(Perspectiva general) – Mar de Irlanda: Navío de los O'Brien
—Un momento —interrumpió uno de los tres hombres, el rubio que se encontraba junto a la mujer que había aparecido misteriosamente de un cofre. Su rostro reflejaba una mezcla de curiosidad y un atisbo de celos mal disimulados—. ¿Por qué razón la bruja se alojaría en tu camarote, Aidan?
El pelirrojo, cuyo nombre era Aidan, ajustó su cinturón con un gesto despreocupado y se acercó al rubio. Cuando estuvieron frente a frente, a escasos centímetros, le respondió con voz firme:
—Fui yo quien vio a la bruja primero. Por lo tanto, es justo que se hospede en mi camarote —declaró, sosteniendo la mirada del rubio sin pestañear.
—No pretenderás… follar con ella ¿verdad? Solo quieres aprovecharte de su desnudez —replicó el rubio, encarándolo sin dejar de mirarlo en ningún instante.
—¡Ja! —exclamó Aidan, cruzándose de brazos con aire burlón—. Por supuesto que no. ¿Cómo se te ocurre que intimaría con una hechicera? ¿Acaso tanto tiempo en el mar te ha hecho perder el juicio?
—En ese caso, ella se alojará conmigo —dijo el rubio pelilargo con certeza.
Mientras los dos hombres discutían acaloradamente sobre el destino de la recién llegada, Nora —la recién llegada en cuestión— se abrazaba a sí misma en un intento de preservar su pudor. Durante todo ese tiempo, observaba de soslayo a todos los presentes. Sin embargo, de repente su mirada se detuvo en el tercer hombre, el individuo de cabello azabache y mirada hostil que permanecía en silencio, escrutándola con una intensidad que la hacía sentir incómoda. Sus ojos azulados reflejaban una mezcla de sospecha y cautela, como si estuviera listo para atacar ante el menor indicio de amenaza.
«Debo hacer algo...», pensó Nora, aclarándose la garganta antes de hablar. —Disculpen, caballeros... —musitó la joven de abundante cabellera enrulada color castaño —. Yo... —Pero antes de que pudiera continuar, el hombre de pelo oscuro se acercó un par de largas zancadas y la sujetó por el brazo con una fuerza innecesaria.
—La bruja no se hospedará con ninguno de ustedes —sentenció con voz grave y autoritaria—. Es una prisionera y su lugar está bajo cubierta. Si desean satisfacer sus apetitos carnales, aguarden a que arribemos a la costa. Allí encontrarán cuantas meretrices deseen tener entre sus piernas —añadió con tono severo, arrastrando a Nora mientras el resto de la tripulación se apartaba para dejarles paso.
El pelirrojo y el rubio gruñeron al unísono, mostrando su descontento. Esto llamó la atención de Nora, específicamente esos «gruñidos» pero su preocupación se centraba en el hombre que la conducía con firmeza. Sabía por experiencia que las personas silenciosas solían ser las más peligrosas, y hasta ahora, él era a quien más temía…
Mientras era llevada al interior de la embarcación, Nora observaba con asombro su entorno. El navío, aunque de dimensiones modestas, era lo suficientemente espacioso como para albergar a una tripulación durante meses. Su estructura y diseño les recordaban a las historias de piratas que había visto de niña y en investigaciones de sus padres, pero ahora se encontraba inmersa en una realidad que parecía sacada de la ficción.
El aroma a madera, sudor masculino y la sal marina impregnaba cada rincón del barco. El hombre de cabello azabache la guio hacia una zona apartada, donde abrió una escotilla en el suelo y le ordenó con brusquedad:
—Baja.
Nora tragó saliva, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de ella.
—¿Qué... qué piensan hacer conmigo? Yo...
—¡He dicho que bajes! —rugió el hombre, provocando que Nora se estremeciera de pies a cabeza.
Dominada por el temor a lo que pudiera sucederle, comenzó a descender con cautela por la escalera de madera, que crujía bajo su peso. Al llegar al nivel inferior, se percató de que se encontraba en la bodega del barco, un espacio repleto de cajas de madera y sacos color beige. El vaivén de la embarcación se sentía con mayor intensidad allí abajo, y Nora, presa del pánico, intentó articular alguna súplica. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar palabra, el hombre de cabello oscuro, atractivo en apariencia, pero de mirada hostil, cerró la escotilla de madera con un golpe seco, sumiendo a la joven en la oscuridad más absoluta.
Sin perder un instante, Nora extrajo su teléfono móvil del bolsillo y activó la linterna, iluminando tenuemente su nuevo y sombrío entorno.
—Dios mío, ¿en qué lío me metí yo ahora? —susurró, observando con aprensión cómo algo se movía en los rincones oscuros. De repente, el chillido agudo de una rata la sobresaltó—. ¡Ay, una rata! —gritó despavorida, subiendo de un salto a una de las cajas—. ¿Qué voy a hacer, que voy a hacer? —murmuró, llevándose las manos a la cabeza, mientras la desesperación comenzaba a apoderarse de ella ante la incertidumbre de su destino…