Capítulo 3. Una Venganza calculada

1254 Palabras
Salomón se acercó al lavamanos y abrió el grifo. Mientras el agua corría entre sus dedos, su mirada penetrante se desvió hacia el cubículo donde Nina permanecía oculta, como si pudiera traspasar la puerta con sus ojos calculadores. —Vámonos, los invitados deben estar esperando al cumpleañero —dijo Hassan, colocando una mano sobre el hombro de su amigo. Con un gesto seco, Salomón asintió. Ambos salieron del baño, sus pasos resonando en el mármol hasta perderse por el pasillo. Mientras tanto, Salomón, con rabia contenida por la cachetada de Soraya, le susurró a Hassan: —Si Soraya sigue así, voy a hacerle... lo mismo que a Samir. 10 años atrás… —¡Maldito, ¿crees que puedes matarme?! —exclamó Samir Al-Sharif, de 31 años, con una risa que oscilaba entre la bravuconería y el terror. Atado a una silla metálica en un almacén abandonado, Samir acababa de despertar de un cóctel de ketamina y sedantes. Su visión, aún borrosa, se enfocó gradualmente en la figura que se erguía frente a él: su hermano menor, Salomón Al-Sharif, quien mantenía las manos hacia atrás con estudiada elegancia, como le habían enseñado en las escuelas europeas. —¿Estás molesto porque te quité a Soraya, me la follé y me casé con ella? ¿O porque yo heredaré la empresa? —se burló Samir, sudor frío resbalando por su frente mientras pronunciaba aquellas palabras hirientes—. ¿Qué es lo que te molesta, hermanito? ¿Que soy más exitoso que tú? ¿O que sé tu secreto? Eres un mafioso. Se lo diré a todos. La mandíbula de Salomón se tensó, único indicio de la tormenta que se desataba bajo su exterior controlado. —Lo que me molesta es tu gorda cara —respondió con voz medida. Un bufido burlón resonó desde las sombras. Hassan, el mejor amigo de Salomón desde la infancia, emergió con una sonrisa fría. Alto, atlético, vestido completamente de negr0, sus ojos café observaban la escena con fría diversión. —¿Maldita escoria, de qué te ríes? —escupió Samir, reconociendo al recién llegado—. Te voy a matar cuando salga de aquí. —Shhh —intervino Salomón, con su dedo índice rozando brevemente sus propios labios—. No le digas escoria a Hassan. Ha sido más mi hermano que tú. Hassan se posicionó frente a él sosteniendo una sierra roja. Sus dedos acariciaron inconscientemente la pequeña cicatriz circular en su muñeca izquierda, gemela de la que Salomón también portaba, recuerdo de aquella "broma" con fuego que Samir les hizo cuando tenían apenas ocho años. Los ojos de Samir se abrieron desmesuradamente al ver la herramienta, y por primera vez, el miedo verdadero se instaló en su rostro. —¿Qué van a hacer? —su voz, antes desafiante, ahora apenas superaba un susurro estrangulado. Hassan miró la transformación del hombre amarrado, el mismo que lo había llamado "hijo de la sirvienta" durante toda su infancia. —No lo sé, pregúntale a Salomón —respondió, extendiendo la sierra hacia su amigo. Salomón tomó el instrumento con naturalidad inquietante mientras se acercaba a su hermano. —Eres una escoria. Me tienes harto. —Nos... tienes harto —completó Hassan. —Siempre has querido quitarme crédito en todo. Intentaste llevar mi empresa a la quiebra. Y sí, tengo una organización —admitió Salomón, inclinando levemente la cabeza. —¡Con que sí eres mafioso! ¡Cuando papá se entere y el Muftí, quien es el que regula las leyes aqui en los paises árabes, te van a matar! —exclamó Samir con desesperación. Una sonrisa lenta se extendió por el rostro de Salomón, transformando sus facciones aristocráticas en algo casi depredador. —Nadie se enterará, imbécil —murmuró, acercándose tanto que Samir podía sentir su aliento contra su mejilla—. Tengo una