Mientras Nora pasaba junto a él para iniciar el ascenso, Declan, aun cubriendo su nariz con el pañuelo, se apartó visiblemente, evitando cualquier proximidad. Este gesto no pasó desapercibido para Nora, quien frunció el ceño, con una mezcla de confusión y ofensa creciendo en su interior. La sospecha de que Declan la consideraba maloliente comenzó a tomar forma en su mente.
Disimuladamente, la joven de abundantes rizos castaños intentó olfatearse a sí misma. Si bien era cierto que había sudado un poco debido a las circunstancias estresantes y a su anterior tarea de acomodar la casa vieja que había heredado, estaba segura de que su olor corporal no justificaba semejante reacción. Incapaz de contener su indignación, preguntó:
—¿Acaso huelo mal? —su voz sonó con una genuina curiosidad y ligera ofensa.
Los ojos de Declan se abrieron de par en par, sorprendido por la directa pregunta.
—Solo sube las escaleras —respondió con el ceño fruncido, y un tono que dejaba claro que no tenía intención alguna de prolongar esa incómoda conversación.
Percibiendo la hostilidad en su voz, Nora optó por guardar silencio y comenzó a ascender la escalera. Declan la observaba de reojo mientras subía, y, a pesar de sus esfuerzos por mantener la compostura, sus ojos masculinos y lobunos se desviaron involuntariamente hacia las piernas de la joven. El short que vestía Nora, aunque no particularmente revelador según los estándares del siglo XXI, para un hombre del siglo XVI era prácticamente equivalente a la desnudez total de una mujer.
Esta realización golpeó a Declan con fuerza, por lo que sus ojos azulados se abrieron desmesuradamente. Si él, un hombre lobo de férreo autocontrol, se encontraba luchando contra el impulso de mirar y de que su imaginación volara, no quería ni imaginar cómo reaccionaría el resto de la tripulación, considerablemente más salvaje, ante la presencia de Nora.
Al emerger de la bodega, Nora se encontró con la escena de los marineros entregados a sus diversas tareas: algunos fregaban la cubierta con ahínco, otros ajustaban meticulosamente las cuerdas del aparejo, cada uno absorto en su labor. Sin embargo, la aparición de la joven provocó una interrupción inmediata en todas las actividades, como si el tiempo se hubiera detenido.
Lugh, el rubio pelilargo, anticipándose a la situación, alzó la voz con autoridad:
—¡No hay nada que ver aquí! ¡Continúen con sus labores! —su orden resonó por la cubierta, pero fue en vano. Todos los ojos estaban clavados en la recién llegada, escrutándola de pies a cabeza con una mezcla de curiosidad, temor y, en algunos casos, un interés poco disimulado.
En ese preciso instante, Aidan emergió de entre la multitud, portando una gabardina de cuero pesada y larga. Nora no pudo evitar sobresaltarse ante la repentina aparición del pelirrojo.
—Cúbrete con esto —dijo Aidan, extendiéndole la prenda que, a ojos de Nora, parecía más una tienda de campaña que una pieza de vestir.
A pesar de su reticencia inicial, aceptó la oferta y se enfundó en la gabardina, solo para ser asaltada por un aroma abrumador que mezclaba notas de un perfume intenso con el inconfundible olor del sudor masculino.
—Oh, por todos los cielos... Creo que voy a marearme —murmuró Nora, luchando contra la náusea de ese olor—. Disculpen, ¿no tendrían por casualidad otra prenda menos... aromática?
La expresión de Aidan pasó de la sorpresa a la indignación en cuestión de segundos.
—¿Aromática? ¡Es mi abrigo más limpio, bruja! Lo restregué personalmente con mi mejor perfume para contrarrestar tus hechizos...
Antes de que Aidan pudiera continuar con su afrenta, Declan, que ya se había unido al grupo en la cubierta, le propinó un discreto, pero contundente codazo en las costillas al pelirrojo, silenciándolo efectivamente.
El pelinegro, con un semblante imperturbable, se dirigió a Nora con voz firme:
—Sígueme. Te conduciré al camarote del capitán.
Mientras avanzaba con paso decidido, esperaba que la joven lo siguiera sin titubear. Detrás de Nora, Aidan y Lugh marchaban como centinelas silenciosos, protegiendo la retaguardia de su hermano.
Durante el trayecto, la curiosidad pudo más que el temor, y Nora se aventuró a preguntar:
—¿Quién es el capitán? ¿Acaso es el señor pelirrojo? —inquirió la muchacha, recordando su primera impresión al abordar la embarcación cuando lo vio y lo primero que pensó fue que el pelirrojo era el jefe.
Declan, que caminaba delante de ella, se tensó visiblemente. Su rostro, ya de por sí serio, adquirió una dureza más pétrea cuando respondió:
—Yo soy el capitán. Este es mi navío y el resto, mi tripulación.
Al voltearse para enfrentar a Nora, sus ojos se clavaron en ella con una intensidad que la hizo estremecerse. Detrás, Aidan apenas podía contener una risa burlona.
«El pelinegro se ofendió con mi suposición... Comprendo», pensó Nora mientras ingresaban a una habitación que parecía sacada de un cuento de aventuras marinas.
El camarote del capitán era un espacio fascinante, enteramente de madera como el resto del barco, pero con un orden y una elegancia que denotaban la personalidad de su ocupante. Estanterías repletas de libros cubrían las paredes, y un imponente escritorio dominaba el centro de la estancia. Sobre él, un catalejo dorado brillaba junto a una lupa, varios mapas desplegados y documentos escritos con pluma y tinta. Cerca de una gran ventana que permitía contemplar el océano, se encontraba una especie de diván acolchado con un par de almohadas y cobijas, probablemente el lugar donde el capitán descansaba o se sumergía en la lectura de sus preciados libros.
El ambiente era tan auténtico y detallado que parecía la recreación meticulosa de un museo dedicado a la época dorada de la piratería. Nora, maravillada, no pudo evitar recorrer la habitación con la mirada, anhelando tocar aquellos libros misteriosos, examinar los escritos antiguos y observar el horizonte a través del magnífico catalejo.
—Esta es tu oficina... —murmuró Nora, casi para sí misma.
—Si —respondió el pelinegro —. Aquí permanecerás hasta que lleguemos a la costa —sentenció Declan, comenzando a recoger los documentos dispersos sobre su escritorio—. No toques nada.
—¿Cuándo llegaremos? —se atrevió a preguntar la joven.
—Desembarcaremos al amanecer —respondió esta vez el pelirrojo, escudriñándola de pies a cabeza con una mirada indescifrable.
—Lugh, cierra la puerta —ordenó Declan—. Hablaremos con la bruja en privado…