CAPÍTULO TRES
Ni Mackenzie ni Ellington querían una boda a lo grande. Ellington decía que ya se había sacado todas las tonterías relativas a la boda de su sistema con su primer matrimonio, pero quería asegurarse de que Mackenzie tenía todo lo que quisiera. Los gustos de ella eran sencillos. Ella hubiera estado perfectamente satisfecha en una iglesia básica. Nada de campanitas, ni silbatos, ni elegancia fabricada.
Entonces, el padre de Ellington les había llamado poco después de que anunciaran su compromiso. El padre de Ellington, que nunca había formado realmente parte de su vida, le felicitó pero también le informó de que no podría atender ninguna boda a la que asistiera la madre de Ellington. Sin embargo, les compensó por su futura ausencia utilizando sus conexiones con un amigo muy adinerado de DC y reservando la Meridian House para ellos. Era un regalo que rayaba en lo obsceno, pero que también había puesto punto y final a la cuestión de cuándo celebrar el matrimonio. Resulta que al final la respuesta era cuatro meses después del compromiso, gracias a que el padre de Ellington reservó una fecha en particular: el 5 de septiembre.
Y, aunque ese día todavía estaba a dos meses y medio de distancia, parecía estar mucho más cerca cuando Mackenzie se puso de pie en los jardines que había junto a Meridian House. El día era perfecto y todo acerca del lugar parecía haber sido recientemente alterado y diseñado.
Me casaría aquí mismo mañana si pudiera, pensó. Por norma, Mackenzie no se dejaba llevar por impulsos caprichosos, pero había algo en la idea de casarse aquí que le hacía sentir de cierta manera, en un punto medio entre lo romántico y lo rarito. Le encantaba la sensación de otra época que emanaba el lugar, el cálido y sencillo encanto y los jardines.
Mientras se quedaba de pie y examinaba el lugar, Ellington se acercó por detrás y le colocó los brazos alrededor de la cintura. “Así que… en fin, este es el sitio”.
“Sí que lo es”, dijo ella. “Tenemos que darle las gracias a tu padre. De nuevo. O quizá solo des-invitemos a tu madre para que él pueda presentarse”.
“Puede que sea un poco tarde para eso”, dijo Ellington. “Sobre todo porque ahí está ella, caminando por la acera a tu derecha”.
Mackenzie miró en esa dirección y vio a una mujer mayor con la que los años habían sido amables. Llevaba gafas de sol negra que le hacían parecer excepcionalmente juvenil y sofisticada de una manera que rayaba en lo petulante. Cuando divisó a Mackenzie y a Ellington de pie entre dos jardineras grandes llenas de flores y tallos, les saludó con un poco de entusiasmo de más.
“Parece dulce”, dijo Mackenzie.
“También lo parecen las golosinas, pero cómete las suficientes y se te pudrirán los dientes”.
Mackenzie no pudo evitar que le saliera una risita al oír esto, pero la reprimió mientras la madre de Ellington se les unía.
“Espero que tú seas Mackenzie”, dijo.
“Lo soy”, dijo Mackenzie, insegura de cómo tomarse la broma.
“Por supuesto que lo eres, querida”, dijo. Le dio un abrazo flojo a Mackenzie con una sonrisa resplandeciente. “Y yo soy Frances Ellington… pero solo porque me resulta demasiado laborioso cambiarme el apellido”.
“Hola, madre”, dijo Ellington, acercándose para darle un abrazo.
“Hijo. Por favor, ¿cómo diablos os las arreglasteis para conseguir este lugar? ¡Es definitivamente espectacular!”.
“Llevo suficiente tiempo en DC como para hacer amistad con la gente adecuada”, mintió Ellington.
Mackenzie se estremeció por dentro. Entendía completamente por qué necesitaba mentir, pero también se sentía incómoda con formar parte de una mentira tan grande que implicaba a su suegra en esta etapa de su relación.
“¿Pero entiendo que no conoces a quienes podían acelerar el papeleo y las ramificaciones legales de tu divorcio?”.
Era un comentario que habían hecho con un tono ligeramente sarcástico, con la intención de que fuera una broma. Pero Mackenzie ya había interrogado a suficiente gente y sabía lo bastante sobre conductas y expresiones faciales como para saber cuándo alguien está siendo simplemente cruel. Quizá fuera una broma, pero también había algo de cierto y de amargura en ella.
Ellington, por otra parte, picó el anzuelo. “No. No he hecho amigos como esos, pero sabes una cosa, mamá, la verdad es que preferiría enfocarnos en el día de hoy. Y en Mackenzie, una mujer que no me va a hacer morder el barro como la primera esposa que tuve y a la que pareces sentirte apegada”.
Dios mío, esto es terrible, pensó Mackenzie.
Tuvo que tomar una decisión en ese preciso instante, y supo que podía llegar a afectar la opinión que se hiciera de ella su suegra, pero ya lidiaría con eso más adelante. Estaba a punto de hacer un comentario, para excusarse y que así Ellington y su madre pudieran tener esta conversación tan tensa en privado.
Entonces, sonó el teléfono. Lo miró y vio el nombre de McGrath. Se lo tomó como la oportunidad que necesitaba, sosteniendo el teléfono cerca de ella mientras decía: “Lo siento mucho, pero tengo que responder a esto”.
Ellington le lanzó una mirada escéptica mientras ella se alejaba un poco por la acera. Mackenzie respondió la llamada mientras se ocultaba detrás de unos matos de rosas de lo más artesanal.
“Al habla la agente White”, respondió.
“White, necesito que vengas cuanto antes. Ellington y tú, creo. Hay un caso que os tengo que asignar lo antes posible”.
“¿Estás en tu despacho en este momento? ¿Un domingo?”.
“No estaba, pero esta llamada me ha traído aquí. ¿Cuándo podéis vosotros dos estar aquí?”-
Mackenzie sonrió y le miró a Ellington, que seguía riñendo con su madre. “Oh, creo que lo podemos hacer bastante rápido”, dijo.