CAPÍTULO DOS

911 Words
CAPÍTULO DOS Quinn Tuck tenía un sencillo sueño: vender los contenidos de algunas de esas consignas abandonadas a algún paleto como lo vio hacer en ese programa llamado Storage Wars. Se podía hacer un dinero decente con ello; él se llevaba a casa casi seis mil al mes por las consignas de las que se encargaba. Y después de terminar de pagar la hipoteca de su casa el año anterior, había sido capaz de ahorrar lo suficiente como para llevarse a París a su mujer, algo que no había dejado de pedirle desde que empezaron a salir juntos, veinticinco años atrás. De veras, le encantaría vender todo el garito y mudarse a vivir a alguna parte. Quizá a alguna parte de Wyoming, un lugar que nadie echaba nunca en falta, pero que era bastante pintoresco y asequible. Sin embargo, a su mujer eso no le hacía ninguna gracia, aunque seguramente sería más feliz si él dejara el negocio de las consignas de almacenamiento. En primer lugar, la mayoría de los clientes eran unos imbéciles presuntuosos. Se trataba, después de todo, del tipo de gente que tenía tantas cosas que tenían que alquilar espacio adicional para poder guardarlas todas. Y en segundo, no echaría en falta las llamadas que recibían los sábados de ciertos propietarios quisquillosos para quejarse de las cuestiones más estúpidas. La llamada de esta mañana la había hecho una mujer mayor que alquilaba dos unidades. Había estado sacando cosas de una de sus unidades y decía que había olido algo terrible proveniente de una de las unidades cercanas a la suya. Normalmente, Quinn le hubiera dicho que lo comprobaría, pero no hubiera hecho nada. Sin embargo, esta era una situación peliaguda. Dos años antes, había recibido una queja similar. Entonces esperó tres días para comprobarla, para descubrir que un mapache se las había arreglado de alguna manera para entrar a una de las consignas, pero no para salir de ella. Cuando Quinn lo encontró, estaba hinchado y llevaba muerto por lo menos una semana. Y por eso estaba llevando su camioneta al aparcamiento de su espacio primario de consignas un sábado por la mañana en vez de quedarse remoloneando en la cama e intentar convencer a su mujer de que hagan el amor con promesas de ese viaje a París. Este complejo de consignas de almacenamiento era el más pequeño de los que poseía. Era un complejo al aire libre con cincuenta y cuatro unidades en total. El alquiler era más bien de los bajos, y tenía todas alquiladas excepto por nueve. Quinn se bajó de su camioneta y caminó entre las consignas. Cada cuadrado de consignas contenía seis espacios de almacenamiento, todos del mismo tamaño. Caminó hasta el tercer bloque de consignas y se dio cuenta de que la mujer que había llamado por la mañana no había estado exagerando ni un poco. También él podía oler algo horrible y eso que la consigna en cuestión todavía estaba a dos cuadrículas enteras de distancia. Sacó su llavero del bolsillo y empezó a circular con su bicicleta hasta que llegó a la Consigna 35. Para cuando llegó a la puerta de la consigna, casi tenía miedo de abrirla. Algo olía mal. Empezó a preguntarse si alguien, de algún modo, había dejado encerrado a su perro dentro sin darse cuenta. Y como de algún modo, nadie le había escuchado ladrar ni lloriquear con lo que no le habían sacado de allí. Fue una imagen que alejó de la mente de Quinn cualquier idea de ponerse caliente con su mujer un sábado por la mañana. Con una mueca en el rostro debido al olor, Quinn metió la llave al cerrojo de la Consigna 35. Cuando el cerrojo se abrió, Quinn lo sacó del pasador y después enrolló la puerta estilo acordeón para arriba. El olor de atizó con tal fuerza que dio dos pasos firmes hacia atrás, con miedo a ponerse a vomitar. Se colocó la mano sobre la nariz y la boca, dando un pequeño paso hacia delante. Pero ese fue el único paso que dio. Vio de dónde provenía el olor solo con quedarse parado fuera de la consigna. Había un cadáver en el suelo de la consigna. Estaba cerca de la parte delantera, a un par de metros de los cachivaches que estaban apilados en la de atrás, taquillas pequeñas, cajas de cartón, y cajas de leche llenas con un poquito de todo. El cadáver era el de una mujer que parecía tener veintitantos años. Quinn no podía ver ninguna herida visible en ella, pero había una buena cantidad de sangre acumulada a su alrededor. Ya había dejado de estar húmeda o pegajosa, y se había resecado en el suelo de hormigón. Ella estaba lívida como un fantasma y tenía los ojos abiertos de par en par, inmóviles. Durante un instante, Quinn pensó que le estaba mirando directamente a él. Sintió como se elevaba un grito ahogado en su garganta. Reprimiéndose antes de que se le pudiera escapar, Quinn rebuscó su teléfono en su bolsillo y llamó al 9-1-1. Ni siquiera estaba seguro de que fuera el número al que llamar para algo como esto, pero era todo lo que se le ocurría hacer. Cuando sonó el teléfono y respondió el agente de comunicaciones, Quinn intentó desviar la vista para descubrir que era incapaz de quitarle los ojos de encima a la grotesca visión, con su mirada entrelazada con la de la mujer muerta que había en la consigna.
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