Declan, con el rostro perlado de sudor, continuaba su labor de martilleo. Cada golpe resonaba como un eco de su frustración contenida. Sus manos, ya callosas a pesar de su corta edad, agarraban la herramienta con una fuerza que hacía blanquear sus nudillos. —¡Fueron las primeras que vi, por eso las tomé! —exclamó Aidan, con exasperación y un dejo de culpabilidad que intentaba ocultar. El silencio que siguió fue interrumpido solo por el constante tac-tac-tac del martillo contra el clavo. Declan parecía determinado a ignorar a su hermano, canalizando toda su atención en la tarea que tenía entre manos. Aidan, incapaz de soportar la tensión, frunció los labios y soltó: —¡Somos trillizos, es normal que compartamos! ¿No entiendo por qué te molestas por algo tan... tan insignificante como una