El paisaje se desplaza lentamente más allá de la ventana de la camioneta mientras nos alejamos del tranquilo pueblo en el que he pasado los últimos años de mi vida. Las calles adoquinadas y las casas pintorescas pronto dan paso a la vasta extensión de campos y bosques que caracterizan el paisaje rural de Dinamarca.
El viaje hacia el palacio real es largo, casi interminable, con el sonido monótono del motor de la camioneta y el susurro de las ruedas sobre el pavimento como la única compañía en el interior del vehículo. Dos horas de camino se extienden ante mí, ofreciéndome tiempo para reflexionar sobre los eventos que han llevado a mi repentina partida del convento y mi regreso al mundo exterior.
La radio en la camioneta murmura en segundo plano, y mis pensamientos se dispersan mientras escucho las noticias del día. La voz del locutor anuncia la muerte de la reina de Inglaterra, la reina Victoria II, una figura venerada y respetada en la historia de la monarquía británica. Su reinado, que se extendió por décadas, marcó una era de estabilidad y prosperidad para el Reino Unido y el mundo. Fue la monarca que más tiempo duró reinando. Duró cincuenta años en el trono, ya que fue coronada teniendo casi la misma edad de mi primo Alfred.
Pero ahora, con su fallecimiento, el foco se centra en su sucesor, el príncipe Carlos Arturo, un hombre de treinta y cinco años que hasta ahora ha evitado el matrimonio, una situación que preocupa al pueblo y a los líderes políticos por igual. La falta de un heredero y la incertidumbre sobre el futuro de la monarquía británica alimentan los rumores y las especulaciones en todo el país.
Mientras escucho las noticias con atención, no puedo evitar sentir una punzada de curiosidad y preocupación por el destino de Reino Unido y su nuevo rey. ¿Qué clase de hombre es Carlos Arturo? ¿Cómo afectará su ascenso al trono el futuro de Inglaterra y del mundo en general?
Eso no me debería de interesar. Soy duquesa de Dinamarca, no de Inglaterra.
Pero, aun así, me parece una coincidencia que justo cuando ha fallecido la reina de Inglaterra, mi familia se ha vuelto a interesar en mí y ha permitido que regrese al palacio.
—¿Por qué mi familia me mandó a buscar después de tantos años? —le pregunto a Oskan.
Oskan y yo solíamos ser cercanos antes. Él prácticamente me vio nacer. Trabaja en el palacio desde hace treinta años. Recuerdo que estuvo presente en cada uno de mis cumpleaños, antes de que...antes de que ocurriera esa tragedia en la que no volví a saber qué era celebrar un cumpleaños.
Apenas fallecieron mis padres, mi tía no se preocupó por celebrarme mis cumpleaños. Total, no tenía tiempo para eso. Ella se dedicó de lleno a su papel de reina regente, y no le dedicó tiempo ni a su propio hijo. Tal vez esa fue su manera de llevar el duelo por la pérdida de su esposo.
—Su majestad el rey Alfred quiso buscarla desde mucho antes, pero la reina madre insistía en que usted...—suelta un suspiro, tal vez por lo avergonzado que debe estar por él tampoco haber hecho nada por sacarme de mi jaula —que usted estaba loca.
¿Loca? ¿Eso fue lo que mi tía les hizo creer a todos? ¿Que yo quedé loca tras la muerte de mis padres y que por eso me encerré en un convento? Oh, por Dios. Más bien la loca es ella.
—Duré encerrada diez años, Oskan —me aguanto las ganas de llorar —. Tú podrías haberme buscado. Mi madre..., ella te apreciaba.
—Cuando vea el tipo de persona en que se convirtió la reina madre, podrá entender, mi apreciada duquesa, porque nadie se atrevió a cuestionar sus órdenes.
Enarco una ceja. Por supuesto que sé que mi tía es...una arpía, pero no sé si acaso se haya transformado en algo mucho peor con el pasar de los años.
—Se me había olvidado incluso cómo eran las calles de la capital —comento, mientras veo cómo han cambiado las cosas desde que me enclaustraron. Ahora todo es más moderno.
—Lo siento mucho, duquesa —se disculpa Oskan, con una evidente cara de arrepentimiento, pero apoyo una mano sobre su hombro para darle a entender que no le guardo ningún rencor —. La reina madre..., ella nos tenía engañados a todos, incluyendo al pueblo —me da su celular —. Busque su nombre en Google.
Mis dedos se mueven torpemente sobre la pantalla táctil del dispositivo. Antes de que me enviaran al convento, los smartphones apenas estaban saliendo al mercado, así que nunca he tenido uno, por lo tanto, el internet es un mundo desconocido para mí, un laberinto de datos y conexiones que apenas puedo comprender.
Después de algunos intentos fallidos, logro escribir mi nombre en el buscador y presionar la tecla de búsqueda. Un mar de resultados aparece ante mí, cientos de artículos que hablan sobre mí y mi supuesta reclusión en una clínica psiquiátrica.
Mi corazón se detiene por un momento mientras leo los titulares con incredulidad. "Duquesa Amelia Hansen internada en una clínica psiquiátrica por trauma dejado por la muerte de sus padres", "El oscuro secreto de la Duquesa, ¿Sufre de demencia?". Son solo algunos de los muchos artículos que detallan la mentira que mi tía ha tejido a mi alrededor.
Una oleada de rabia y frustración me invade mientras absorbo la magnitud de la traición de mi tía. Ella me envió al convento, lejos de los ojos del mundo, para ser la única protagonista de la realeza danesa junto con su hijo, y de paso quedarse con los bienes que yo heredé de mis padres. Me condenó a una vida de soledad y sufrimiento, mientras ella tejía su red de mentiras y manipulaciones para proteger su posición en la sociedad.
