El marqués de Milford Haven

2337 Palabras
En la penumbra del estudio, las cortinas pesadas y opacas resguardan de las miradas exteriores el espacio que Nathan Saint Claire, marqués de Milford Haven, reserva exclusivamente para sí. Pocos pueden entrar allí sin previo aviso o sin su autorización y solo su hija, Elizabeth, tiene libertad de cruzar la puerta cuando lo desea. Elizabeth avanzó en silencio, deteniéndose un momento en el umbral. Observó a su padre, un hombre de cuarenta años cuya juventud se ha visto gastada en el fragor de la guerra. Aun así, conserva una imponencia inquebrantable, una fortaleza de espíritu que inspira respeto. Sentado junto a su escritorio, con el bastón apoyado en la silla, Nathan hojeaba papeles con una concentración que sus ojos cansados y su físico algo desgastado apenas pueden sostener. Elizabeth aclaró la garganta con suavidad para no sobresaltarlo. Él alzó la mirada, y al verla, sus labios dibujaron una sonrisa, tan tenue como la luz que atravesaba el estudio. -Lizzie, querida, - dice él, su voz rasposa, pero teñida de un profundo afecto. La joven se acercó y se inclinó para darle un beso en la mejilla. -Padre, esperaba encontrarte aquí – le dijo Elizabeth mientras tomaba asiento frente a él, disimulando una expresión de preocupación. Aunque ha heredado la compostura y el temple de su padre, el ver su semblante algo demacrado y el cansancio en sus ojos azules la inquieta. Nathan dejó los papeles sobre la mesa y la observó con detenimiento, como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro. -Tres años, Liz, tres largos años en los que has hecho de este juego de los matrimonios una suerte de… distracción - dice él, entre una suave reprimenda y una broma. Sin embargo, Elizabeth nota la sombra de preocupación en su mirada. Nathan rara vez aborda el tema de su matrimonio con seriedad, pero cada vez es más claro que teme dejar el marquesado en manos de sus sobrinos, jóvenes ambiciosos cuya lealtad familiar está lejos de ser incuestionable. Antes de que Elizabeth pueda responder, la puerta se abrió suavemente y entró el mayordomo, un hombre de rostro curtido y dignidad impasible. Thomas caminó en silencio, portando una bandeja de plata con una tetera y dos tazas. Él había servido junto a Nathan durante las guerras napoleónicas y la confianza entre ellos se siente en cada gesto y cada mirada. Con manos firmes, Thomas depositó la bandeja en la mesita cercana, llenando primero la taza del marqués y luego la de Elizabeth. -El té, mi lord, mi lady - murmuró con un tono respetuoso. Nathan asintió con gratitud. -Gracias, Thomas. Siempre atento, mi buen amigo. Thomas asintió con una leve sonrisa antes de retirarse del estudio, dejando a padre e hija en una tranquila intimidad. Nathan tomó su taza y bebió lentamente. Sus manos, aunque fuertes, delatan el desgaste de años de esfuerzo físico y dolor contenido. A Elizabeth le duele ver el sufrimiento de su padre, pero sabe que cualquier muestra de lástima sería mal recibida. Así que, en lugar de ello, sonrió con calidez y tomó su propia taza, disfrutando de un sorbo antes de hablar. -No pretendo prolongar el juego de los matrimonios, padre - dice con una leve sonrisa - pero sabe tan bien como yo que casarme sin amor o sin una razón convincente, no es algo que planee hacer. Amabas a mamá, yo quiero lo mismo. Nathan soltó una risa suave, aunque entrecortada, producto de sus pulmones debilitados. Elizabeth lo observó con compasión, sabiendo que el aire frío y las malas condiciones del frente, en tiempos de la guerra, fueron más implacables que cualquier enemigo. Él recuperó la compostura y la observa con ojos serios, aunque el brillo paternal permanece. -Lizzie… No es solo un capricho mío. No estoy tan… enfermo como para no reconocer el peligro que representa dejar el marquesado sin un heredero fuerte. Tu madre y yo… - hace una pausa, recordando a la mujer que le fue arrebatada años atrás por una enfermedad - intentamos darte una vida con opciones, con libertad. Pero hay límites. Esos muchachos… tus primos… Solo ansían los beneficios del título, y temen que, si dejas pasar más tiempo, el marquesado termine en manos de cualquiera menos de ellos. Elizabeth tomó la mano de su padre, en un gesto silencioso de apoyo. Ella entiende perfectamente el peso de la responsabilidad familiar y también la inquietud que él siente ante la posibilidad de dejar su legado en manos de personas cuyo único interés es la riqueza y el poder. -No permitiré que ellos se hagan del marquesado, padre, eso se lo prometo. Sin embargo, tampoco me