En ese momento, las aguas del mar irlandés, inquietas y misteriosas, creaban una atmósfera que en otras circunstancias podría haber sido considerada romántica. Sin embargo, para los dos ocupantes del pequeño bote que surcaba estas aguas, la belleza del atardecer que se estaba despejando, pasaba desapercibida, eclipsada por la tensión que crecía entre ellos con cada golpe de remo. Declan, por su parte, mantenía su mirada fija en un punto indefinido del horizonte. Sus manos, encallecidas por años de trabajo en el mar, se aferraban a los remos con una fuerza que delataba la propia tormenta interna que lo consumía. Cada movimiento, cada tirón de los músculos de sus brazos, parecía estar impulsado no solo por la necesidad de avanzar, sino también por un deseo ferviente de alejarse de la mujer