La verdad es como un rayo de luz que atraviesa las sombras de la mentira, iluminando los oscuros rincones de mi alma con una claridad deslumbrante. Ahora veo a mi tía por lo que realmente es: una mujer cruel y despiadada que no dudaría en sacrificar la felicidad y el bienestar de su propia sobrina en aras de su propio beneficio.
Total, yo ni siquiera soy su sobrina. Ella es la esposa de mi tío. Realmente ella no es familia mía; yo me quedé sin familia en el momento en que mis padres murieron.
—La reina madre convenció a un psiquiatra de que diera un dictamen que la declaraba a usted como incapaz para decidir sobre sí misma y sobre sus bienes, así que un juez le dio la tutela legal sobre usted y su patrimonio, duquesa —explica Oskan, y siento un nudo en mi estomago —. Ella vendió todos los bienes que usted tenía, para darse una vida de lujos junto a sus amantes.
Las palabras de Oskan golpean mi corazón como un martillo, dejándome aturdida y conmocionada. La reina madre, teniendo la tutela sobre mí, vendió todos los bienes que había heredado de mis padres para financiar su propia vida de lujo y pecado. Una sensación de náuseas se apodera de mí mientras absorbo la enormidad de su traición.
Es difícil de creer, casi incomprensible. Mi tía, que debería haber sido mi protectora y guardiana de la herencia de mi familia, la ha malgastado en una orgía de excesos y placeres frívolos. Todo por lo que la familia Hansen trabajó durante siglos, todo lo que representaba nuestra nobleza y nuestro legado, ha sido sacrificado en el altar de la codicia y la depravación.
Una ola de impotencia y desesperación me inunda mientras me doy cuenta de la magnitud de mi pérdida. Podría demandar a mi tía por el daño que me ha hecho, exigir justicia, pero sé que eso sería en vano. No tengo dinero para pagar un abogado, ni recursos para enfrentarla en un tribunal. El peso de la realidad se cierne sobre mis hombros, aplastándome con su cruel inevitabilidad.
En estos momentos, soy pobre. Sin hogar, sin familia, sin fortuna. Todo lo que alguna vez tuve ha sido arrebatado de mí, dejándome con nada más que mis propias fuerzas y mi determinación para seguir adelante.
Pero a pesar del dolor y la desesperación que siento en este momento, también hay una chispa de determinación en mi interior, porque sé que la verdadera riqueza no se mide en posesiones materiales, sino en el valor y la dignidad de nuestro carácter. Y aunque mi tía pueda haberme quitado todo lo que tenía, nunca podrá arrebatarme mi fuerza interior ni mi voluntad de luchar por lo que es justo y verdadero.
Con el corazón lleno de determinación, me enfrento al futuro con valentía y esperanza. Porque sé que incluso en los momentos más oscuros, hay una luz que brilla en algún lugar, esperando ser descubierta. Y estoy decidida a encontrarla, cueste lo que cueste.
El palacio se levanta majestuoso frente a mí, sus altas torres y elegantes columnas resonando con la grandeza de siglos pasados. A pesar del tiempo transcurrido, el lugar sigue siendo tan imponente como lo recordaba, un recordatorio de la grandeza y la gloria de la familia real de Dinamarca.
Oskan me ayuda a bajar de la camioneta, su presencia reconfortante a mi lado mientras subimos las escaleras que conducen a las grandes puertas del palacio. Mi corazón late con fuerza en mi pecho, lleno de emoción y ansiedad por lo que me espera al otro lado.
Las puertas se abren lentamente ante nosotros, revelando el interior del palacio iluminado por la luz de las modernas lámparas. Y allí, de pie en el umbral, está mi tía, la reina madre, con su aspecto imponente y su mirada penetrante.
Vestida con elegancia a pesar de la hora avanzada de la noche, su cabello teñido y sus uñas acrílicas resplandecen con el reflejo la luz. Una sonrisa adorna sus labios, pero puedo ver la frialdad en sus ojos mientras me mira con una expresión que intenta ser acogedora pero que sé que es completamente falsa.
Las emociones se agitan dentro de mí mientras me acerco a ella, mi corazón dividido entre el deseo de abrazarla y la sensación de traición que todavía late en mi pecho, pero mantengo mi compostura, manteniendo mi mirada firme mientras me preparo para enfrentar lo que sea que venga a continuación.
—Amelia, querida...¡cuánto tiempo! —me saluda ella con un fuerte abrazo —. Me es grato verte en perfectas condiciones y saber que ya te has recuperado del mal que te aquejaba.
Enarco una ceja. ¿El mal que me aquejaba? Creo que se refiere a mi supuesta enfermedad mental. Enfermedad que ella se inventó, y que ahora quiere hacerme creer que en efecto la sufrí.
Por un momento, tengo deseos de confrontarla. Gritarle que ella es la que está loca y que el daño que me hizo no tiene perdón, pero soy una sierva de Dios. No puedo dejarme llevar por mis emociones.
—Sí, estoy muy bien, tía —decido seguirle la corriente, ya que hay algo en mi subconsciente que me dice que lo mejor es poner la otra mejilla, así como lo hizo nuestro Señor Jesucristo cuando lo acusaron injustamente —. La medicina de Dios siempre será el remedio para todos los males.
—Me alegra oír eso —su sonrisa es como la del gato rizón. Sé que me ha llamado con un propósito, y que no es algo que precisamente vaya a ser para mi beneficio —. Eso significa que estás en perfectas condiciones para casarte con el rey de Inglaterra.
Esperen...¡¿Queeé?!