Capítulo 4

2543 Words
IRIS He experimentado el dolor en múltiples ocasiones. Con el tiempo he aprendido que es más que un sentimiento, una sensación, un estado. Es lo único capaz de hundirte lo suficiente como para hacerte sentir que no hay salida. Miles de cuchillos me rasgan el corazón, machacan mis pulmones y golpean mi cuerpo sin piedad. Como si estuvieran matándome desde dentro. El dolor es una jaula de cristal, un espejismo sin escapatoria. Hace frío. La calefacción nunca ha sido necesaria pero en noches como esta creo que mamá debería invertir en ese cacharro. La pobre se pasa los días trabajando para que no me falte de nada y cuando llega a casa está tan agotada que no puede hacer otra cosa que dormir un par de horas hasta que llegue el huracán a destrozarlo todo. Porque el huracán siempre llega, papá siempre vuelve. Ojalá no lo hiciera. Tenemos hasta las diez para descansar un poco y prepararnos mentalmente para lo que va a suceder una noche más. Espero que hoy venga de buen humor, cada vez se me hace más difícil mantenerme callada mientras escucho sus golpes y gritos. El viento se cuela por las rendijas de las ventanas, las cortinas danzan ligeramente y el ambiente es tan lúgubre que asusta. No obstante, la película que estoy viendo consigue captar toda mi atención. Los párpados comienzan a pesarme y el silbido del viento se silencia poco a poco. El sonido de la vajilla chocando contra la pared de ladrillo de la cocina hace que salga de mi sueño profundo, pero mi cuerpo sigue tan adormilado que soy incapaz de ponerme alerta. —¿¡Dónde coño está mi puta comida!? —grita una voz conocida. Cuando quiero darme cuenta estoy volando por encima de la mesa del salón. Ruedo por el suelo hasta que el duro ladrillo de la pared me detiene. El golpe que recibo en la cabeza hace que me cueste procesar lo que está sucediendo, segundos que aprovecha para abofetearme. Lo hace tan fuerte que la sangre comienza a brotar de mi labio. Las lágrimas ruedan por mis mejillas. Esto no puede estar pasando. Mamá corre escaleras abajo y mira horrorizada la escena. El color desaparece de su rostro y sus manos comienzan a temblar mientras llora desconsolada. Supongo que acaba de entender que no es tan fácil ver cómo golpean a un ser querido y mirar impotente. Es entonces cuando, el monstruo que consideraba un padre, entiende que es a mí a quien ha golpeado. Mas, en lugar de ver arrepentimiento en sus ojos, lo único que irradian es cólera con una chispa de ligera diversión. Sonríe y se acerca a ella para seguir con su descarga de furia infundada. Yo me quedo ahí, abrazada a mis rodillas, temblando de miedo mientras presiono el corte profundo que me ha hecho la esquina de la mesa en el brazo. Cierro los ojos con fuerza, intentando deshacerme de los recuerdos candentes. Esa fue la noche que dejé de considerar a Cristian un padre; el momento exacto en el que descubrí que los monstruos caminan entre nosotros. No solo me había lanzado como a una muñeca de trapo y golpeado. Me había cosificado y reducido a la nada. Él nunca buscó una familia, una esposa e hijos a los que transmitirle todo su amor. En su retorcida mente lo único que cabía era un saco de boxeo humano y espectadores aterrorizados dispuestos a callar para salvar la vida de su madre. Debería haber acabado con él antes, debería habernos salvado a todos. Una lágrima escapa de mis ojos cuando vuelvo a abrirlos. Guardo la camiseta de Ian en la pequeña caja de madera blanca, meto el primer zapato de Penélope, el avión de papel que me regaló Kai y el collar de perlas que le rompí a mamá cuando era pequeña. Estoy a punto de desterrar ese baúl de los recuerdos al fondo de mi armario para ir a recoger a mi hermana cuando un folio se desliza desde el estante superior. Un dibujo de Penélope. Cojo el papel y lo observo con curiosidad. No recordaba haberlo dejado aquí, guardo todos los dibujos en la misma carpeta. Sus obras de arte suelen ser bastante coloridas, por lo que el árbol monocromático que se extiende hasta los límites de la hoja llama mi atención, pero no tanto como la dedicatoria del final. Para Zeus. Un par de grietas nuevas aparecen en mi bomba cardíaca. Es el dibujo que me pidió que le diera cuando nos fuimos a la nieve. Río furiosa. Doblo el papel y lo guardo en el baúl antes de tirarlo dentro del armario, ponerme en pie y salir de casa. No puedo volver atrás, con el tiempo tiene que doler menos, no más. La primera noche fue la peor. Me quedé dormida en el frío suelo de cemento del sótano sobre la sangre que goteaba de mis heridas abiertas y corazón