los comen.
—¡No es cierto! —Lulú tembló, si tuvo temor, pero se defendió como pudo. —¡Eres una mentirosa! ¡Mentir es pecado!
—¡Y robar también es pecado! —vociferó iracunda la mujer, detestaba que los niños le contestaran de ese modo, pero Lulú, a pesar de su corta edad, era irreverente. —¡Seguramente por como eres es que tu mamá jamás te quiso y te abandonó desde que naciste!
Eso último que la mujer mencionó, llenó de lágrimas los ojitos de María del Lourdes, sus labios temblaron.
—¡Cállate! ¡No es verdad! ¡Mi mamá se murió, por eso me dejaron aquí!
Rigoberta carcajeó, una y otra vez, al ver como gruesas lágrimas rodaban por el rostro lleno de dulce de la niña, disfrutaba al hacer llorar a los niños. Se aprovechó de su vulnerabilidad para arrastrar a Lulú y llevarla al despacho de la superiora.
Lulú le daba pelea, pero la mujer era más grande, salieron de la antigua casona, para cruzar el empedrado del jardín.
Lulú se sentía desesperada, entonces miró que en ese momento, estaban sacando las bolsas de basura, el portón principal estaba abierto.
«¡Escápate Lulú!», se dijo así misma.
****
La hermana María Caridad, observaba por las ventanas el paisaje que se mostraba ante sus ojos, inhaló profundo, maravillada por la mágica creación de Dios, claro que con la ayuda del hombre, la carretera era buena, y el autobús iba a la velocidad adecuada.
En una de las estaciones el vehículo se detuvo, y varios pasajeros subieron. Una joven embarazada subió, la muchacha tenía un prominente vientre, buscó donde sentarse, y miró un asiento desocupado junto a la religiosa.
—Madre, ¿puedo sentarme a su lado?
Giovanna giró su rostro, la miró, tragó saliva, asintió. La chica traía un bolso, así que la religiosa se puso de pie, la ayudó a colocar en el compartimiento de arriba.
—Gracias, madre, voy a casa de mis papás, mi bebé nacerá en un mes y medio.
Giovanna se aclaró la garganta, la palabra “madre” le causaba muchas sensaciones, todas se resumían en remordimiento.
—No soy madre, soy la hermana María Caridad.
—Disculpe, hermana.
—Tranquila, me alegro de que tu bebé vaya a nacer.
La chica inhaló un gran suspiro, acarició su vientre.
—Pensé en no tenerlo, sabe, me enamoré de un mal hombre. —Apretó los labios—, disculpe, usted no debe conocer de estas cosas, es afortunada al ser religiosa, así no le rompen el corazón, ni la dejan embarazada y no se hacen cargo de la criatura.
Giovanna sintió un estremecimiento en todo el cuerpo, mucha gente no sabía que en ocasiones detrás de un hábito había una historia de dolor, claro, en la mayoría los religiosos lo hacían por vocación, pero en el caso de ella, fue más por sanar sus culpas.
—Tranquila.
La religiosa hablaba poco, y se le notaba incómoda.
—No quiero aburrirla con mis cosas, en fin el padre de la criatura me engañó, es un hombre casado, y cuando le avisé, no quiso saber nada del bebé, me propuso abortar. —Inclinó la cabeza—, no me vaya a juzgar, pensé en hacerlo.
Giovanna rascó su frente, tragó saliva, sentía la garganta seca, bebió agua de una botella.
—No soy nadie para juzgar, lo importante es que no lo hiciste.
—Claro que no, le agarré cariño a mi bebé. —Acarició su vientre. —¿Quién no podría amar a su hijo?
Giovanna soltó un jadeo.
«Señor, ¿por qué me haces esto?» ¡Ya he pagado con penitencia y oraciones mi culpa! ¡Ya me he arrepentido de no querer a mi hijo! ¿Qué pretendes poniendo a prueba?»
En su mente hablaba con Dios, miró a la chica, quizás tenía unos veinte o veintidós años.
—Eres una chica valiente, no debe ser fácil ser madre soltera.
La muchacha encogió sus hombros.
—¡No me importa lo que diga la gente! —rebatió—, sé que no será fácil, pero sacaré adelante a mi hijo, es quien me da fuerzas para luchar.
—Comprendo. —Ladeó los labios.
«¿Por qué fui tan cobarde?» Se reprochó en la mente. «¡Todo fue culpa de ese demonio!»
Su mente rememoró el instante en el cual, lo conoció, años atrás, en esa fiesta en la hacienda Rossi.
(***)
«Porque se oye el din dun de tu corazón y el mío. Porque ellos se unen cuando canta, cuando están contentos, cuando tienen frío. La cumbia del amor, la cumbia del amor…»
Rodrigo Armendáris canturreaba ese contagioso ritmo de cumbia, mientras caminaba bailando y buscando a su prima Marypaz, de pronto apareció ante sus ojos Giovanna, y sin conocerla la agarró y se puso a danzar con ella.
—Oiga —reclamó la chica. —¡Suélteme! —Ella no tenía ni idea de cómo se bailaba aquel pegajoso ritmo, y aquel atractivo hombre, la hacía dar vueltas como una marioneta, y la agarraba de la cintura, rozando sus caderas con las de ella.
Giovanna sintió un corrientazo, lo miró a los ojos, y quedó prendada de esa mirada brillante y seductora, pero él, no era hombre de compromisos, como le gustaba una chica hoy, le encantaba otra mañana, era demasiado joven para tener algo formal, y su meta más importante era su carrera, pero a pesar de su corta edad, era un seductor.
Cuando se cansó de bailar con ella, le estampó un beso en los labios.
—Gracias por el baile. —Se retiró como si nada hubiera pasado.
Giovanna Rossi parpadeó, se recargó en una silla, porque las piernas le fallaron, no supo como reaccionar, pensó en que debió abofetearlo por atrevido, pero había caído presa de su encanto, sentía su cuerpo caliente.
«Me besó» pensó cuando reaccionó. «¿Quién eres? ¿Por qué siento calor? ¡Aléjense de mí, malos pensamientos!»
(***)
—¡No! —exclamó, volvió al presente, la muchacha a su lado se sobresaltó.
—¿Se encuentra bien, hermana?
La religiosa bebió de la botella con agua hasta el fondo.
—Sí, solo…—no podía mentir—, recordé un evento traumático en mi vida.
Giovanna con las manos temblorosas agarró su rosario, se puso a orar, no podía pensar en él, ni recordar el sabor de sus besos, ni el aroma seductor que desprendía su cuerpo, por dos razones importantes, su voto de castidad, y su estabilidad emocional.
***
Rodrigo se adelantó a su equipo de trabajo, quería investigar antes a qué clase de convento le habían enviado sus odiosos primos, y como siempre hacía lo que le daba la gana, en vez de irse en avión hasta Valencia y rentar un auto, prefirió ir en su convertible.
Estaba por llegar a Requena, había salido desde temprano, casi todo el camino iba en silencio disfrutando de esa paz, pero la verdad no le agradaba, así que encendió el reproductor de música, y el playlist que salió fue de música antigua.
—Eso me pasa por prestarle mi auto a mi papá, me cambia mi música —refunfuñó.
«La chica de humo by Emmanuel» empezó a sonar, y él empezó a juguetear con los dedos en el volante del auto.
A pesar de eso empezó a cantar a todo pulmón.
—Y yo qué sé, dónde va, dónde vive. Y todo está mal. Y siempre es igual. Y yo qué sé, que no soy detective. La paso fatal. Mi chica de humo. Mi chica de humo…
Iba canturreando y bailando, bajó un poco la velocidad porque ya había llegado a la ciudad, y mientras llegaba al orfanato, un pequeño bulto se atravesó en su camino.
Las llantas del auto de Rodrigo chillaron, frenó de golpe. Se quedó pálido, sin saber cómo reaccionar, solo miró a la mujer regordeta y a varias religiosas, cubrirse con las manos el rostro.
—No, no, esto no me puede estar pasando a mí.
Bajó con rapidez, y miró en el piso una pequeña niña, la chiquilla sollozaba agarrada su pierna.
—¡Lo que me faltaba! —exclamó, al menos pudo recobrar el aliento al ver que la niña no estaba inconsciente, entonces se inclinó. —¿Estás bien?
La pequeña negó, y luego alzó su cabecita, miró los azules ojos de aquel hombre, se reflejó en ellos, clavó su verdosa mirada llena de miedo y dolor en el hombre.
Rodrigo contempló a la niña, sintió un extraño pinchazo en el corazón, ese dulce rostro le era familiar, pero era demasiado despistado en esas cosas para saber a quién se parecía esa chiquilla, quien en ese momento era una perfecta desconocida para él; sin embargo, esa mirada llena de tristeza y terror conmovieron su alma desconociendo los motivos.