organización que yo mismo creé. No permitiré que alguien como tú me quite todo por lo que he luchado. —Mi padre siempre te apoyó por ser el mayor, pero yo merezco la empresa, yo debo tener el mando. No un maldito gordo flojo como tú que nos llevará a la quiebra. Samir, ya orinándose de miedo, intentó una última provocación: —Jajaja, tú no sirves para nada. La empresa es mía quieras o no. No te atreverías a matarme. —Uy, se está orinando el gordo —se burló Hassan. Salomón, con la sierra en la mano y una sonrisa imperturbable, se inclinó hasta que sus labios rozaron el oído de su hermano. —¿Y quién dice que no? Aprovecharé que papá está en coma —susurró, con voz apenas audible pero definitiva. Los ojos de Samir se abrieron con horror absoluto, comprendiendo finalmente la gravedad de su situación. Un gemido escapó de su garganta mientras las lágrimas comenzaban a fluir. —¡Nooo! Salomón le entregó la sierra a Hassan mientras se erguía imponente. —Toma, hazlo tú. Córtale la cabeza. Yo no lo haré porque es mi hermano de sangre y es... haram —pronunció la palabra árabe para lo prohibido con una mezcla de respeto religioso e ironía. Hassan, tomó la sierra con reverencia casi ceremonial. Una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro mientras Salomón se volteaba para no presenciar directamente lo que estaba por ocurrir. —Por favor... —suplicó Samir, toda su arrogancia desintegrada—. ¡Somos familia... sangre de la misma sangre... Salomón! Hassan inclinó ligeramente la cabeza, como considerando las palabras. Luego, se acercó aún más. —Yo también tengo sangre —respondió con tranquilidad perturbadora—. Y la tuya está a punto de derramarse por todo este lugar. Lo que siguió fue un coro de gritos que reverberó contra las paredes de metal. La sierra mordió primero piel, luego carne, encontrando resistencia momentánea en los tendones antes de comenzar a rasgar el cartílago y alcanzar las vértebras cervicales. La sangre brotó en chorros pulsantes, salpicando el suelo y las paredes. Hassan trabajaba con eficiencia metódica, casi quirúrgica, mientras la sierra avanzaba centímetro a centímetro. Los gritos se transformaron en gorjeos húmedos, luego en un burbujeo espumoso. Los ojos de Samir, abiertos en terror indescriptible, comenzaron a perder enfoque mientras la vida se escapaba de su cuerpo. Finalmente, con un último crujido, la cabeza se separó completamente, rodando unos centímetros por el suelo antes de detenerse, con los ojos aún abiertos en una expresión congelada. Salomón se giró lentamente. Su rostro no mostraba emoción alguna, solo sus ojos revelaban la satisfacción profunda que sentía ante su victoria final. —Está hecho —dijo simplemente Hassan, dejando caer la sierra ensangrentada—. ¡Al fin! Salomón asintió, limpiando meticulosamente una gota de sangre que había alcanzado su mejilla. Mirando la cabeza de su hermano a sus pies, murmuró: —Adiós hermano, no te extrañaré. Llamó a sus hombres con un tono tranquilo pero autoritario: —Pueden pasar, hay un cuerpo que deben desaparecer. Y que sea rápido. Yalla, yalla. Tiempo actual... Salomón entró a la fiesta con aquella sonrisa calculada que había perfeccionado a lo largo de los años. Se acomodó el traje impecable mientras sentía aún el ardor de la cachetada en su mejilla. Escaneó el salón con mirada depredadora, con su máscara social firmemente en su lugar. «Cuando consiga a esa mujer que será la madre de mi hijo, te mataré como maté a Samir, Soraya. Nadie interfiere en los planes de Salomón Al-Sharif»— pensó, avanzando entre los invitados con la elegancia de quien sabe que posee el control absoluto. Continuará...
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