destrozado. Las lágrimas empaparon mi cara hasta que el cansancio ganó la batalla. Estaba tan agotada que por unas horas no sentí nada, pero eso cambió cuando desperté. El segundo día la compañía de Jace logró despejarme la mente unas horas, pero cuando llegué a casa la avalancha de sentimientos reprimidos cayó sobre mí. Entendí que la soledad es mi destino, que el karma existe y alguien como yo no merece nada más que dolor y miseria. Asesinar a alguien tiene consecuencias, pero no arrepentirse hace que la vida te golpee sin piedad. El tercer día me obligué a sonreír aunque no me apeteció en ningún momento. Penélope preguntó un par de veces por Hardy, mi teléfono no dejó de sonar y el vacío de mi pecho se hizo más grande. Llevé a mi hermana a ver a su amiga e intercambié un par de palabras con Jace antes de irme. Ese fue el único momento del día en el que la sonrisa no fue fingida. Parecía que no lloraría hasta que vi que tenía mensajes de Hardy y no pude evitar hacerlo. No los leí, pero imaginé su voz rogando perdón y los sentimientos se materializaron. Esa noche no logré dormir más de dos horas seguidas. El cuarto día fue peor de lo que imaginé. Las lágrimas no abandonaron mis ojos pero la sensación de malestar fue una constante que no pude esconder. Pe se pasó la tarde tirada en la cama a mi lado, abrazándome. Sabía que algo pasaba, pero no preguntó. Me recordó en un par de ocasiones que me quería mucho y que era la mejor hermana del mundo, incluso se ofreció a hacerme una sopa de pollo como las que le hago cuando está enferma. Por supuesto, me encargué de que comiera, se bañara y salimos a pasear a Pol. Logré que sonriera en un par de ocasiones y le dejé utilizar mi móvil para que jugara. No descansé nada. El día siguiente no fue mejor, pero tampoco peor. La tristeza se convirtió en enfado e ira. ¿Por qué me mintieron todos? Nunca he dicho que sea la mejor amiga del mundo, ni una pareja ideal o compañera de trabajo intachable, pero pensaba que había encontrado una familia de verdad donde no existía el dolor, las mentiras ni los golpes. Me equivocaba. Hardy disparó mientras el resto de personas que consideraba importantes observaban cómo me desangraba. Esa noche tuve pesadillas en las que perdía a Penélope y no pude dormir. Hoy... hoy me siento mejor. Supongo. El móvil comienza a vibrar cuando estoy a unos segundos de tocar el timbre. Número desconocido. —¿Sí? —¿Iris? —¿Jace? —la confusión tile mi voz. ¿Habrá pasado algo? Escucho su risa desde el otro lado del teléfono. —Las respuestas no son lo tuyo —dice con tono divertido. —¿Va todo bien? ¿Penélope está bien? —Sí, pero quiere hablar contigo. Asiento como si pudiera verme, pero me doy cuenta de lo estúpido que ha sido. Pensar no es lo mío últimamente. —Estoy... —comienzo a decir pero ha dejado de escucharme, entiendo que le estará pasando el móvil a ella. —¿Ve? —Dime, peque. —¿Puedo quedarme a dormir aquí, por fa? —pregunta con su voz de cachorrito alargando la última vocal. —Pe, no tienes ropa de cambio ni tu cepillo de dientes, otro día preparamos todo y te quedas con ella, ¿vale?. Además, ya estoy... —Por fa, por fa, por fa, por fa...—me interrumpe. Suspiro. —¿Vanesa está de acuerdo? —¡Sí! —Está bien... —accedo finalmente. Sé que es un poco egoísta por mi parte, pero me vendrá bien estar sola unas horas. —¡Gracias! ¡Te quiero! —La emoción de su voz me hace sonreír. —Y yo. —Entiendo que le has dicho que sí. —Jace vuelve a la conversación. —Sí, ¿estás seguro de que no hay ningún problema? —Seguro. Mi madre adora a tu hermana. —Cualquier cosa, llámame, por favor. —Descuida. Cuelgo el teléfono girando sobre mí misma para volver al coche. No tener a Penélope en casa me dará un poco de espacio para asimilar todo lo que está ocurriendo, pero la soledad es un arma de doble filo. He avanzado solo unos metros cuando el sonido de la puerta principal de la casa hace que me sobresalte. —¿Iris? ¿Qué haces...? Ah, entiendo. Genial. —Hola —respondo con una semisonrisa. —Vaya... soy experto en falsear sonrisas pero la tuya es... otro nivel. —Ríe—. ¿Un mal día? —Algo así. Sigue avanzando hasta quedar a unos centímetros de mi cuerpo. Sus ojos marrones lucen ligeramente más cálidos por el reflejo del atardecer que nos rodea. Nos miramos en silencio mientras los colores del cielo pasan de naranjas y amarillos a violáceos. Su brazo rodea mis hombros y comienza a caminar, obligándome a hacer lo mismo. —Vamos, te vendrá bien despejarte. —¿A dónde vas? —Vamos. —Jace... —Me paro en seco. —Digamos que tampoco he tenido un día idílico, necesito desconectar y tú