casaré mientras tenga “negocios pendientes.” - Sus palabras son firmes y Nathan sabe lo que ella quiere decir, aunque el tema de sus actividades en la Rosa Blanca nunca se discute abiertamente. Él entiende que la obstinación de su hija tiene un propósito más profundo, aunque no conoce todos los detalles. Nathan suspiró y sus dedos se aferran al bastón. El dolor de su pierna, la misma que le ha recordado durante años los horrores de la guerra, se intensifica ante la carga de los años y el clima inglés. Pero más que el dolor físico, es el miedo a dejar a su hija sola lo que le atormenta. -Lo sé, hija mía. Pero si algo me ocurriera… - él la miró a los ojos, dejando implícito su temor. Elizabeth le devolvió la mirada con una convicción que va más allá de las palabras. -Padre, no voy a permitir que algo te suceda mientras yo esté aquí - responde ella, su voz suave pero cargada de determinación - Sé que estás preocupado, pero confía en mí. No voy a dejar que esta familia pierda lo que tu has luchado tanto por preservar. Él apretó su mano suavemente y, por un instante, parece que todo el peso de los años y las preocupaciones se disipa en ese contacto. Para Nathan, su hija es su legado más valioso, una fortaleza en la que puede depositar su fe y, aunque le preocupa su aparente desinterés en el matrimonio, no puede evitar sentirse profundamente orgulloso de ella. -Lizzie, a veces pienso que eres demasiado obstinada - Él sonríe, con un tono que mezcla resignación y cariño -Pero también sé que esa obstinación es lo que te hace tan parecida a mí. -Soy tu hija…- se burló riendo suavemente y aferrando su mano. -No quiero que estés sola cuando me vaya… -No estaré sola. Tengo a Thomas y a Robert…A Sarah- le sonrió con confianza - Entonces no me pidas que cambie, padre. Después de todo, fuiste tú quien me enseñó a luchar por lo que creo. Nathan asintió con una sonrisa y ambos vuelven a sus tazas de té, disfrutando de la paz momentánea. En ese silencio compartido, Elizabeth siente cómo la confianza de su padre se deposita en ella, no solo como hija, sino como la única persona que puede proteger el legado de los Saint Claire. No pudo evitar recordar cuando era una niña y su padre le contaba historias de honor y lealtad. Creció con ellas por lo que el surgimiento de la Rosa Blanca fue natural. Elizabeth dejó la taza sobre la mesa, con la mirada perdida en el fuego crepitante que iluminaba el estudio. Los recuerdos de su infancia acudieron a ella, nítidos y vívidos, como si hubiera sido ayer. Se vio a sí misma, una niña de cinco o seis años, sentada en el regazo de su padre junto al mismo fuego, envuelta en la capa de su uniforme, escuchando embelesada las historias que Nathan, entonces un hombre más joven y lleno de energía, le relataba. Habían sido relatos de honor, de lealtad, de la camaradería que había experimentado en el ejército, una hermandad que sobrepasaba las diferencias y que unía a los soldados en algo más grande que ellos mismos. Elizabeth recordaba cómo él le hablaba de las noches frías en el frente, de los días en los que la esperanza era apenas un susurro y de aquellos compañeros que, aunque no compartían su sangre, se habían convertido en hermanos en los campos de batalla. -Recuerda siempre, Lizzie, - le había dicho una vez, sus manos fuertes envolviendo las suyas- la lealtad no se impone, se gana. Y una vez que la tienes, nunca la traiciones. La lealtad y el honor son el verdadero escudo de un caballero y también de una dama. Aquellas palabras se habían quedado grabadas en su joven corazón como un juramento. Nathan había plantado en su hija la semilla de una voluntad férrea, un deseo de proteger lo que consideraba justo y defender a los desprotegidos. Para Elizabeth, esas historias de lealtad y sacrificio no habían sido solo cuentos, sino una especie de instrucción tácita, una enseñanza silenciosa que se convirtió en el cimiento de sus valores. Con el tiempo, esa inspiración la llevó a convertirse en algo más que una joven aristócrata destinada a los bailes y un matrimonio de conveniencia. Años después, impulsada por esa misma convicción que su padre le había inculcado, Elizabeth se transformó en la Dama Gris. Había empezado de forma casi imperceptible, como un juego de niños que luego fue tomando forma. Al principio, Elizabeth contaba con solo unas pocas personas de su confianza: mujeres con quienes compartía el amor por la libertad y una inquietud ante las injusticias que sufrían los inocentes, especialmente aquellos que huían de la violencia en Francia, donde nobles y familias enteras eran perseguidos. Mujeres que, como ella, sabían que no podían dejar el destino en manos de hombres que ignoraban sus capacidades. Su primer gran aliada había sido Emily, una amiga de la infancia y la hija menor de un noble menor, relegada a los márgenes de la alta sociedad por su inclinación al estudio y su habilidad para moverse en las sombras sin ser notada. La inteligencia aguda de Emily, sumada a su discreción y valentía, la convirtieron en la compañera ideal para los primeros planes de Elizabeth. Juntas formaron un pequeño círculo, al que Elizabeth comenzó a llamar la Rosa Blanca. La Rosa Blanca comenzó como un susurro, un nombre que se oía en las calles de Londres, pero nadie sabía con certeza qué significaba. Con los años, el grupo creció en secreto, como una red de raíces ocultas que se extendía bajo la ciudad y alcanzaba otras regiones de Inglaterra. Cada nueva integrante traía consigo habilidades únicas: Sarah, una experta en disimular y observar, capaz de recordar conversaciones con una exactitud inquietante; Margaret, una maestra de los disfraces y de la elocuencia, capaz de pasar de la corte a los barrios bajos sin levantar sospechas; y Anne, cuya posición como esposa de un influyente m*****o del Parlamento le permitía obtener información vital sobre los movimientos políticos. Elizabeth supo desde el principio que el valor de la Rosa Blanca residía en que sus miembros eran mujeres. En una época en la que la sociedad victoriana veía a las mujeres como seres dóciles y sumisos, relegadas al hogar y la familia, Elizabeth encontró en esa subestimación la clave para burlar al mundo. Las mujeres, con su aparente fragilidad y sus atuendos discretos, eran vistas como presencias inofensivas, demasiado ocupadas con la moda y las tareas domésticas para involucrarse en los asuntos del Estado. Pero Elizabeth comprendía el poder de esa invisibilidad; detrás de los abanicos, de las sonrisas y de las charlas inocuas, se ocultaban ojos y oídos atentos, mentes agudas que captaban cada detalle sin levantar sospechas. La Rosa Blanca se convirtió en una organización de mujeres invisibles, dispuestas a correr riesgos para proteger a los inocentes y garantizar la seguridad de los refugiados franceses que llegaban a suelo inglés. Elizabeth supervisaba cada misión desde las sombras, comunicándose mediante cartas cifradas y mensajes secretos entregados de mano en mano. Cada operación se planeaba con una precisión casi militar y, aunque Nathan fingía desconocer la existencia del grupo, había algo en la conducta de su hija, una seguridad y un sigilo que él reconocía como el reflejo de sus propias enseñanzas. Mientras observaba el fuego en el estudio, Elizabeth pensó en su padre y en cómo él, sin saberlo, había sido la chispa que la impulsó a crear una organización capaz de desafiar al orden establecido. La Rosa Blanca era un homenaje a él, a los valores que le había enseñado en aquellos años en que, sin comprender completamente el peso de sus palabras, la había inspirado a ver el mundo de una manera distinta. Ahora, la red de la Rosa Blanca se extendía por toda Inglaterra, un intrincado tejido de informantes, espías y protectores, la mayoría de ellos mujeres que compartían sus ideales. Elizabeth contaba con aliados en las cortes, en los mercados, en los jardines de las grandes mansiones e incluso entre las sirvientas y lavanderas de los barrios pobres. Las integrantes de la Rosa Blanca eran sombras en todas partes, invisibles para aquellos que ignoraban su existencia, pero siempre alerta y dispuestas a intervenir en el momento adecuado. Para Elizabeth, este era su propósito, su misión. Casarse y asumir el papel que la sociedad le imponía como hija del marqués de Milford Haven no le interesaba en lo más mínimo. Las charlas de matrimonios y conveniencia parecían lejanas y triviales cuando pensaba en lo que estaba en juego. Ella y cada mujer de la Rosa Blanca, había asumido un juramento silencioso de lealtad y compromiso, un pacto que iba más allá de cualquier vínculo matrimonial. Mientras Nathan hablaba sobre el futuro del marquesado y su salud, Elizabeth, aunque lo escuchaba atentamente, no podía dejar de pensar en lo que él había hecho por ella y en cómo sus enseñanzas la habían transformado. Sabía que algún día él descubriría la verdad sobre su doble vida, pero esperaba que, cuando ese momento llegara, pudiera verlo en sus ojos: la misma lealtad y honor que él le había enseñado de niña, ahora hechos carne en cada acción que realizaba como la Dama Gris.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR