Eve
No había podido dormir bien.
La ansiedad y el nerviosismo me habían mantenido en vela, con la mente corriendo a mil por hora. La semana había pasado demasiado rápido, y los días que trascendieron entre planes y expectativas se habían desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Ahora, todo lo que había imaginado estaba a punto de volverse real.
Me desperté antes de que sonara la alarma, a las seis en punto, demasiado excitada para mi propio bien. Sentía un hormigueo en el estómago, una mezcla de emoción y temor.
Me metí en la ducha y dejé que el agua caliente recorriera mi cuerpo, relajando cada músculo tenso. Cerré los ojos e inhalé profundo. Hoy era un día importante. Me repetí esas palabras una y otra vez, como un mantra.
Al salir, me envolví en una toalla, me sequé lentamente y me apliqué crema hidratante. Luego caminé hacia el vestidor, donde pasé varios minutos de indecisión frente a la ropa. Quería dar la mejor impresión posible.
Después de mucho debatirme, opté por una falda tubo negra que se ajustaba perfectamente a mi figura y una camisa de seda blanca que irradiaba profesionalismo sin perder elegancia. Me calcé unos tacones negros y completé el conjunto con una chaqueta del mismo tono.
Recogí mi cabello en un moño impecable y me maquillé de manera sutil, apenas lo suficiente para resaltar mis facciones sin parecer demasiado recargada.
Había investigado a fondo a Adrián y Leía Warner. Aunque ambos se especializaban en ramas diferentes del derecho, eran las estrellas del bufete y, sin lugar a dudas, los mejores abogados de la ciudad. No podía permitirme una primera impresión mediocre.
Una vez lista, me dirigí a la cocina y me preparé un café n***o, fuerte, justo como me gustaba. Tomé la taza entre mis manos y bebí un sorbo, disfrutando el calor reconfortante de la bebida.
Aún tenía quince minutos antes de que Clarice y Stella pasaran por mí. A pesar de que ambas eran de Manhattan, vivían en el campus, así que las tres compartiríamos el viaje. Ellas me dejarían primero y luego continuarían hacia el bufete Van der Beeck.
Miré el reloj. Solo unos minutos más. Mi primer día estaba a punto de comenzar.
Cuando crucé las puertas del bufete Warner & Asociados, un aire de elegancia y sofisticación me envolvió de inmediato. El edificio era imponente, un rascacielos que se alzaba con autoridad en medio del centro de Nueva York, reflejando el cielo en sus ventanales de vidrio.
El vestíbulo era amplio y moderno, con suelos de mármol pulido que brillaban bajo la luz tenue de una enorme lámpara colgante. Los empleados iban y venían con paso seguro, vistiendo trajes impecables y hablando en tonos bajos pero firmes. La profesionalidad se respiraba en el aire.
Me acerqué al mostrador de recepción, donde una mujer de expresión impasible me recibió con una sonrisa cortés.
—Buenos días— dijo con voz neutral—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Buenos días— respondí, tratando de sonar segura—. Soy estudiante de Princeton. Hoy comienzo mis pasantías.
—Por supuesto. ¿Su nombre?
—Eve Kingston.
La recepcionista tecleó algo en su computadora y asintió.
—Aquí tiene su pase provisional— dijo, entregándome una credencial—. Debe subir al último piso, donde están los jefes.
—Gracias.
—Que tenga un buen día.
—Igualmente.
Tomé aire mientras me dirigía al ascensor. Cuando las puertas de acero se cerraron tras de mí, sentí que la ansiedad volvía a arremeter contra mi estómago. Observé la pantalla digital que marcaba cada piso mientras ascendía, obligándome a concentrarme en cualquier cosa que no fuera la posibilidad de tropezar o decir algo inapropiado.
Al llegar al último nivel, las puertas se deslizaron con un sonido sutil, y en cuanto puse un pie fuera, mi respiración se entrecortó.
El lugar era majestuoso.
Las paredes de cristal permitían que la luz natural inundara el espacio, resaltando la pulcritud del diseño minimalista. El mármol gris claro y la madera oscura se combinaban a la perfección, otorgándole un aire moderno pero sofisticado.
Frente a mí, tras un imponente escritorio, una joven de apariencia impecable me sonrió con profesionalismo.
—Buenos días— saludó—. ¿En qué puedo ayudarla?
—Buenos días— respondí—. Soy estudiante de Princeton. Hoy empiezo mi pasantía.
—Por supuesto. Permítame su nombre.
—Eve Kingston.
La recepcionista verificó la información en la pantalla de su computadora y asintió.
—Puede pasar— dijo, entregándome otra tarjeta—. El señor Warner aún no ha llegado. Puede esperar en la recepción más adelante.
—Muchas gracias.
—Que tenga un buen día.
—Igualmente.
Avancé por el pasillo, pasando varias oficinas que estaban distribuidas con precisión quirúrgica. Cada una tenía su propio sector, separadas por paredes de vidrio que permitían ver el interior. Observé de reojo a los empleados, cada uno concentrado en su labor, con secretarias eficientemente organizando documentos y atendiendo llamadas.
Llegué hasta la sala de espera y me senté en un elegante sofá de cuero n***o. Con disimulo, alisé la falda de mi traje y acomodé mi cabello, tratando de proyectar una imagen de seguridad.
Lo haría bien.
Respiré hondo y, con el corazón latiéndome en el pecho, me repetí una vez más:
Hoy sería un gran día.
Diez minutos después, el sonido del ascensor interrumpió el silencio de la recepción. Las puertas se deslizaron con suavidad, revelando a una pareja que emergió con la naturalidad de quien está acostumbrado a moverse en círculos de poder.
Leía Warner caminaba con elegancia, su porte impecable acompañado de un traje a medida en tonos neutros que resaltaba la sofisticación que irradiaba. Su cabello rubio ceniza estaba recogido en un moño pulcro, y su expresión era serena, profesional.
Sin embargo, cuando su esposo se inclinó para besarla con naturalidad antes de dirigirse a su oficina, su rostro se suavizó con una ternura casi imperceptible.
Adrián Warner la siguió con la mirada incluso cuando ella ya se había ido.
Ese gesto me recordó a mis padres.
Papá miraba a mamá de la misma manera. Con ese amor tranquilo y constante, como si el simple hecho de verla fuera suficiente para llenarlo de orgullo.
Pero no tuve tiempo de perderme en recuerdos, porque, en cuanto Adrián Warner giró la cabeza en mi dirección, sentí una descarga de adrenalina recorrer mi cuerpo.
El hombre que tenía frente a mí, de unos sesenta y tantos años, no aparentaba su edad en lo más mínimo. Su cabello n***o estaba matizado con canas que en lugar de envejecerlo, le otorgaban un aire distinguido.
Sin embargo, lo que más imponía era su mirada.
Un azul oscuro, afilado, de esos que no necesitan palabras para establecer quién manda en una habitación.
Con paso firme y sin la más mínima vacilación, avanzó hacia mí.
Me puse de pie de inmediato.
—¿Señorita Kingston? — preguntó con voz grave cuando estuvo a un paso de distancia.
—Sí— respondí con la mayor seguridad que pude reunir, extendiéndole la mano—. Es un honor conocerlo. Gracias por aceptarme aquí.
Su apretón de manos fue firme, sin ser excesivo.
—Solo aceptamos a los mejores, recuerde eso.
—Por supuesto— asentí rápidamente.
—Sígame.
No esperó ni un segundo. Se dio la vuelta y comenzó a caminar con determinación hacia su oficina.
Me apresuré tras él, con el corazón martillando en mi pecho.
Antes de entrar, se detuvo en el escritorio de su secretaria, una mujer de cabello oscuro y expresión inmutable, quien de inmediato dejó lo que estaba haciendo para prestarle atención.
—Lara, prepara los expedientes para la junta de esta tarde.
—Sí, señor— respondió ella sin titubear.
—Dile a Jacob que el juicio se suspendió hasta la próxima semana y cancela el almuerzo con el alcalde Moore.
—Entendido.
—Aarón llegará tarde, está en el juzgado. Cuando venga, dile que necesito hablar con él.
—Por supuesto. ¿Algo más?
Adrián Warner desvió la mirada hacia mí y con un leve movimiento de cabeza me señaló.
—Cuando termine con ella, llévala al piso de abajo y ubícala en una oficina.
—Sí, señor.
—Puedes retirarte.
Lara asintió y se marchó con la misma eficiencia con la que había recibido las órdenes.
Entonces me di cuenta de que estaba sola en la oficina con Adrián Warner.
Él se reclinó en su escritorio de madera oscura y entrelazó las manos sobre la superficie, observándome con un escrutinio meticuloso.
Era un análisis silencioso, pero su intensidad me hizo sentir como si pudiera ver a través de mí.
¿Miedo?
Sí, un poco.
Si alguien me preguntaba en ese instante, admitiría sin problemas que quería salir corriendo.
Pero no lo haría. Me mantuve firme, sosteniéndole la mirada.
Hoy era mi primer día, y pensaba demostrar que merecía estar allí.
—Siéntese, por favor.
La voz grave y segura de Adrián Warner resonó en la amplia oficina mientras me señalaba la silla frente a su escritorio.
Obedecí de inmediato, tratando de parecer tranquila, aunque mi corazón latía con fuerza.
Él me observó por un instante antes de entrelazar los dedos sobre la mesa y hablar con precisión quirúrgica:
—Seré breve. Usted es la única pasante que aceptamos este semestre.
Tardé un segundo en procesar sus palabras.
—Entiendo— respondí, intentando que mi voz sonara firme.
—Nuestros estándares para ofrecer estas oportunidades son extremadamente altos, y usted fue la única que los cumplió.
Sus ojos de un azul oscuro me estudiaban con la misma intensidad con la que un juez examina a un acusado. No había elogios en su tono, solo hechos fríos y concretos.
—Dicho esto, estará a disposición de quien la requiera. Hay abogados senior y, por encima de ellos, los socios. Trabajará con ambos.
Asentí sin interrumpir.
—Para los casos grandes, solemos armar equipos dirigidos por los abogados más experimentados.
—Por supuesto— respondí rápidamente.
—Ser pasante implica estar, en esencia, al servicio de quien lo necesite. Le advierto que es mucho trabajo, señorita Kingston, pero si demuestra su valía, puede irse de aquí con una oferta laboral o con una carta de recomendación que le abrirá las puertas de cualquier firma de primer nivel.
Había una advertencia implícita en sus palabras. No sería fácil. Pero tampoco esperaba que lo fuera.
—Es un honor para mí haber recibido esta oportunidad— dije con firmeza—. Trabajaré duro para ser la mejor. No se va a arrepentir de haberme aceptado aquí.
Por un breve instante, la sombra de una sonrisa irónica cruzó su rostro.
—Eso espero.
Se inclinó ligeramente hacia atrás y tomó un bolígrafo entre los dedos.
—Lara la llevará a su oficina. Allí encontrará una serie de documentos que quiero que revise. Es algo básico para empezar.
—Entendido.
—Media hora antes de la salida, la espero en mi oficina.
—Sí, señor.
Él desvió la mirada hacia la pantalla de su computadora y deslizó un dedo por el trackpad antes de hablar nuevamente.
—Sobre sus clases…
Tecleó algo y frunció el ceño levemente, como si verificara la información.
—El profesor Knox ya habilitó su horario. Trabajará medio tiempo y su horario de clases no se verá afectado. Según veo aquí, salvo los lunes, que tiene libre, el resto de los días cursa por la mañana, así que su jornada será de trece a dieciocho horas.
—De acuerdo.
—Bien. Puede retirarse.
Me puse de pie con rapidez y le dirigí una última mirada antes de dar media vuelta.
—Muchas gracias por esta oportunidad, señor Warner.
No esperé respuesta. Salí con la sensación de haber pasado una prueba, aunque todavía quedaban muchas más por venir.
Tal como me habían ordenado, Lara me llevó a mi oficina.
El espacio no era grande, pero tenía lo esencial: un escritorio de madera pulida, un sofá en la esquina y una vista de la ciudad que, aunque parcial, me parecía increíble. Aun así, lo más impresionante no era el lugar, sino lo que significaba.
Sobre el escritorio, una pila de carpetas esperaba por mí, justo como había dicho Adrián Warner.
Cuando Lara salió, cerrando la puerta tras de sí, me permití exhalar un suspiro contenido. Me quité la chaqueta, la colgué en el respaldo de la silla y dejé mi bolso a un lado antes de ponerme manos a la obra. Este era el primer día de mi futuro y no pensaba desaprovechar ni un solo segundo.
Las horas pasaron en un borrón de documentos, notas y análisis. Cuando quise darme cuenta, ya estaba subiendo al piso de arriba para mi reunión con Adrián Warner.
Al llegar, su secretaria me indicó que pasara.
Dentro, el hombre que ahora era mi jefe estaba absorto en la pantalla de su computadora, con los anteojos puestos y los dedos tecleando con precisión sobre el teclado.
Media hora después, tras un interrogatorio meticuloso sobre cada documento que había revisado, salí de su despacho con una extraña combinación de sensaciones: agotamiento absoluto en cada fibra de mi cuerpo, pero también satisfacción. Para ser mi primer día, lo había hecho bien.
Exhalé, sintiéndome aliviada, y me dirigí al ascensor. Pulsé el botón y esperé, dejando que el cansancio se asentara en mis hombros.
Las puertas se abrieron y, en el instante en que di un paso adelante, un escalofrío recorrió mi cuerpo de manera absoluta y profunda.
Y, definitivamente, no estaba preparada para escuchar la voz que me trastornaría el resto del día.
—Dulzura. ¿Qué haces aquí?
El tono de su voz, esa mezcla de burla y arrogancia que conocía tan bien, me golpeó como un balde de agua helada.
Me giré con el estómago encogido.
No. No podía ser.
Pero lo era.
Aarón.
Mi peor pesadilla, hecha carne y hueso.
Él dio un paso hacia mí. Instintivamente, yo retrocedí, metiéndome dentro del ascensor como si las puertas fueran a protegerme.
Antes de que pudiera responder, o huir, una voz femenina interrumpió el momento.
—Hijo, necesito hablar contigo.
Leía Warner se acercó a él con naturalidad, como si no hubiera un campo de batalla invisible entre nosotros.
Aarón no dejó de mirarme. Su intensa mirada gris parecía perforarme incluso cuando las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse.
Y solo cuando la barrera de metal se interpuso entre nosotros, me di cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
Exhalé bruscamente, apoyándome contra la pared del ascensor, sintiendo la adrenalina recorrerme las venas.
Tenía que ser una jodida broma.
Aarón.
El idiota, arrogante e insufrible Aarón…
¿Era Aarón Warner?
¿El hijo de mis jefes?
Dios, estaba tan arruinada.
Esto no podía estar pasándome. No aquí. No en el trabajo de mis sueños.