también. Tampoco es como si mis planes fueran mucho mejores. Además, su compañía es lo único que ha conseguido distraerme en estos días de mierda. —Vale. Dame un segundo, tengo que coger mis cosas. Asiente con una sonrisa triunfante mas la chispa de sus ojos no es la misma que la de hace unos días. Parece que no soy la única desdichada del mundo. Una vez tengo mi pequeña mochila, me subo a su coche y ponemos rumbo a donde sea que vayamos. La música que suena no es estridente y pobre en letra, su mano no reposa sobre mi pierna ni humedece sus labios cada vez que me mira. Nuestros ojos no están teniendo una conversación silenciosa, mi cuerpo no arde. «Deja de compararlo con Hardy.» Niego con un movimiento de cabeza y vuelvo a centrar la mirada en la larga carretera que se extiende ante nosotros. Hemos dejado atrás un par de pueblos y comenzado a ascender por una colina ligeramente alejada del centro de la ciudad. —¿Debería preocuparme? —digo cuando lo único que nos rodea es un pequeño bosque. —Depende. Alzo una ceja. —¿De qué? —De lo que quieras de mí —susurra con una voz tan profunda que me pone la piel de gallina. —Nada. Abre los ojos sorprendido y me mira mientras finge una mueca de dolor. —Auch. —La sinceridad puede ser más dañina que el engaño —reflexiono en alto aunque no era mi intención ponerme tan profunda. —Prefiero una verdad dolorosa a una mentira sanadora. Se encoge de hombros mientras su mirada ausente trata de encontrar la lógica dentro del torbellino de pensamientos abstractos que surcan su mente. Puedo ver cómo hay algo que lo atormenta tanto como a mí. Minutos después llegamos a un amplio aparcamiento situado en lo alto de la colina. Una torre eléctrica y dos módulos —de oficinas, supongo— adornan el espacio y no puedo evitar preguntarme por qué este sitio. No es un mirador, ni hay unas vistas impresionantes, lo único que nos rodea son unos cuantos arbustos y asfalto en mal estado. —¿Qué hacemos aquí? —En unos minutos lo entenderás. —Sale del coche. Lo copio y sigo hasta el maletero. Saca una manta, la extiende sobre el asfalto y deja un par de almohadas sobre esta. Con un par de golpecitos me invita a tumbarme a su lado. Cuando lo hago, me quedo sin aliento. Nunca antes había visto algo tan bonito. La oscuridad y ausencia de contaminación lumínica nos permite ver el cielo completamente tapizado de estrellas. Cuanto más miras, más puedes ver, es como si lo que siempre ha estado ahí dejase de esconderse. —Es precioso —susurro. Asiente. El silencio que nos rodea es perfecto. Una ligera brisa acaricia nuestros cuerpos mientras dos desconocidos que han compartidos un par de frases en la última semana se acompañan en la desdicha. Estos días he aprendido lo que es la soledad. Cuando no hay nadie en quien apoyarte, nadie con quien celebrar las buenas noticias ni llorar las desgracias; cuando no hay nadie que te coja la mano y acompañe en un camino incierto, te susurre que te quiere y eres importante. Nadie que te haga sentir viva. Cuando la soledad impuesta y no buscada te rodea, tu corazón se vuelve más frágil que de costumbre. Una lágrima cae por mi mejilla y esta vez no hago nada por secarla. Siento la mirada de Jace sobre mí. Sus ojos café recorren cada centímetro de mi piel y paran en la lágrima que se ha convertido en un foco por la luz lunar que incide sobre ella. —Vengo aquí cuando siento que no puedo más —comienza a hablar volviendo la vista al cielo—. Cuando creo que mis problemas son más grandes que yo. Quiero decir algo, pero de hacerlo comenzaré a llorar, por lo que decido escuchar atentamente su discurso. —Me ayuda a ver los problemas con perspectiva, supongo. Es mi turno de mirarlo. La luz de la luna alumbra sus facciones, dándole un aspecto más imponente. Su mandíbula perfectamente delineada y pestañas largas hacen que tenga un perfil de lo más atractivo. Nunca antes me había percatado de tal cosa. —Eso no alivia el dolor. Nuestros ojos conectan en la oscuridad. Estoy tan perdida en su mirada que no me percato de que su mano está en mi mejilla hasta que limpia la humedad de las lágrimas silenciosas que han comenzado a brotar de mí. —El dolor hay que sentirlo. —La confusión se apodera de mi mirada—. Es la única forma de aliviar la sensación de opresión. —¿Y si llevas tanto tiempo sintiéndolo que ya no recuerdas cómo era antes? La comprensión y calidez de su mirada hace juego con la pequeña sonrisa torcida que aparece en sus labios. Sus caricias son un alivio que no sabía que necesitaba. —Nada es eterno, ni siquiera el dolor.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD