El día de mi boda amanece con un aura de tristeza que parece empañar incluso el resplandor del sol. Mientras me visten con el sencillo vestido de novia, una mezcla de emociones turbulentas se agita en lo más profundo de mi ser. La tela blanca se desliza sobre mi piel, pero no logra ocultar el peso que siento en el corazón. Mi vestido, aunque elegante, carece de la pompa y el esplendor que se esperaría en una boda real, pero esa ha sido la elección de la familia Spencer: una ceremonia discreta, sin anuncios públicos para evitar aglomeraciones en las calles de Londres. Me encuentro sola en la habitación, excepto por la compañía de Sarah, quien me ayuda a vestirme, mientras me mira por el espejo con el pésame notándosele en los ojos. —Mi familia no ha venido, ¿verdad? —le pregunto. Co