En ese momento, la propiedad de los O'Brien se extendía vasta y misteriosa bajo el manto estrellado de la noche irlandesa. Nora, con el corazón palpitando como un tambor en su pecho y los pies descalzos sobre la hierba húmeda, se deslizaba como una sombra por los terrenos del imponente castillo. El frío nocturno mordía su piel expuesta, recordándole la precariedad de su situación, vestida únicamente con aquella fina prenda interior que poco hacía para protegerla de los elementos.
Cada paso que daba era un desafío; el suelo irregular, salpicado de piedras y raíces, amenazaba con traicionar su sigilo. El susurro del viento entre las hojas de los árboles que bordeaban la propiedad parecía murmurar advertencias, como si la naturaleza misma conspirara para mantener ocultos los secretos de los
